Mi trauma con las fotos
Cuando mil imágenes valen menos que una palabra...
Foto de perfil
Mire mi careto justo arriba, en la foto de perfil, y recréese si lo desea: la imagen en blanco y negro (mi carta de presentación a los lectores) no vale un duro. A pesar de ello, no malgastaré ningún esfuerzo en cambiarla. En esto de captar el momento siempre he sido como Hernán Casciari: el pibe que arruinaba las fotos, el tonto que hacía tonterías para desmarcarse, con una mueca, de ese momento forzado de felicidad atemporal. ¡Flash!
¿Fotofobia o cleptofobia?
Sé que la fotofobia no es el miedo irracional a las fotos, sino a la luz, pero no doy con una palabra adecuada para mi autodiagnóstico. La inseguridad de verme poco favorecido en una fotografía es lo de menos. No se trata de fobia social y no me desagradan todas las fotos en las que aparezco. De hecho, algunas me gustan tanto que puedo llegar a ponerme ridículamente sentimental. Lo que me supera es una combinación de saturación visual (demasiadas imágenes en todas partes), conciencia de la mortalidad (me veo envejecer y se captan momentos dulces de mi vida que ya no volverán) y dolor por la pérdida. Esto último requiere una aclaración: he sufrido dos robos en mi vida. Queda pendiente una entrada en el Huff sobre la sociología del robo, pero no me he atrevido a escribirla porque duele demasiado. Los dos hurtos me dejaron sin fotos. Perdí las imágenes de dos épocas doradas de mi vida y lo que es peor: en mi retina se grabaron las imágenes anteriores y posteriores a la sustracción, dos marcas vesicantes (que producen ampollas, lo que llama la atención de cualquiera, provocando su mofa o su compasión) en mi experiencia vital. Más que fotofobia, tengo cleptofobia, un miedo atroz a que me vuelvan a robar mis recuerdos, a que se repita la destrucción de lo poco (y lo mucho) que tiene un materialista: el recuerdo de la experiencia vivida. ¡Flash! ¡Flash!
El archivo fotográfico
No conservo archivos fotográficos (a mí dolor se suma la pereza de catalogar o seleccionar miles de fotos donde predomina la irrelevancia). Apenas hago fotos en los viajes. Estas son las desventajas de no haber confesado mi problema hasta ahora. Quizás alguien pueda hacerme una buena foto de mi devastación emocional. O quizás ya no merezca la pena corregir el camino que he trazado: la vana búsqueda de la trascendencia a través de las palabras y no de las imágenes. He abusado de la "textolatría" (la expresión es del filósofo Vilém Flusser), de la mística del lenguaje, de ahí que mi interioridad nunca se reconozca en una fotografía (por muchos filtros o retoques que tenga).
En mi caso, y no pretendo generalizar, mil imágenes valen menos que una palabra.
En mi opinión, y no pretendo generalizar, la pluma sigue siendo más fuerte que el ojo del fotógrafo.
¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!