Me quedé viuda por sorpresa a los 29 y luego descubrí las infidelidades de mi marido
No está bien visto que las viudas encuentren la felicidad. Es como si nuestro derecho a ser felices hubiera muerto con nuestros cónyuges.
Trato de reprimir el repentino pánico que me invade cuando veo a un grupo que hay dos mesas más allá.
Mi novio está sentado a mi lado, aplaudiendo y animando mientras nuestro amigo berrea una apasionada y desafinada versión de Rocket Man. Sin darse cuenta de la actuación circense que está teniendo lugar en mis tripas, se une a los coros de la multitud. Me alivia que esté distraído. Necesito un momento para pensar en un plan.
Después de siete meses aprendiendo a gestionar las situaciones más incómodas imaginables, alcanzo el nivel profesional. Ni luchar a diario contra mi compañía hipotecaria ni sonreír con amabilidad durante conversaciones que me dan ganas de arrancarme el pelo a puñados son situaciones suficientemente graves para sacarme de quicio.
Pero esta situación es diferente. No hay ningún límite profesional. Se me crea un nudo en el estómago y me arriesgo a mirar el rostro familiar que hay dos mesas más allá. Su mirada se cruza con la mía y su rostro refleja su molestia. El terror me mantiene atornillada a mi asiento. Tengo demasiado miedo para huir por si me agarra del brazo al pasar a su lado, pero estoy demasiado histérica como para fingir que todo va bien.
Porque no va bien. Nada bien. Estoy en medio de una cita mirando al mejor amigo de mi difunto marido.
Las miradas amenazantes provienen de Tim, el antiguo compañero de cuarto y compañero de buceo de mi difunto marido. Parece borracho y nada feliz de verme ahí, entre perplejo y enfadado. No puedo decir que le culpe por ello; visto desde fuera, me he quedado viuda hace poco y me lo estoy pasando bien con un desconocido. Sin embargo, el estado social de Facebook “Es complicado” ni se acerca a describir lo que he tenido que soportar.
No soy una viuda convencional. Para empezar, soy joven, solo tengo 29 años. Además, mi duelo no está definido por la tristeza de la pérdida, sino por la rabia de la traición. Cuando Max murió hace 7 meses, nuestro matrimonio iba mal. De hecho, jamás debería haber aceptado su petición de mano, pero ese barco zarpó dos años atrás, cuando se arrodilló. Habíamos pasado ya por una sesión de terapia de pareja y teníamos otra pendiente, pero sabía que no íbamos a superar esta tormenta.
Cuando pienso en mi matrimonio y en lo que sucedió, mi cerebro empieza a crear metáforas marítimas. No es nada extraño teniendo en cuenta que Max murió el día de Acción de Gracias del año pasado en un accidente de buceo. Irónicamente, era uno de los profesionales más reconocidos de su sector. Solo tenía 30 años.
Todas las viudas comparten ciertas experiencias. Se nos graba en la mente aunque no lo queramos el recuerdo detallado del día en el que nuestro estado social cambió. El tiempo pesa más, como si te arrastrara al fondo del mar, te cuesta más moverte y cuando lo haces, lo haces despacio. Los días se convierten en fragmentos de personas que flotan y se van en silencio. Nuestros dedos no dejan de llamar por teléfono para dar la noticia y, en mi caso, seguir llamando sin pausa para no tener que pensar. Porque ahí radicaba el peligro, en las pausas.
Esos momentos nos unen a todas las viudas, nos guste o no. Nora McInerny lo explica claramente en su libro The Hot Young Widows Club: “Sentimos mucho que estés aquí, pero nos alegra que nos hayas encontrado”. El segundo golpe que recibí poco después de la muerte de Max me permitió acceder a un grupo mucho más selecto y menos deseable, aunque es más numeroso de lo que la gente se piensa.
Al final de un matrimonio, ya sea por fallecimiento o por divorcio, los secretos salen a flote independientemente de lo mucho que deseemos que permanezcan sumergidos. La gente siempre me pregunta cómo lo he descubierto, con la voz teñida de incredulidad o de curiosidad descarada.
En mi caso, fueron seis semanas. Seis semanas sintiéndome avergonzada, triste y responsable por la muerte de Max. Una tristeza que cargaba a mi espalda por haber dado a conocer que había dudas en nuestro matrimonio. Por tener un pie fuera de un matrimonio que en el fondo sabía que no iba bien desde el principio. Seis semanas preguntándome si nuestros problemas matrimoniales lo habían distraído cuando estaba buceando. Seis semanas de culpabilidad por el alivio de ahorrarme un divorcio infernal en el que Max estaba pagando el precio máximo.
Y aquí llega el secreto desagradable: Max me ponía los cuernos desde el día en que nos conocimos. Teníamos citas juntos y él tenía citas por su cuenta. Nos prometimos y él seguía teniendo citas por su cuenta. Nos casamos y él no dejó atrás su prolífica vida sexual. Todo sin saberlo yo. No fue hasta que un amigo me llamó por teléfono a las seis semanas de duelo y me dijo: “Si supiera algo malo sobre Max, muy muy malo, ¿querrías que te lo contara?”. Respondí que sí sin dudarlo. Y entonces vomité.
Empecé una exhaustiva investigación en su móvil. Pasé días encorvada sobre el escritorio con una pila de papeles y un subrayador amarillo. Cuando empezó a haber más amarillo que blanco, empecé a investigar miles de correos y fotografías para relacionar fechas y quedadas de las que yo no tenía ni idea. Un correo enviado justo antes de salir de trabajar. Mensajes de texto recibidos en mitad de la noche y posteriormente eliminados del móvil.
El abismo entre la clase de duelo que estaba sufriendo y el que la gente creía que estaba sufriendo era enorme. Mi psicólogo definió mi duelo como “complicado”. Estaba furiosa y alimentaba mi rabia descubriendo hasta el más mínimo detalle.
Cada vez que descubría a una nueva mujer con la que me había puesto los cuernos me pegaba al teléfono para llorar y maldecir el nombre de mi difunto marido con mis amigos. Mi vida se había convertido en una telenovela: el marido le pone los cuernos a la esposa, el marido muere y la esposa tiene que afrontar la realidad de las muchas mujeres con las que él le fue infiel.
Pero pese a mi cabreo, estas terribles verdades rara vez salen a la luz. La sociedad sigue pensando que no debemos hablar mal de los muertos, lo que hace casi imposible que la gente pueda contar sus experiencias con las imperfecciones de personas muertas. Yo acaté esa convención.
Por respeto a su familia y por la vergüenza de haber sido engañada, decidí contárselo solamente a mis allegados. Así, quienes quisieron seguir guardando duelo por Max pudieron mantenerle en un pedestal. Aunque funcionó para ellos, a mí me supuso un alto coste.
Desarrollé un intenso reflejo nauseoso y ni siquiera era capaz de lavarme los dientes rápido sin vomitar. La verdad aguardaba al fondo de mi garganta y me castigaba así por no liberarla.
Siete meses después de la muerte de mi marido, aquí estoy, sentada con mi novio en un bar intentando retomar una vida normal, y ahí está el mejor amigo de mi difunto marido, borracho con sus amigos y mirando a la viuda de su amigo traicionándolo con otro hombre. Pero yo sé algo que Tim no sabe. O peor, quizás lo sepa y le dé igual.
Rocket Man se acerca a su apoteósico final justo cuando he decidido que hace falta un cambio de escenario. Aunque he sido abierta y transparente con mi novio, hay una gran diferencia entre oír hablar de un marido muerto y que su existencia te golpee en la cara un sábado por la noche. Tim no parece pensar con claridad y lo último que quiero es armar un escándalo.
Me acerco a mi novio y le digo por qué tenemos que irnos mientras hago lo posible por mantener mi vergüenza a raya, aunque por dentro estoy muerta de vergüenza. Tener citas siendo viuda no es algo demasiado atractivo. Además, quiero proteger mi relación de aquellos que no conocen la versión completa. Por suerte, mi novio es un tío comprensible en el que puedo confiar.
Me coge de la mano y conseguimos salir de la mesa dando un rodeo hacia las escaleras traseras sin tener que pasar junto a Tim. No necesito verle para saber que sus ojos inyectados en sangre no han dejado de mirarme ni para parpadear. No sabría decir si fue el peso de su mirada o la vergüenza lo que más tardó en abandonarme.
Salimos a la calle y terminamos de pasar la noche en un bar al otro lado de la manzana. Aunque me alegro de que no haya pasado nada, tardo semanas en volver a sentirme cómoda de nuevo. Max se me aparece en cada esquina durante meses. Años.
En general, no está bien visto que las viudas encuentren la felicidad. La comunidad que las rodea dicta y determina lo que es un comportamiento “apropiado” en una línea temporal que no está escrita y que debemos seguir. Si nos desviamos de esta línea, nos juzgan sin mucho disimulo y, en ocasiones, con manifiesto desprecio. Es como si nuestro derecho a ser felices hubiera muerto con nuestros cónyuges; si tratamos de resucitarlo demasiado pronto, nos estigmatizan.
Al final, llegué a un punto en el que dejé de sentirme como si fuera a encontrarme a algún conocido y, cuando se daba el caso, las situaciones incómodas se volvieron llevaderas. En vez de achicarme con las manos sudorosas y un doloroso pálpito en el pecho, respiraba hondo varias veces y cuadraba los hombros. Progresos.
Ahora, con 42 años y con el tiempo de mi lado, echo la vista atrás. Con todos estos sucesos en el retrovisor, me resisto al impulso de criticar mis decisiones. Me gustaría pensar que si volviera a pasar por ello sacaría la verdad a la luz en vez de tragármela hasta atragantarme, pero tal vez no lo hiciera. Tal vez sería demasiado para mi yo de 29 años, una mujer perdida que braceaba desesperadamente para seguir a flote tras el naufragio. No hacía nada malo, hacía lo que podía.
He acabado entendiendo y valorando lo que me pasó, la presión interna y externa de ser una viuda joven en aguas inexploradas y traicioneras. Guardo mucho amor y perdón hacia mi versión más joven, y también mucha gratitud, porque sin ella, no sería quien soy hoy, una mujer felizmente casada y (casi) libre de metáforas marítimas.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.