Nadie debería tener miedo de ir a clase
Son palabras de Eleanor Roosevelt, una de las madres de la Declaración Universal de 1948. Su papel fue clave para el desarrollo del derecho internacional el siglo pasado. Pero estas palabras suyas reconocen que donde verdaderamente se la juegan los derechos humanos no es en Ginebra, en Estrasburgo o en Nueva York; es en la distancias cortas.
En el cole o en el instituto, por ejemplo.
El desarrollo de la personalidad, la no discriminación, la libertad individual, la igualdad de género y el respeto a los derechos humanos son principios fundamentales del sistema educativo. No lo digo yo. Lo dice la Ley Orgánica de Educación.
Sin embargo, para miles de niños y niñas estas palabras suenan huecas. Adolescentes de toda España sufren acoso escolar de forma cotidiana, y las políticas públicas les están fallando poniendo sus derechos en juego.
El bullying o acoso escolar se define como una agresión física, verbal o relacional, intencionada y repetida en el tiempo, y en la que subyace un desequilibrio de poder real o aparente que impide a la víctima defenderse.
Es un tema de derechos humanos y por eso Amnistía Internacional está llevando a cabo su primera investigación sobre el tema a nivel mundial. Y la estamos haciendo en España. En abril nos entrevistamos con profesoras, psicólogas, orientadoras, directoras de institutos y organizaciones sociales especializadas en el tema en Galicia y Extremadura. Esta semana estamos reuniéndonos con padres y madres, chicos y chicas que han experimentado acoso escolar en primera persona o han sido testigos del mismo.
Estudios internacionales han documentado el efecto dañino del acoso escolar sobre la salud mental y el bienestar emocional, efecto que acompaña tanto a la víctima como al agresor durante la edad adulta. El acoso también incrementa el riesgo de absentismo y abandono de los estudios y repercute negativamente sobre el rendimiento escolar. Es de hecho uno de los determinantes sociales de la educación; su incidencia está estrechamente ligada con desigualdades de clase, ingresos y riqueza.
Es más, la sociedad entera sufre las consecuencias de la falta de políticas públicas eficaces. Partiendo de datos comparados entre los países de la OCDE, el último informe Pisa mostraba que los estudiantes en centros con un alto nivel de acoso obtenían 47 puntos menos en ciencias que alumnos y alumnas en centros con menos bullying.
Habrá quien alegue que acoso ha existido siempre. Para empezar ese no es un argumento para quedarnos con los brazos cruzados ahora. Desgraciadamente nuestro pasado está lleno de cosas vergonzantes. Pero es que además hoy por hoy las tecnologías de la información y la comunicación (las TIC) son un arma de doble filo. Por un lado son una herramienta que facilita el acceso a fuentes y formatos de conocimiento inimaginables hasta hace pocos años. Pero al mismo tiempo aumentan la vulnerabilidad de los menores ante expresiones de acoso que tienden a expandirse rápidamente por las redes.
Existe legislación autonómica y estatal y hay protocolos de actuación en todas las comunidades autónomas. También existe un observatorio estatal sobre la convivencia escolar, aunque bien es cierto que hace cinco años que no se ven las caras.
Sin embargo, tras cerca de cincuenta entrevistas (y antes todavía de reunirnos con madres, padres, chicas y chicos) podemos ya concluir que, a pesar de las promesas de los gobiernos y de la buena voluntad de muchísimos profesionales, las políticas públicas no están a la altura de los compromisos adquiridos en el ámbito de los derechos humanos.
Para empezar hace falta mucha más transparencia sobre los incidentes de acoso escolar, y esta información debe estar desagregada en base a los factores de riesgo de discriminación, incluyendo género, orientación sexual y condición socioeconómica, entre otros.
Las propias direcciones de los centros y las inspecciones educativas deben contribuir a desmontar el mito de que lo normal es que el acoso sea cero. Este mito hace que cada caso reportado sea infinitamente más grave que lo supuestamente normal. Sin embargo, como nos dijeron casi con idénticas palabras una profesora en Santiago y un profesor en Cáceres, "si alguien en cualquier centro os cuenta que el acoso no existe es bien porque no os está contando la verdad o porque prefiere no ver lo que sucede". Es necesario cambiar la perspectiva para que lo anormal y lo sospechoso sea que en un determinado centro al parecer no exista este fenómeno. Paradójicamente tenemos que normalizar el acoso antes de acabar con él.
La formación continuada sobre bullying debería tener carácter obligatorio para profesorado y otros miembros de la comunidad educativa, y debería incluir contenidos relevantes en cuanto a igualdad y diversidad de género, multiculturalismo y TIC. Donde existe, la mediación entre iguales (entre los propios chicos y chicas) está dando buenos resultados y debería considerarse su progresiva implementación en todos los centros.
Ni los institutos son la isla del Señor de las Moscas ni la violencia y la exclusión se la inventan los niños. El acoso en la escuela no es sino el reflejo de la discriminación, la violencia y el prejuicio que carcome a la sociedad en general. Buena parte del acoso se produce por la existencia de determinadas expectativas de que el chico tiene que comportarse como un chico y la chica como una chica. Si algunas personas jóvenes practican y sufren acoso es también porque no vivimos en una sociedad profundamente libre y orgullosa de su diversidad.
Estamos hablando de ocho millones de personas. Si fueran una comunidad autónoma, serían la segunda más grande del Estado.
Construyamos una sociedad basada en los derechos humanos y empecemos por el día a día en los lugares más cercanos a casa, como nos recomendó Eleanor Roosevelt. Lo que hagamos hoy en las aulas condicionará lo que podamos hacer en el futuro dentro y fuera de ellas.
Koldo Casla está a cargo de esta investigación de Amnistía Internacional.