Mi aborto en la semana 20 me enseñó todo lo necesario sobre ser madre
Una ecografía rutinaria puso mi vida patas arriba.
Un mes antes me habían dicho que mi bebé era chico. En la segunda ecografía, con 19 semanas de embarazo, la técnica de imagen estaba igual de habladora y animada y volvió a confirmarme el sexo del bebé.
Supongo que fue intuición de madre lo que me provocó un nudo en la garganta cuando terminó de tomar medidas. En cuanto acabé de limpiarme el gel de mi abultado vientre, me condujeron a una habitación pequeña. En cuestión de cinco minutos, estaba reunida con varios especialistas hablando de una enfermedad de la que nunca había oído hablar. Palabras como como “defecto congénito fatal”, “sin esperanza de supervivencia” y “aborto preventivo” resonaban en aquella sala blanca al tiempo que podía sentir a mi segundo hijo en mi útero luchando por su vida. La única herramienta de la que disponía para guiarme en la impensable posibilidad que se había abierto ante mí de repente era el amor incondicional que sentía por mi pequeño, así como mi capacidad para sacrificar mis deseos por el bienestar de mis hijos.
Con poca experiencia tomando decisiones vitales (literalmente) como esta por mi hijo, recordé algo que aprendí en la Universidad. Estudié la cultura de la Antigua Grecia, que disponía de múltiples palabras para designar distintas clases de amor. Uno de esos tipos de amor es agápē. Lo fundamental de este amor, más allá del contexto teológico cristiano, es el amor incondicional que prioriza el bienestar del ser amado. Este término se reservaba para las relaciones en las que había amor y cuidado profundo por el bienestar de la otra persona, a menudo por encima de las necesidades y deseos de uno mismo. Lo que mejor representa esta clase de amor extraordinario es el amor de una madre.
El agápē que sentía por mi primer hijo solo requería pequeños sacrificios mundanos que se dan por supuestos con la crianza de un niño, pero no fue hasta ese momento, en la oficina del médico, embarazada de cinco meses de mi segundo hijo, cuando me enfrenté a una decisión que requeriría un sacrificio de amor incondicional que me cambiaría la vida.
A mi hijo pequeño le habían diagnosticado un problema conocido como hernia diafragmática congénita. Me dijeron que solo había un 50% de probabilidades de supervivencia inicial entre los niños con esta enfermedad. El problema era que el diafragma de mi hijo tenía un agujero enorme que permitía que todos los órganos que normalmente se desarrollan por debajo del diafragma crecieran por encima, en el pecho. Debido a esto, su corazón no tenía sitio para desarrollarse debidamente y sus pulmones estaban deformados.
La magnitud de los daños en el interior de su cuerpo limitaban sus probabilidades de supervivencia casi a cero e imposibilitaba una operación tras el nacimiento. Tenía dos opciones: prolongar el embarazo cuatro meses más sabiendo que no sobreviviría o poner fin al embarazo. A causa de las restricciones legales del aborto en el estado de Pensilvania, solo tenía siete días para tomar la decisión más complicada de mi vida.
Durante la siguiente semana, reflexioné sobre cómo sería mi vida en los siguientes cuatro meses de embarazo, notando cómo crecería y me pegaría patadas mi hijo, consciente de que cada día estaría más cerca de su muerte. En esta época repetí mucho las palabras “tengo el corazón hecho pedazos”. Echando la vista atrás, suena muy tópico para describir mi sufrimiento. Cada patada que sentía de mi hijo al despertarme era una tortura, una forma cruel e inusual de castigo.
Le recé a Dios a menudo para que me llevara a mí y no a mi hijo, tan a menudo como me desplomaba sobre las rodillas y gritaba de rabia. No dejaba de preguntarme por qué me pasaba esto a mí, si era una buena persona. Veía a otras madres con sus bebés sanos que seguían con sus vidas y que se quejaban por asuntos que ahora me parecían insignificantes. Me daban ganas de agarrar a estas madres y chillarles: ¡Deja de limpiar! ¡Aprecia a tu bebé sano! Me preguntaba si otras mujeres alguna vez pensaron lo mismo al verme con mi primer hijo. Lloré por todos los momentos en los que había estado demasiado ocupada como para apreciar lo bueno y lloré por las otras mujeres también. Me di cuenta de que no habría final feliz independientemente de la opción que escogiera.
Como madre, quería llevar en mi interior a mi hijo el mayor tiempo posible. Tenía esperanzas en cualquier procedimiento, técnica, teoría o máquina que pudieran tener los médicos. Pensé en un montón de milagros y en la posibilidad de que me sucediera uno a mí. Nunca he sido especialmente espiritual o religiosa (ni muy afortunada, como habían demostrado las circunstancias). Al ser alguien que siempre confiaba en evidencias realistas, hice frente a los hechos que me habían expuesto. Imaginé lo indescriptiblemente horrible que sería para mi hijo llegar a un mundo nuevo y terrorífico, quizás sufriendo dolor desde el primer momento. Después de conocer varias segundas opiniones, descubrí que su pequeño cuerpo sería incapaz de vivir fuera de mi útero y que no había nada que pudieran hacer o inventar los médicos o los cirujanos para salvarlo.
Después de los peores siete días de mi vida, tomé la decisión de poner fin a mi embarazo. En mi mente, había tomado la decisión de acabar con la vida de mi hijo. Hubo muchos factores que tuve que considerar: mi propia capacidad mental para hacer frente al problema, la felicidad y la estabilidad de mi primer hijo y, sobre todo, el bienestar de mi hijo fatalmente enfermo. Supe que yo no era capaz de soportar cuatro meses más de tortura. También sabía que tenía a un hijo sano de tres años que necesitaba que su madre estuviera cuerda para cuidar de él.
Cuando llegó el día planificado para poner fin a mi embarazo, estaba en un mar de dudas. Al médico y sus asistentes les costó un tiempo inyectarme en el útero la aguja por la que pasaría la sustancia química que detendría el corazón de mi hijo. Todos mis instintos de madre chillaban: ¡Protege a tu hijo!, y yo seguía ahí tumbada, permitiendo que unos desconocidos con batas blancas terminaran con su vida. Decir que me pareció antinatural es quedarme corta. Por primera vez en siete días, mis lágrimas salieron silenciosas. Era algo mucho más profundo que la capacidad física de mis cuerdas vocales lo que me silenciaba. En ese momento, mi subconsciente debió de sentir que era más de lo que podría soportar, de modo que, por un momento, se dejó arrastrar.
Volviendo a casa, en la radio sonaban villancicos y por la ventana del coche veía caer los copos de nieve. Tras el aborto, pensaba que mi hijo fallecería casi inmediatamente. Sin embargo, estuvo removiéndose y pegando patadas durante dos horas después de la inyección. Durante estas dos horas, le canté nanas y le estuve hablando del hermano mayor que no llegaría a conocer. Le pedí perdón desesperadamente por la decisión que había tomado. La última vez que le noté moverse dentro de mi útero, de algún modo supe que sería la última, y así fue. Después de 12 horas de parto, nació el 6 de diciembre de 2011 y solo pesó 450 gramos. Lo llamé Azlend en honor de Aslan, el valiente y poderoso león de uno de los libros favoritos de mi infancia: Las crónicas de Narnia: El león, la bruja y el armario. Al día siguiente, organizamos el funeral.
Echando la vista atrás ahora, no estoy segura de cómo superé los siguientes días o meses. No paraba de preguntarme si había tomado la decisión correcta y a menudo me convencía a mí misma de que me había equivocado. Me asaltaban las pesadillas y un sentimiento abrumador de culpa. Hablaba con mi madre sobre mis sentimientos y ella sollozaba a mi lado mientras me decía: “Ojalá pudiera llevarme todo tu sufrimiento”. Al oír sus palabras, volví a acordarme de la palabra agápē, ese amor incondicional que prioriza el bienestar de los seres queridos. Fueron sus palabras las que me hicieron darme cuenta de que yo era como tantísimas otras madres.
A algunas personas, un aborto preventivo les puede parecer injusto o cruel, pero para mí, siempre será la máxima expresión del término agápē. Me dieron la oportunidad de aliviar el sufrimiento de mi hijo asumiéndolo yo y eso es lo que hice. Estoy segura de que siempre me perseguirán las decisiones que tomé durante esos siete días. A día de hoy, aún me veo obligada a recordar de muchos modos mi decisión final. Aunque siguen pasando los años, sigo llorando al ver a mujeres con sus bebés y los villancicos me siguen trayendo a la mente recuerdos trágicos en vez de mágicos.
John Greenleaf Whittier, un sabio poeta estadounidense, escribió: “De entre todas las palabras tristes, habladas o escritas, las más tristes son estas: ‘Podría haber sido’”. Cuando era joven, me gustaba cómo sonaba, pero solo después de perder a mi hijo comprendí de verdad su significado. Y no pierdo de vista esas palabras cuando interrumpen mi día a día pensamientos de lo que podría haber sido.
Nunca dejaré de preguntarme si Azlend habría hallado el modo de luchar contra toda estadística si no hubiera interrumpido el embarazo. Y nunca sabré con certeza si tomé la decisión correcta. Ese ha sido el pensamiento más duro al que hacer frente. Sin embargo, sé que la decisión de poner fin a mi embarazo me ha enseñado más de amor de madre de lo que jamás había creído posible.
Ser madre es mucho más que dar besos en los rasguños, asegurarse de que se toman las verduras y se lavan los dientes. Ser madre para mí significa amar a otra persona de tal modo que queden en un segundo plano tus deseos y necesidades para hacer lo que consideras que es mejor para ellos. Las dudas y las incertidumbres que afronta una madre cuando toma decisiones que afectan a sus hijos forman parte de ser madre. Lo único que puede hacer una madre es confiar en que su amor incondicional y altruista la lleve a tomar las decisiones correctas para sus hijos. A veces notas la mejor sensación del mundo y en otras ocasiones se te rompe el corazón de un modo irreparable. En ambas circunstancias, he aprendido que el amor de una madre se impone ante cualquier otra cosa en el mundo. El amor de madre es agápē en su mayor espendor.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.