Mi obsesión por las necrológicas
Lo que nos enseñan los obituarios.
Sostiene Pereira, que en paz descanse.
Me obsesionan las necrológicas, es cierto. A mis amigos también, aunque sus muertos valen más que los míos. Lamenté la marcha del sociólogo Zygmunt Bauman y del crítico literario Tzvetan Todorov porque a ambos los había leído con interés y les vi en sendas conferencias. Mi gente se ríe de esta afición mórbida después de decirme por Whatsapp que han fallecido George A. Romero y Tobe Hooper, dos cineastas que rodaban películas sobre zombis y psicópatas... y el morboso soy yo.
Sentí profundamente, como muchos amantes de la música, los suicidios de Chris Cornell y Chester Bennington. Al vocalista de Linkin Park le vi en Madrid en los noventa, cuando el grunge era una etiqueta que aún no había sido devorada por los hipsters y el moderneo. Duele escuchar la canción Hallelujah de Leonard Cohen que cantó Toni Cornell como homenaje a su padre y a su amigo Chester. No había llorado con la canción de Cohen, pero sí con esta versión. Quienes tenemos la mente embotada después de muchos años de mala música (hardcore, principalmente) necesitamos un suplemento emocional para captar la grandeza de un tema inmortal como el del cantautor canadiense.
Sostiene Baudrillard, que en paz descanse.
Durante un tiempo me obsesionó la muerte del sociólogo francés Jean Baudrillard. Cuando el gran filósofo del simulacro e inspirador de Matrix se fue en 2007, tuve una sensación de irrealidad... tal y como habría previsto el propio Baudrillard. No pasó nada. La vida continuó. Había anticipado su deceso y el día en que ocurrió no pasó nada especial. Lo mismo podría decir de Lubomír Dolezel, a quien dediqué mi tesis por ser mi gran inspiración a la hora de entender los mundos imaginarios de la literatura. Lo devastador de la pérdida es que, como todos sabemos, la vida continúa con desoladora indiferencia.
Sostiene un historiador de las ideas, que en paz descanse.
Mi perversa fijación con las necrológicas y los obituarios va más allá del propio miedo a la muerte. He querido ver en las necrológicas un valor heurístico, es decir, una forma de extraer un último rayo de luz del fallecido. No soy el único. Werner Fuld publicó su Diccionario de últimas palabras porque, apócrifas o reales, las últimas frases pueden encerrar un enorme valor simbólico. Y qué decir de El libro de los filósofos muertos de Simon Critchley. La muerte importa... o debería importar, escribamos o no sobre ella.
Por tanto, las necrológicas sirven para trazar un arco histórico (1926-2016, en el caso de Fidel Castro; de Henry Kissinger no sabemos aún) y son una forma de cerrar una biografía o de entender un proceso al completo (aunque los grandes autores sobrevivan a su propia muerte). Una necrológica es un mundo narrativo condensado, una simplificación forzosa que resulta útil para acercarnos a una figura especialmente compleja o poco conocida. Ni qué decir tiene que las necrológicas también pueden ser una fuente de manipulación informativa y revisionismo histórico.
A propósito, ¿qué querrías leer sobre ti en tu esquela mortuoria? Yo respondería como Woody Allen (que no quiero morirme nunca), pero por si acaso se precipita mi final, una recomendación para quien tenga la mala fortuna de escribir mi intrascendente paso por el mundo: nada de tópicos al estilo fue muy amigo de sus amigos o se hacía querer. Prefiero que defequen en mi tumba antes que una tontería biempensante.
Sostiene Lomeña, que sigue vivito y coleando por ahora.
Hay referentes intelectuales cuyas notas necrológicas alcanzarán, a su debido tiempo, una importancia vital para comprender el capitalismo funeral en el que vivimos.
En el cine, Woody Allen y en menor medida Roman Polanski son las deidades audiovisuales (hablo de dioses porque son como una mitología que heredamos, más que una influencia directa) bajo las cuales se dejó deslumbrar mi generación.
En ciencia, Stephen Hawking ha impuesto un cierto monoteísmo. ¿Quién ocupará su vacío?
En filosofía y pensamiento crítico, diría que esas deidades omnipresentes son Noam Chomsky y Jürgen Habermas. Son los abuelos cebolleta de la crítica, el zeitgeist de las socialdemocracias moribundas y la conciencia moral de Occidente, ese sinvergüenza imperialista venido a menos.
No seguiré citando a personajes vivos que la pueden espichar de un momento a otro. Estos ejemplos deberían ser suficientes para justificar, al menos en parte, mi obsesión por los obituarios. Las necrológicas son un género literario casi tan rico como el epistolar; ojalá nunca mueran estos sobrios mapas cognitivos que se alejan deliberadamente de la descripción hagiográfica (el finado era un ángel) y del revisionismo demonizador (el difunto era un pobre diablo).
Ese es todo mi interés por las necrológicas... ¡Te lo juro por mis muertos!
bl