Memes: vacunas emocionales en tiempos de crisis
Esa dosis de humor corrosivo y apocalíptico, han sido el antídoto para hacer frente a las malas noticias, el mejor bálsamo para el alma.
No han sido ni las cervezas ni las provisiones desmedidas de papel higiénico las que nos han ayudado a sobrellevar las largas horas de confinamiento coronavírico, han sido los memes, esas dosis de humor disruptivas. Se han convertido, semana tras semana, en los mejores cortafuegos en la gestión del estrés y del miedo.
Thanatos y Eros son los motores del mundo, los que dan el sentido último a nuestra vida. Es muy posible que la risa, un elemento consustancial al ser humano, aflorase en el preciso instante en el que el Homo sapiens descubrió que era finito.
En términos evolutivos, la risa surgió hace entre cuatro y dos millones de años a partir de groseros e incontrolables jadeos que nuestros antepasados emitían mientras jugaban. Más adelante fueron capaces de modular a voluntad el sistema motor facial y, desde entonces, la risa se ha convertido en un analgésico cultural.
Pero, no nos engañemos, la risa también tiene sus detractores, que consideran al humor en general, y a la risa en particular, como una forma de frivolizar los problemas, un elemento que, lejos de sublimar el horror, banaliza los dramas humanos.
Platón veía en el hábito de reírse una manifestación de la arrogancia, muchas veces injustificada. Para este filósofo griego, habría que prohibir reírse a los guardianes de la República.
Una visión muy diferente fue la que tuvo Immanuel Kant, que entendía a la risa como un símbolo de agudeza e inteligencia, el vínculo indisoluble que une el cuerpo con el alma. Para él, no nos reímos de alguien, sino con alguien.
El humor es un mecanismo irreverente que nos ayuda a enfrentarnos a la angustia, al dolor y a la incertidumbre, una triada que gobierna nuestro estado de ánimo en estos días. A lo largo del confinamiento una ingente cantidad de memes han inundado los grupos de WhatsApp mientras nos arrellanábamos en nuestra poltrona, un hecho que es digno de estudio o, al menos, de reflexión.
En el año 2013 un psicólogo estadounidense analizó el tiempo que tiene que transcurrir para que una catástrofe sea objeto de chiste. Observó que las bromas nos empiezan a hacer gracia a partir de la segunda semana y que el momento de mayor productividad se produce en torno al trigésimo sexto día. Sin duda alguna, la COVID-19 ha roto todas las estadísticas.
El 24 de febrero de 2020 se creó la cuenta @Coronavid19 y sus tweets pronto se hicieron virales dejando una larga estela de “me gusta” a lo largo del universo virtual. Mensajes sarcásticos como “Esta semana estaré en Tenerife firmando bajas” o “Anulo eventos por encargo” nos han provocado sonrisas, a pesar de las desoladoras cifras a las que nos enfrentábamos informativo tras informativo.
Los memes, esa dosis de humor corrosivo y apocalíptico, han sido el antídoto para hacer frente a las malas noticias, el mejor bálsamo para el alma. Una armadura invisible, un bastión de resistencia, que nos ha protegido de las sombras más lúgubres de los noticiarios.
Día a día asistimos a una frenética competición para crear la ocurrencia más original, y cuando parece que es imposible innovar con algo nuevo, decenas de memes cobran vida en las redes y diseccionan la realidad de forma minimalista. Son las mejores muestras de creatividad, estrategias narrativas en forma de microrrelatos.
Ya lo decía Sigmund Freud, el humor es una forma de estar en el mundo. Seguro que si el austriaco hubiera estado confinado con nosotros habría disfrutado con estos festivales cáusticos.