Mi hijo no pudo celebrar su cumpleaños por el coronavirus. Lo que pasó después me dejó sin palabras
Todo el mundo necesita sentirse parte de una comunidad, ahora más que nunca.
Mi hijo cumplió 11 años el 29 de marzo y, conforme se acercaba la fecha, en el auge del distanciamiento social por el coronavirus, intenté dejarle claro que, aunque no podría celebrar una fiesta de cumpleaños, pasaría un día divertido con actividades familiares. Le prometí que nuestra familia de cinco celebraría una batalla de globos de agua en el jardín trasero. Que compraríamos donuts en su tienda favorita y que le dejaría decorar la casa con una lata de tiza en spray en una mano y una lata de spray de serpentinas en la otra.
Sabía que mi hijo estaba decepcionado, pero esperaba que comprendiera la necesidad del sacrificio. Tuvimos una conversación profunda sobre las causas por las que todo el mundo tiene que guardar las distancias ahora mismo. Intenté explicarle los motivos científicos que justifican el aislamiento: aunque sea triste no poder hacer planes lejos de casa y no ver a los amigos, aislarse es una forma de mostrar cómo nos preocupamos por los demás. Todos podemos ser portadores del virus aunque no nos sintamos enfermos, le dije, y lo último que queremos es pasarle la enfermedad a nuestros amigos.
La charla pareció suavizar el golpe, pero en realidad, aunque no soy esa clase de madre que organiza grandes fiestas de cumpleaños todos los años, me dolió mi hijo no pudiera estar rodeado de sus amigos.
Y, entonces, en la víspera del gran día, una amiga (y madre de un amigo de mi hijo) me envió un mensaje: ”¿Estaréis mañana a mediodía en casa? Tenemos una sorpresa”.
“Eh... Sí, claro”, le dije. “No tengo planes mañana”. Ni mañana ni ningún otro día.
Al día siguiente, el día del cumpleaños, nos colocamos frente a la casa a la espera de la sorpresa. Creía que mi amiga y su hijo —compañero de clase de mi hijo desde infantil— aparcarían enfrente para dejarnos una tarjeta de felicitación o algún regalo que hubieran encontrado en Amazon. En realidad no me importaba cuál fuera la sorpresa. Lo que de verdad quería era recibir cualquier visita o pequeño gesto que iluminara el día de mi hijo (y, lo admito, también mi día). Durante la cuarentena, hasta la visita del cartero es emocionante.
Por eso me quedé asombrada cuando, a la hora acordada, una caravana de coches torció por la esquina de nuestra calle. Estaban todos los coches decorados con serpentinas, carteles de Felicidades y hasta un jugador de fútbol hinchable de dos metros y medio en la caja de una camioneta.
Increíblemente, nuestro grupo de amigos y sus hijos —cinco familias en total— se habían organizado para hacer un desfile de felicitación guardando todas las distancias de seguridad. Tocando el claxon sin miramientos, pasaron frente a nuestra casa y dieron la vuelta para mostrar el otro lado de sus decoraciones y carteles de felicitación. De la ventanilla de todos esos coches sobresalía un niño que exclamaba ¡Felicidades! a pleno pulmón. Uno de ellos lanzó caramelos. Otro disparó confeti con un tubo. El suelo de nuestra calle se llenó enseguida de caramelos y papelitos brillantes.
Desde la ventanilla delantera de cada coche, mis amigos también se asomaban para ponernos al día a gritos: ”¿Cómo vais? ¿Todo bien? ¿Habéis comprado suficiente papel higiénico?”. Aunque no hemos dejado de hablar por el grupo de WhatsApp, estas pequeñas conversaciones intensificaron mis ganas de comunicarme en persona. Noté que me había echado a llorar al verles fuera de una pantalla.
Mi hijo, entretanto, sonreía de oreja a oreja, que es la forma que tiene un preadolescente de manifestar su sorpresa y su asombro. No es un niño muy efusivo, pero no dejó de decir cosas como: ”¡Qué pasada!” o ”¡Este es el mejor cumpleaños de mi vida!”. Mis otros dos hijos le dieron la razón e insinuaron que ellos también querrían un desfile así para su próximo cumpleaños.
Pese a que el desfile no duró mucho, pareció insuflarle buen humor a mi familia para el resto del día. Durante horas, ninguno de nosotros pudo dejar de hablar de lo maravilloso que había sido ver a nuestros amigos en el mismo sitio, de lo creativas que habían sido sus decoraciones y de lo traviesos que habían sido al organizar algo así sin decirnos nada. Con diferencia, ese desfile fue lo más emocionante que nos había pasado en semanas y no pude dejar de reflexionar en cómo la lentitud del calendario intensifica la emoción de cualquier evento (¡y encima en persona!).
Desde el desfile, me he dado cuenta de que esta época en la que todo pasa más despacio ha logrado que las pequeñas muestras de amistad me parezcan aún más importantes. No es que ya no pueda hablar con mis amigos tanto como antes, ya que para hacer una llamada, mandar un correo o escribir un mensaje no hace falta más que darle a un botón. Simplemente es que con la ansiedad que provoca la situación del coronavirus, necesito más contacto personal y aprecio cualquier muestra de solidaridad.
Si no puedo salir de casa, por lo menos quiero sentirme parte de algo más grande que yo misma, ya sea mi país, mi grupo de amigos o un desfile de 10 minutos, y lo mismo quiero para mis hijos. Ver a mis amigos presentándose con tanto entusiasmo para alegrar a mi hijo cumplió esa necesidad en todos los sentidos. Fue un recordatorio de que todo el mundo necesita sentirse parte de una comunidad, ahora más que nunca.
Su celebración fue una prueba más de que la necesidad es la madre de todos los inventos. Cuando una pandemia nos arrebata algunas de nuestras formas más habituales de conectar con otras personas, los amigos buscan soluciones creativas. (Probablemente estarás de acuerdo en que el aburrimiento enciende la creatividad. No hay más que ver la cantidad de vídeos ingeniosos que está haciendo la gente en TikTok durante la cuarentena). Al parecer cada vez más gente está encontrando formas originales de mantener intacto su sentido de comunidad, algo que necesitamos durante el aislamiento.
El día del desfile de cumpleaños, después de que nos dijéramos todo lo que nos teníamos que decir, nuestra familia limpió los restos de la celebración que quedaron en la calle, pero, semanas después, estoy viendo una serpentina enganchada a una roca. Me la voy a guardar como recordatorio. Van a venir días mejores. Cuando podamos volver a reunirnos y celebrar fiestas de cumpleaños, sabré que mi hijo y yo tenemos amigos muy valiosos con los que compartir esos momentos.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.