Mi hijo dejó de hablar de repente y no sabíamos si volvería a decir algo
A los tres años, mi hijo dejó de hablar de repente, durante horas, luego durante días e incluso durante semanas. Fue en el invierno de 2010, cuando una nevada sin precedentes cubrió Washington, D.C., silenciando sus habitualmente bulliciosas calles. En el interior de nuestro pequeño dúplex de las afueras, también reinaba el silencio. Mi hijo, que había tenido un desarrollo del lenguaje normal y cuya voz chillona nos había cautivado desde la primera vez que la oímos, de repente se había quedado extrañamente callado.
Siempre había sido un niño tímido, pero también era un niño feliz y dinámico que sonreía con facilidad y al que le encantaba dibujar y jugar, de modo que tampoco estaba demasiado preocupada. Lo inscribí en preescolar en 2009, su primera experiencia larga con grupos más grandes de gente.
Las primeras veces que mi hijo dejó de hablar, apenas me di cuenta, pero los periodos de silencio empezaron a aumentar y los periodos en los que hablaba se abreviaron. Me pasaba horas intentando engatusar a mi hijo para que dijera algo, casi histérica, con una preocupación indefinida y aún sin formar, sin ningún principio ni final. Le hacía un millón de preguntas. Cantaba sus canciones favoritas. No funcionaba nada. Y así es como empecé a darme cuenta de que se trataba de algo más que una fase. En cuestión de un par de semanas, dejó de hablar en casa, en el colegio, con sus abuelos..., en todas partes. Además del temor que sentíamos por la salud de nuestro hijo, mi marido y yo sufrimos una profunda e inesperada sensación de pérdida: no sabíamos si volveríamos a oír la voz de nuestro hijo.
Una investigación en Internet me reveló el nombre de la probable afección de mi hijo: mutismo selectivo o MS. Concerté una cita con su pediatra y esta confirmó el diagnóstico. Recuerdo que intentó hacer hablar a mi hijo durante la visita señalando colores en un póster y preguntándole cómo se decían. Él negó con la cabeza y cerró los labios con fuerza, como para mantener selladas las palabras en su interior, bien profundo. Recordaba otras revisiones en las que señalaba alegremente las ilustraciones de los ajados libros de Richard Scarry de la sala de espera y decía los nombres en voz alta. Me resultaba impensable que algo pudiera ir mal. En esta ocasión, su silencio resultaba inquietante.
Descubrí más adelante que mi hijo pertenecía al menos del 1% de niños que sufren mutismo selectivo. Es un problema asociado a la fobia y la ansiedad social; es decir, que a nuestro hijo le daba miedo hablar. Tener miedo a hablar en público es algo habitual; quienes os pongáis nerviosos al hablar ante grupos de gente, imaginaos sentiros así incluso al hablar con una sola persona. Ahora imaginad que ese temor aumenta de forma exponencial con cada persona que se añade a la situación. Así es como puede resultarle a un niño con mutismo selectivo. Así es como se debió de sentir mi hijo. Su mutismo fue un retiro, un refugio para su alma angustiada.
Casi nadie de las personas con las que hablábamos (amigos, familiares, profesores...) había oído hablar del mutismo selectivo, lo cual intensificaba nuestra preocupación y nuestra sensación de aislamiento. Como el MS es tan poco conocido, muchas veces se desacredita y se considera simple timidez; a veces lo hacen incluso los médicos, pese a que es un problema más complicado y potencialmente debilitante que eso. "Ya se le pasará cuando crezca", nos dijeron varios amigos con buena intención. Quería creerles y, en cierto sentido, las cosas aún eran normales en casa. A mi hijo aún le gustaba jugar con sus trenes de Thomas y sus amigos y sonreía al empujarlos de arriba abajo por las vías. Seguía acurrucándose con mi marido o conmigo por las noches en su "hora de mimitos", el momento en el que le leíamos cuentos de Elmo y Osito. Sin embargo, veíamos el miedo que tenía en público, lo cerrado que era, y no tuvimos tan claro que fuera algo que pudiera vencer por sí solo.
Lo que más pavor me causó durante esos días de silencio fue leer que Seung-Hui Cho, el causante de la masacre del tiroteo de 2007 en la Universidad de Virginia Tech, también sufrió mutismo selectivo. "Enseñadme a hablar, enseñadme a compartir", escribió en la pared de su dormitorio, citando la letra de una canción. ¿Predecía el horrible desenlace de Seung-Hui Cho algo sobre el futuro de mi hijo? Leí que los adolescentes con MS pueden desarrollar otros problemas, como depresión, trastorno de la personalidad por evitación y drogadicción, y me asusté. Mi hijo solo estaba en preescolar, pero resultaba demasiado sencillo imaginarme los años que tenía por delante sumidos en la oscuridad.
Sabía que mi propia ansiedad por su MS no resultaba de ayuda y mis amigos y familiares se esforzaron por calmar mis miedos. La directora de preescolar de mi hijo me dijo algo que no he olvidado. "Algún día", me dijo, "echarás la vista atrás y te asombrarás de lo lejos que ha llegado". No conseguía imaginármelo al principio. Sin embargo, un mes después del diagnóstico de mi hijo, empezamos a trabajar con un psicólogo infantil que se pasaba una hora a la semana jugando con mi hijo a lo que este se le ocurría, ayudándole a incrementar su confianza en alguien más que no fueran sus padres. Al llevarle en coche a su sesión semanal, pasábamos por delante del patio, donde sus compañeros de clase jugaban al pilla-pilla, y yo envidiaba su vivacidad, sus voces chillonas y sus sonrisas naturales. Me preguntaba si volvería a ser una de esas madres del patio, si podría sentarme y charlar con las otras madres con la sencilla certeza de que mi hijo está bien.
Tras unos pocos meses de terapia, sin embargo, mi hijo venció la batalla al mutismo en casa con nosotros, soltándose primero con unas pocas palabras, luego con varias horas de habla y después ya a tiempo completo y de forma corriente. Cada pequeña palabra me parecía tremendamente importante y valiosa por aquel entonces. Verle vencer el mutismo en casa me dio esperanzas de que también lo lograría en el mundo exterior. Tardaría dos años más, pero al final lo logró.
Aunque sigue siendo más introvertido que algunos de los niños de su edad, mi hijo es ahora un muchacho de 11 años feliz, seguro y abierto. Es fácil olvidar con el ajetreo del día a día lo lejos que ha llegado, pero entonces sucede algo y lo recuerdo. Y, como predijo la directora de preescolar de mi hijo, me asombra.
Sucedió hace solo un par de meses. Mi hijo, por voluntad propia, se presentó a una audición para la compañía nacional itinerante de un musical de Broadway. Para ello, tuvo que caminar él solo hasta una gran sala de audiciones, tocar una canción de dos minutos con la batería sin acompañamiento, cantar una canción a capela ante tres jueces y someterse a una entrevista corta. Me imaginaba la voz de mi hijo ―que tiempo atrás había enmudecido―, aún con su tono de niño pero cada vez más maduro, emitiendo el único sonido de aquella sala de audiciones. Me imaginaba su sonrisa tímida cuando los jueces elogiaran su ritmo y su tono (como hicieron, al parecer) y le dieran las gracias por haber venido. Me imaginaba su vida desarrollándose ante él justamente así, siendo cada día una nueva experiencia y una nueva aventura.
Resulta que no le cogieron. ¿Nos importa? Ni lo más mínimo. Había logrado una victoria, otra más en su asombrosa, valiente y corta vida, en el momento en el que entró en esa sala.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.