Monedas oxidadas
Su Graciosa Majestad ha faltado al Derby por primera vez desde que, hace ya setenta años, se cubrió con la corona.
Es difícil en muchas ocasiones justificar las locuras que se cometen en nombre de los caballos, y no me refiero al que apuesta unos euros sin más análisis que los colores de la chaquetilla del jockey, el pelaje del rucio o la percepción, incontestable, de que el potro le ha guiñado un ojo.
Los verdaderos aficionados investigamos el linaje del caballo, sus estadísticas y entrenamientos, el estilo del jinete, el estado del terreno y otros factores decisivos antes de tirar nuestro dinero al pozo sin fondo de la ventanilla.
Me refiero a alguien capaz de ignorar el incendio que se había declarado en su cocina hasta que cruzó la meta el último de los corredores, que era, curiosamente, el elegido por él (no sé si saben de quién hablo: uno gordo con sombrero), o a aquel que no perdonaba vestir el chaqué y el sombrero de copa para asistir al meeting de Ascot a través de la pantalla del ordenador, en el salón de su casa.
Nunca me atreví a preguntarle si seguía las carreras a través de los prismáticos desde el fondo de la estancia.
Epsom es, sin lugar a duda, el Everest del turf, flanqueado por el K-2 en Churchill Downs, Kentucky, y el Nanga-Parbat que flamea al sol de Longchamp con las banderolas del Prix de l´Arc du Triomphe.
Por eso, tarde o temprano, todos sentimos la desazón que provocan las cumbres, la llamada del desafío, y embarcamos en el vuelo regular (¡y tanto!), pagamos una millonada por una habitación sietemesina y mediocre, dejamos que el taxista nos time y entregamos billetes al que nos vende el bocadillo como si tiráramos confeti al paso de los novios (por suerte, el roast beef de corazón sonrosado aún es tratado con mimo por los ingleses).
Y a veces con dinero prestado.
-¿Y monta ese follón para asistir a una carrera que dura cinco minutos?
-No, mi estimado amigo -apuntillé- monto ese follón para asistir a una carrera que dura dos minutos y medio.
Siempre que he ido a Epsom, en el avión de vuelta, he suspirado mientras practicaba el origami con los boletos perdidos. Para mí, los trozos de papel mojado del Derby tienen el valor de un boceto de Picasso.
Tan incrustada está la cultura de las apuestas en la egregia carrera que no solo se vaticina el orden de llegada, sino todas las circunstancias del día, desde el tiempo meteorológico al número de asistentes. Incluso se pierde apostando sobre el color del vestido con el que asistirá la Reina a su palco.
Pero en esta ocasión, las monedas destinadas a tan peregrina adivinanza se han quedado en el bolsillo, oxidándose, porque su Graciosa Majestad (a ver si nos cuenta un chiste un día de estos) ha faltado al Derby por primera vez desde que, hace ya setenta años, se cubrió con la corona.
Puede que esta sea la noticia más destacada de las que relacionan a la monarquía con la carrera desde que Emily Wilding Davison, sufragista, se arrojara a los pies de Anmer, caballo propiedad del rey Jorge. Fue en 1913 y una cámara de cine, inconsciente como el niño que aún era, filmó la inmolación de la luchadora. Tampoco sirvió para mucho su sacrificio y el horror que las imágenes provocaron en las incipientes salas de cine. Aún tuvieron que pasar años para que las mujeres inglesas consiguieran lo que es de sentido común.
Ignoro qué negros augurios habrán sentido los británicos al notar la real ausencia, tan dados como son a cifrar en la permanencia la suerte del reino, ya sea la de los cuervos en la Torre de Londres o la de los monos en Gibraltar.
A veces se nos olvida que nadie es eterno. Ni siquiera Isabel II, en la que hace mucho dejamos de apreciar los cambios a los que la edad nos condena.
Tampoco creímos que faltaría un día su egregia madre, a la que vi cruzar a trompicones la pista de Epsom camino del paddock, seguida de cerca por un acompañante de confianza.
-¿Un escolta?
-No, hombre; el barman…
La carrera de este año la ha ganado con ofensiva holgura un caballo excepcional llamado Desert Crown. Quizás “Corona desierta” no sea una mala traducción para los que creen en la justicia poética.
Lo mismo que las monedas del frustrado apostador, las posibilidades que tiene Carlos de llegar a ser la cabeza del reino se oxidan dentro de su traje Príncipe de Gales. No son pocos, ni lo dicen en voz baja, los que afirman que, cuando llegue el momento, la sensatez debería impulsarlo a abdicar inmediatamente en su hijo.
Al menos, le quedará el consuelo de saber que Kipling le dedicó uno de sus mejores relatos.
El hombre que pudo reinar.