Es amor… y es un deber humanitario
Esto no va de vida, sino de muerte en vida. No va de ideología, sino de evitar el dolor. No va de incidir en la campaña electoral -como se ha dicho- sino de acabar con una aflicción irreversible. Tampoco va de leyes, sino de la máxima expresión de un amor profundo. Quien diga lo contrario o es un fundamentalista o jamás ha tenido ante sus ojos a un ser querido postrado en una cama durante días, semanas o meses sabiendo que nunca más viviría dignamente, que el final era irreversible y que la muerte para estos casos ya no era sólo la muerte, sino el descanso y el adiós definitivo al sufrimiento.
Esta semana Ángel Hernández colaboró con el deseo de su mujer, María José Carrasco, de poner fin a su vida, si es que lo que tenía se podía considerar vida, pues ya apenas podía hablar ni mover una sola parte de su cuerpo. Ella temía, no obstante, por las consecuencias legales para él. Sabía que si le prestaba ayuda para acabar con el padecimiento de una esclerosis múltiple que le diagnosticaron con 32 años se enfrentaría a un severo castigo. Tenía 62 y él había sido sus manos, sus ojos y sus piernas durante casi la mitad de su vida. Nadie como él, que en una ocasión abortó su suicidio, sabía lo que sufría. Se lo pidió una y mil veces, aún a riesgo del reproche penal de una legislación que castiga la cooperación con el suicidio (de dos a diez años de prisión).
Lo planificaron, lo acordaron, se despidieron y grabaron la secuencia. “Cuanto antes mejor”, le dijo después de que Ángel le reiterara si estaba segura de que lo que deseaba era acabar para siempre. Asintió de nuevo para que no quedaran dudas. Él le suministró una sustancia que ella ingirió con una pajita. Y reclamó: “A ver, dame la mano, que quiero notar la ausencia definitiva de tu sufrimiento”. Ahí se acabó todo. ¿Hay mayor acto de amor que ese último deseo de Ángel? ¿Existe una forma más bella de demostrar lealtad a un ser querido? Es la demostración más íntima y más profunda de lo que pueden sentir dos personas que se aman.
Ángel fue esposado, detenido y retenido en un calabozo durante 24 horas. El protocolo policial y la ausencia en España de una ley de eutanasia ha añadido dolor a su dolor y sumado al desgarro por la pérdida, el castigo de una legislación absurda y una política aún más majadera. Va a hacer un año que en el Parlamento se admitió a trámite la enésima propuesta para reconocer el derecho a solicitar ayuda profesional para morir en caso de enfermedad grave e incurable. El texto fue impulsado por los socialistas y aprobado por amplia mayoría en el pleno, pero después fue bloqueado por PP y Ciudadanos en la Mesa de la Cámara para que ni siquiera entrara en fase de ponencia.
Con el sufrimiento no se juega ni se debiera perder el tiempo en fintas parlamentarias en busca del interés partidista. Es lo que ha hecho la derecha. El PP con la excusa de una moral recalcitrante. Y Ciudadanos, que ahora dice estar a favor de una regulación que despenalice la asistencia al suicidio, sólo por poner ruedas en los palos del Gobierno socialista.
El amor o el dolor ajenos no debieran ser objeto de juicios morales o legales. Y si hay un Código Penal que los persigue habrá que buscar la fórmula con la que deje de hacerlo. Con garantías, con todo tipo de cautelas, pero ha llegado el momento de que la eutanasia o el reproche penal a la cooperación con el suicidio deje de ser un tabú en España como hasta ahora ha sido. El debate ha entrado en campaña, sí, pero no porque Ángel lo haya buscado. Las elecciones se la traen al pairo, como respondió, a una pregunta inapropiada y lamentable de una estrella de la televisión matutina. Lo que le importa es que María José ha dejado de sufrir y que tras ella puedan hacerlo otras muchas personas que se encuentran hoy en la misma situación.
Que la vida es un regalo es tan inopinable como que a veces se convierte en calvario como el que vivía María José desde hace 30 años mientras ellos, los que legislan, anteponen el interés de las siglas a un deber humanitario. Todos, los 350 diputados de la Cámara Baja, habrán visto el vídeo que Ángel grabó antes de que su mujer muriera, y es imposible que no hayan sentido una emoción profunda. Por él, por ella y porque nadie más en este país tenga que llorar la ausencia de un ser querido al que ha ayudado a evitar el sufrimiento esposado, en un calabozo y a la espera de que un juez le aplique todos los atenuantes posibles para que no ingrese en la cárcel como mínimo dos años.
Esto no va de derechas, ni de izquierdas, ni de centro liberal, sino de un deber humanitario que demanda una aplastante mayoría social en todas las encuestas aunque ellos, los que nos representan, sólo atiendan lo que dice la demoscopia cuando lo que está en juego es su posición en el tablero político.
Tres de cada cuatro españoles estarían de acuerdo con la regulación de la eutanasia, según los últimos datos que se conocen, pero más allá de leyes autonómicas que prevén el rechazo a los tratamientos que se ensañan con el enfermo solo existe la ley de autonomía del paciente, que habla de dignidad en el momento de la muerte sin entrar en el fondo del asunto. Es momento ya de un debate amplio, sereno, intenso, sin cortapisas morales y desde la convicción de implantar el derecho a la eutanasia o al suicidio asistido como un deber humanitario.
Y para los que aún dudan, que sepan que hay más amor en el deseo de evitar el sufrimiento irreversible a un ser querido que en todas las proclamas por el derecho a la vida que impone la moral católica.