Mi ansiedad postparto me hizo arrepentirme de tener un bebé
El 18 de mayo de 2018, en cuanto nació mi hijo, me desbordaron las emociones. Yo lloré, la enfermera lloró y fue un momento precioso. “Ya está”, pensé. “Este es el sentimiento de que todo el mundo me ha hablado”. Tuve un embarazo complicado. Me diagnosticaron hiperémesis gravídica (náuseas y vómitos graves durante el embarazo), de modo que dar a luz fue un alivio. Después, me llevaron a una sala de recuperación y vino un trabajador del hospital con un formulario de verificación: ¿Estaba triste? ¿Me sentía inservible? ¿Tenía ganas de hacerme daño a mí o a otras personas? Mis respuestas fueron un no rotundo. No estaba triste en absoluto.
Sin embargo, había otra sensación imponiéndose a cualquier otro sentimiento que se pareciera a la felicidad. Era una sensación abrumadora de responsabilidad y miedo pesando sobre mis hombros. Ahora tenía a un bebé pequeño e indefenso en mis manos. Se me llenó la mente de imágenes de mi bebé con el síndrome de muerte súbita del lactante, con otras enfermedades y con un sistema inmunitario inmaduro. Entré en pánico. Siempre he sido una persona optimista, animada y racional. Aunque también es cierto que me gusta planificar las cosas y preocuparme por asuntos sin importancia, hasta entonces nunca había sufrido ansiedad.
Llegamos al hospital a las 5 de la mañana para hacerme una cesárea programada. Por la noche, aún estaba con los ojos como platos. La enfermera me dijo varias veces que tenía que descansar. Yo sonreía y asentía, pero por nada del mundo quería cerrar los ojos. Me vine abajo. Entre sollozos, le expliqué que si me quedaba dormida, mi bebé moriría y no podía dejar que pasara eso.
Cuando nos enviaron a casa, me seguí quedando despierta por las noches. Estaba obsesionada con mantener vivo a mi hijo asegurándome de que no se saltara ninguna respiración. Por insistencia mía, tuvimos que comprar un monitor eléctrico para controlar su ritmo cardíaco y su respiración, pero eso no cambió nada.
Cuando tenía que levantarme en mitad de la noche para darle de mamar o para cambiarle el pañal, cada paso que daba me provocaba un dolor insoportable. También estaba débil porque había perdido mucha sangre. La mayoría de las noches me pasaba horas llorando, frustrada, sola, desamparada y desesperada, esperando a que amaneciera para que mi bebé sobreviviera una noche más. Aunque tenía mucho apoyo en casa tanto de mi marido como de mi suegra, no pedía ayuda. “Nadie cuidará de mi bebé tan bien como yo”, pensaba. Además, necesitaba que todos estuvieran bien despiertos por la mañana para que lo vigilaran en caso de que yo me cayera de sueño.
Una vez que mi marido despertaba, se llevaba a mi hijo y yo me permitía un par de horas de sueño. Soñaba que mi bebé moría y me despertaba aterrada y sin ganas de volver a dormir nunca más. Me pasaba los días en una habitación intentando aumentar mi producción de leche, dando el pecho y rompiendo a llorar cada vez que mi hijo hacía un ruido. Pese a que me esforzaba, no lograba producir suficiente leche. Estaba destrozada.
Mi bebé enganchaba perfectamente el pezón. Había nacido grande y fuerte y todo lo hacía bien, pero mi cuerpo se negaba a colaborar y hacer lo que se supone que es natural. Los partidarios de la leche materna aseguraban que la leche en polvo no era tan buena, ni siquiera como segunda o tercera opción. Una y otra vez, los grupos de apoyo coreaban que todas las madres pueden dar el pecho, de modo que si yo no podía, estaba siendo egoísta y dañaba a mi hijo.
Solicité donantes de leche, pero mi bebé estaba sano y no lo colocarían entre los candidatos prioritarios. Busqué por internet y me topé con advertencias de que se habían dado casos de bebés prematuros muertos por tomar leche contaminada. Pero mi bebé no era prematuro; había nacido con casi 41 semanas. Nadie entendía por qué estaba tan preocupada y yo no era capaz de explicarlo. Oía el estómago de mi bebé cuando le daba el biberón y cada trago era un puñetazo directo a mi estómago. Probé con asesores de lactancia, con métodos de extracción poderosa, con un sistema de alimentación suplementaria e incluso pesaba a mi bebé antes y después de cada toma. Nada de eso funcionó.
Sentía que le estaba fallando a este pobre bebé que acababa de traer al mundo. A lo largo del día, me echaba a llorar sin motivo. Dentro de mí, seguía pensando en las muchas formas en las que podía morir un recién nacido y lo mala madre que estaba resultando ser. No era feliz ni me sentía unida a mi bebé.
Pensaba en lo desafiante que era el embarazo, en que no había sido capaz de dar a luz de forma natural y en que mi cuerpo no podía alimentar a mi hijo. Cada vez me resultaba más obvio que no tenía que haber sido madre. Mucha gente dice que el instinto maternal aparece en cuanto nace tu bebé y que hay que seguir ese instinto. Mi instinto me decía que me pusiera a chillar porque algo iba mal. Sabía que mi matrimonio sufriría y que yo nunca me recuperaría. Sentía que había arruinado la vida de todo el mundo. También pensaba en la baja por maternidad y me preguntaba cómo iba a volver a trabajar sin haber disfrutado de mi bebé. Eso si conseguía sobrevivir tanto tiempo, porque seguramente iba a morir cuando yo no estuviera en casa o cuando no lo estuviera vigilando.
Leía publicaciones de madres primerizas que hablaban de lo entusiasmadas que estaban. Yo no lo entendía. No entendía por qué no sentía lo mismo que ellas y por qué ellas no parecían tan preocupadas como yo. Recuerdo a mi marido ensalzando a mi hijo y diciendo una y otra vez lo mucho que lo quería. Me preguntaba si estaba feliz y yo no sabía qué decirle. Lo único que sentía era esa aplastante sensación dolorosa en el corazón y en el pecho. También estaba frustrada con él porque no entendía que cada respiración de nuestro bebé podía ser la última.
Un día mi marido me confesó que estaba preocupado por mí y mi hermana me dijo que tenía que hablar con un profesional. En la revisión de las seis semanas después del parto, cuando el médico me preguntó qué es lo que más me había sorprendido de la maternidad, miré hacia abajo, avergonzada por no tener una respuesta mejor, y le dije en voz baja: “Esta ansiedad. No me la esperaba”. Me sonrió y me dijo que era normal, solo que a mí no me lo parecía. Me apetecía chillar, llorar y suplicarle que me ayudara. Quería decirle que no podía ser madre, que mi bebé iba a morir. En vez de eso, le devolví la sonrisa y me dije que quizás sí que era normal sentirme así. Que quizás las otras madres nunca me lo habían dicho. Que quizás me acompañaría esta sensación aplastante de falta de aliento el resto de mi vida. También recuerdo que pensé que no era posible vivir así para siempre.
La gente me aseguró que acabaría echando de menos esta etapa con el recién nacido. Por mi parte, durante esa etapa no hacía más que desear que creciera ya para que dejara de ser un frágil recién nacido. Contaba los días para poder ponerle las primeras vacunas y que tuviera así algún tipo de protección por fin. Sin embargo, cuando llegó ese día, rompí a llorar y me pregunté si había tomado la decisión correcta. Se me pasaron por la mente todas las advertencias que había leído en las redes sociales. ¿Me había informado lo suficiente? ¿Y si estaba inyectándole un veneno a mi bebé? Empecé a grabarle con el móvil mientras dormía para que un médico evaluara si se había producido alguna posible reacción adversa.
Mis amigos me preguntaban si me daba cuenta de cuánto había merecido la pena un embarazo tan duro. Pero en mi peor momento, cuando le di un bofetón a mi madre por toser un día que vino a visitarnos, me arrepentí de la decisión de ser madre. Era demasiado complicado y me dolía. Antes era feliz. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué le había causado a mi familia tanta ansiedad? ¿A quién se le había ocurrido dejarme tener un hijo? No tenía experiencia ni conocimientos. ¿Por qué me dejaron salir caminando del hospital con un bebé? Ni siquiera parecía un plan seguro. ¿No se daban cuenta de que este bebé moriría en mis manos bajo mi vigilancia? Tenía la mente siempre inundada con estos pensamientos.
Echando la vista atrás, ahora sé que lo que sentía era ansiedad extrema, gran parte de ella irracional, pero muy real para mí de todos modos. Mi hijo tiene 8 meses y está radiante de felicidad. Ahora me sorprende cómo mi cuerpo consiguió crear a semejante ser humano sano, grande y precioso. No sé exactamente cómo empezaron a mejorar las cosas, pero por suerte así fue. De lo contrario, habría acabado buscando ayuda. Terapia y medicamentos, si hubiera hecho falta. Todavía peco de sobreproteger a mi hijo. Sigo entrando en pánico y reaccionando de forma exagerada en ocasiones, pero todos los días me esfuerzo por mejorar.
Una mañana, mi marido se despertó y me vio achuchando y hablándole a nuestro pequeño y dijo: “Te veo mejor. ¿Y has cambiado de opinión sobre tu hijo, ¿no?”. Se le veía muy aliviado. Durante todo ese tiempo pensé que solo sufría yo, pero mi ansiedad nos afectó a todos.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.