Memoria de lo que fuimos
Los libros de viaje de Cela son tan extraordinarios que ni sus más enconados enemigos pudieron dejarlos a un lado.
Todavía quedan buenos tenderetes de libros viejos en Madrid. Además del impagable paseo de la Cuesta de Moyano (por más que cada vez haya en sus mesas más saldos premasticados y menos libros de lance), disfruto en el quiosco de Alonso Martínez (que hasta no hace mucho ocupaba la caseta de un antiguo urinario público, lo que me recuerda las dudas que tenía Umbral cuando frecuentemente elogiaban la frescura y la aparente facilidad de sus textos: “Joder, Paco, escribes como meas.” “Nunca sé si es un elogio literario o prostático”, remataba él) o en las librerías que con dos caballetes y una tabla convierten las aceras de Malasaña o las del Rastro en un mostrador de poemas secretos y novelas desahuciadas.
Durante mi último paseo, y mientras las fachadas se derretían, topé en una de de tales cuevas de Alí-Babá con un ejemplar de Oficio de tinieblas 5, libro cuya fama siempre me había hecho recular. Pudo más el afán de aventuras que la prudencia (quién sabe si por causa del calor), eché mano a la cartera (era tan barato que sobraba con el argent de poche que se arroja a un clochard), y pocos minutos después me calaba las gafas para atender como se merecían al texto recién adquirido y al doble de cerveza tan mal tirado que a punto estuve, emulando a Cantinflas, de pedir otro con la espuma aparte.
Así anda la hostelería. Recordé al gallego lacónico que cuando contrataba a una nueva víctima le adoctrinaba de esta guisa:
-En esta taberna es fácil, chaval; pan comido. A todo lo que se mueva le sonríes. Al resto, le pasas la bayeta.
Los tres vasos que vacié con resignación apenas bastaron para asimilar el laberinto en el que acababa de adentrarme. Mónada tras mónada (tal es el nombre que Cela adjudicó a cada uno de los textos que se suceden, sin que nada alivie la tensión, formando un puzzle literario cuya imagen nunca se muestra completa), asistí a un ritual oscuro en el que se desuellan palabras con las cuchillas de la crueldad y la piedad irónica que habitan todos sus escritos. Puro banquete de irracionalidad y de erotismo desgarrado.
Que en el Macondo celestial me disculpe mi añorado García Márquez, pero seguiré defendiendo que el más justo Premio Nobel de las letras hispánicas, saltando por encima de Asturias, Neruda, Aleixandre, Octavio Paz, Vargas Llosa… es, sin dudarlo, el de Camilo José Cela. Si la memoria es la fuente del dolor, y antes de que el alzheimer seque la mía, quiero dejar bien clara esta profunda convicción.
Frente a la tosquedad y la pobreza de nuestro lenguaje actual (nos conformamos con escribir cuatro palabras y tres abreviaturas tan mal construidas como hilvanadas, por no hablar de la deplorable solución, que nos facilitan las redes sociales, de cambiar frases por dibujitos vergonzantes), la endiablada riqueza léxica y gramatical de Cela, su sorprendente expresividad, su ironía, se me antojan escapadas de un tiempo que nunca llegó a suceder; un tiempo al que no tuvimos derecho.
También Umbral forma parte de esa otra dimensión. La libertad con que creaba palabras (“utopías cuatrocamineras”) estaba más cerca del flexible alemán que del rígido castellano.
Cuando el gallego se sentaba a la mesa de Viridiana, no había huevos suficientes para saciar sus ganas.
-¿Quiere otra sartén de huevos con trufas, señor Cela?
(Yo siempre le llamé “señor Cela” porque tengo para mí que “don Camilo” tenía mucho de personaje literario, y prefiero compartir tertulia con gente de verdad, no con quimeras.)
-Hace, no quiero desairarle.
El señor Cela prefería responder “hace”, “venga” o “estamos” (por “estamos de acuerdo”) al, ya viejo para nosotros, “vale”. Nunca le pregunté por la invasión del americanismo “ok”, pero no me cuesta imaginar su conclusión:
-Todo cabe en el zurrón de la lengua, pero cargarlo con aquello que no se precisa no me parece propio de gentes de bien.
Su capacidad de síntesis quedó sobradamente probada en el navajazo literario del Pascual Duarte: tras su enfrentamiento con Zacarías, en el que la víbora de la navaja sacó su lengua, el protagonista, de vuelta a casa y hablando con un paisano “locuaz”, supo el número de puñaladas asestadas y que la víctima podía seguir fumando.
-¿Dónde le di?
-En un hombro.
-¿Muchas?
-Tres.
-¿Sale?
-¡Hombre, sí! ¡Yo creo que saldrá!
Me moría, me muero de envidia ante esa sabiduría literaria que le permitía meterse en la íntima y austera raíz del lenguaje y en la sufrida piel de un campesino, a él, que venía de una burguesía del asfalto, bien adinerada y mejor comida.
La misma sabiduría, rebrincada, enamorada y juerguista, que le llevó, poniendo un pie delante de otro, a recorrer media península sin más compañía que la de su erudición y, en el tramo cantábrico, la de Monsieur Dupont, el francés que malvivía a fuerza de vender molinillos de papel por las ferias (Labordeta entregó su aspecto a Dupont para siempre, mientras Nicolás Dueñas se agrandaba como actor -como si lo necesitase- interpretando al vagabundo, en una serie de televisión que agradecería repusieran en medio de tanta banalidad).
Los libros de viaje de Cela son tan extraordinarios que ni sus más enconados enemigos pudieron dejarlos a un lado cuando quisieron narrar la realidad que restallaba al pisar los terrones de los más tristes sembrados.
Bastan estas pocas líneas de su Viaje al Pirineo de Lérida, eróticas, tranquilas, propias del Arcipreste o del buen Marqués de Santillana, para sentir, como un pellizco en el paladar, el sabor de la literatura:
“El viajero, alimentado de truchas rojas, peces que tienen la carne muy recia y amativa, se mete por el camino del monte y llega, a la media tarde, hasta las bordas de Perefita, por encima de las bordas de Clavillans, en cuya última soledad una zagala prieta y sordomuda y aromáticamente verrionda le brinda la revolcada y violenta merced de su compañía y el queso y la miel silvestre de su amorosa carne de potranca”
O el final del Primer Viaje Andaluz, que me guardo en el morral para no hurtarles páginas de una prosa certera y bruñida como un reloj con montura de oro.
Olvídense para siempre de esa imagen desenfocada y parcial, con bromas de palangana, hostia al gacetillero (que se merecía dos), exabruptos sobre el Premio Cervantes, o airadas respuestas acerca de cuya pertinencia nadie se ha molestado en indagar. Recuerden al humanista entregado con alma y arrobas a la noble causa de la cultura.
¿Cómo ignorar al hombre que organizó los Encuentros Poéticos de Formentor, al creador de Papeles de son Armadans, al que rompió una lanza en favor de Sábato, Gabriel Celaya y Alfonso Grosso cuando más lo necesitaban?
Pero yo me quedo con el señor Cela que esperaba a dar cumplida cuenta de un menú inacabable para conversar sin prejuicios de cualquier asunto que se posara sobre el mantel; el señor Cela que recordaba a Baroja con admiración y nostalgia.
-Créame, Abraham, que hasta el día de hoy, nadie ha leído bien a Baroja. Y los escritores menos que nadie.
O a su maestro Gregorio Marañón, mentor de la mejor República posible.
-Marañón cometió el único pecado que los españoles no perdonan: fue un hombre inteligente –apuntaló la sien- Y -levantó el cuchillo- recto.
Escribía con un pie en la vida y otro en la literatura, y entraba con ambos, y el paso cambiado, en la cultura y en la mesa.
Así se desangraban las primeras y sentidas palabras que nos regaló (“Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”). Y hasta las últimas (“un camino sembrado de pepitas de oro que termina en el cielo de los marineros muertos”) continuó premiándonos, explorando almas, trochas, tabernas, historias y estilos.
Cuando se bajó del tren en Atocha, en su primer viaje a Madrid, tuvo el cuajo de ir a la oficina de la estación y exigir al encargado de los avisos que anunciara por megafonía la llegada del famoso escritor Camilo José Cela, acción que el funcionario llevó a cabo con diligencia y sin preguntas.
Muchos años después, se reía de aquel arranque de soberbia juvenil.
-Créame, amigo Abraham: para el éxito –dijo rebañando el plato- sobra el talento. Para la razón, ni basta.
Supe más tarde que aquellas palabras estaban escritas en la piedra de uno de los muchos monumentos que le recuerdan en la Alcarria.
Prefiero, en su honor, las que me advertían desde una fachada de Tirso de Molina que ni el país, ni el paisaje ni el paisanaje han cambiado tanto por más pátina moderna con que pretendamos esconderlo:
El Lute ha güerto. Vigila tus gallinas