Muerte, soledad y despedidas ante el coronavirus
Con el aislamiento necesitamos herramientas como teléfonos y videocámaras con conexión a Internet para que las personas moribundas sientan que no están solas.
Soy doula del final de la vida. O doula de la muerte. Así me gusta llamarme. Al igual que las doulas del nacimiento acompañan durante el embarazo, el parto y el puerperio, las otras doulas acompañamos a las personas en el final de la vida.
Llegué a ello después de acompañar en la enfermedad y la muerte a mi hermana junto con mi familia, la suya. Pensé que esa era la manera idónea de morir, en compañía de los seres queridos, y tomé la decisión de evitar la muerte en soledad. Acompaño a personas moribundas en unidades de cuidados paliativos desde hace siete años, después de un periodo de formación.
En estos siete años he acompañado a personas solas porque no tenían familia directa, porque estaban en situación de calle o, fundamentalmente, porque sus familiares directos no podían acompañarlas por la llamada crisis de los cuidados: familias en las que los trabajos, otras personas dependientes y un sistema sanitario que traslada a las personas moribundas o mayores a decenas de kilómetros de distancia de los domicilios habituales impiden cuidar a nuestros seres queridos como lo habíamos venido haciendo históricamente.
A esto hay que sumar desde hace unas semanas al COVID19. Este virus ha trastocado nuestras vidas de principio a fin. Nos ha aislado de tal forma que no podemos acompañar ni los nacimientos ni las muertes. Ni bienvenidas ni despedidas. Pero la diferencia entre el nacimiento y la muerte está en que, en la mayoría de los casos, las personas recién nacidas son acompañadas al menos por su madre. Las personas moribundas no. Y morir en soledad es muy duro. Muy, muy duro.
Nuestra cultura ha apartado a la muerte hasta de las conversaciones. Es por esto que llegamos al final de la vida sin prepararnos para morir, lo que suele provocar mucho miedo y, por ello, sufrimiento. Compartir nuestros miedos mitiga el sufrimiento, ayuda a enfrentarnos a la muerte de manera sosegada y entregarnos a ella en mayor paz. Y cuando ya no podemos o no queremos hablar, la presencia de otro ser humano reconforta y humaniza el proceso de morir.
En estos días he leído que una medida adoptada para hacer más llevadero el aislamiento de las personas ingresadas en los hospitales ha sido la gratuidad de las televisiones de los hospitales públicos. Estupenda iniciativa. Pero hay que ir más allá. Necesitamos herramientas que nos permitan seguir acompañando en la distancia: teléfonos, conexión a Internet, videocámaras... Herramientas que nos ayuden a que las personas moribundas sientan que no están solas, que no las dejamos solas. Que no van a morir solas.
En Italia se han donado tablets para que las personas enfermas por coronavirus puedan despedirse de sus seres queridos. ¿No podemos hacer algo así? Si los hospitales y residencias y domicilios de mayores tuvieran acceso a esos medios técnicos las doulas del final de la vida podríamos seguir realizando nuestra tarea de acompañamiento también en estos días en los que no podemos acudir a realizarla presencialmente. Si Floria, Clara, Amalia, Luis, Magdalena, Fátima, Mercedes, Modesto continúan en la unidad a la que yo acudo actualmente podrían seguir contando con mi conversación y mi silencio; con mi presencia. Desde casa podría seguir acompañando a algunas de las cientos de personas que se encuentran en estos momentos al final de su vida.
Llevamos algunos años hablando de poner la vida en el centro para que la vida sea digna de ser vivida. Esto implica poner los cuidados en el centro de la vida. Poner los cuidados en el centro de la vida incluye también en la muerte, puesto que la muerte es parte de la vida.