'Me importa un comino'
Relatos a la sombra: los cuentos de Abraham García.
El tío Sotero, un pastor sabio —por más que firmara con el dedo—, con el que compartí en mis días agraces rebaño, migas e intemperie, cuando los lobos hacían de las suyas y alguna oveja se despeñaba en la huida, solía reservarse la ubre como bocado más preciado. Láctea carne que guisaba, sobre un mortecino fuego de jara, en su gastado caldero. Alguna vez tuve el alto honor de meter mi cuchara de cuerno en aquel festín, y sesenta años después, aún retorna a las papilas de mi memoria su untuosidad láctea y un deje de comino, pimentonado y picante.
Sesteando junto a la Fuente de la Teja, me narró esta broma que juró verídica. Aclararé que en mis Montes de Toledo, comino, obviamente por similitud fonética con chumino, era, en aquel tiempo opresivo y sepia, uno de los tantos nombres con que se aludía al sexo femenino y, por ende, malsonante.
Y ocioso recordar que, presumiblemente heredado del árabe que habita en nosotros, toda familia era conocida por su preciso mote, su heredado apodo.
El mote adquiría tal protagonismo en mi comarca, que cuando en pleno Plan Marshall nos sobornaban con leche en polvo, y al pasar lista, alguno perdió la vez al no reconocer cómo se llamaba.
-“¡Antonio, bolo, que te están llamando, joder!” —Y Albarcas recogía el suministro—.
A cualquier forastero que pernoctara en mi aldea, aunque fueran días, se le marcaba con el mote propicio.
Recuerdo a los asilvestrados descorchadores (que cada nueve años permitían a los chepudos alcornoques cambiarse de camisa), que provenían de la raya entre España y Portugal. Diestros en el manejo de la armónica, pronto encandilaban a las mozas, deseosas de que alguien las mintiera con otro acento.
Uno de la recua, en las faldas de La Barrera, por encima de la percusión del hacha y silenciando a las chicharras cantaba canciones tristísimas. Mi abuelo Tomás, mientras acometía las migas, farfulló:
- “Joder… ¿Y a eso le llaman cantar?”.
-“Es su costumbre”, intervino mi abuela. “A Doña Lupe, la maestra, le gustan. Me ha dicho que cantan enfados”.
– “No me jodas, donde estén Molina, Valderrama, la Paquera... No me compares, mujer”.
En la taberna, el agitanado y fornido capataz, sabedor de la norma de bautizar de manera jocosa, sentenció el primer día: “Ojo conmigo señores, que a mí —y se golpeó el corazón—, mote no me pone ni Dios. ¡Ni Dios!, que quede claro”.
Mi abuelo dejó caer la ficha de dominó, mientras ordenaba a voces: ¡A ver, Herminia, venga una ronda de pitarra para “ni Dios” y sus muchachos!
Antes de la matanza, la zagala, montada en un rucio, se acercó por senderos de cabras a Espinoso del Rey (único pueblo medianamente importante de la zona en cuya plaza se alza desde el siglo XVI un siniestro ‘rollo’ para ejecutar, lo que confirma que allí la civilización llegó primero) para comprar comino entre otros avíos.
Se apeó al llegar a la Fuente de la Teja y dejó que la burra se saciara y podara los berros. Ella, arrodillándose, se lavó la cara y bebió hondamente en el cuenco de su mano. Luego repitió esa acción una docena de veces.
Doce buchitos, doce plegarias de agua por aquellos de su familia que ya no estaban. Que ya no bebían.
Llenó una botella que extrajo del serón, golpeó el corcho y emprendió la marcha.
En la tienda, mientras exhalaba aquella mezcolanza de aromas en la que se trenzaba la punzante pimienta con el humo de las chacinas y el salitre del bacalao, fue relatando su letanía: tripas, pimentón, cuerdas, sal gorda, pimienta blanca… se le atragantaba el comino. Mirándose las albarcas, ruborizada y carraspeando acertó a decir: “Póngame también cuarto y mitad de… especias reservadas”.
El tío Mariano, mientras formaba un cucurucho de papel de estraza como el capirote de un penitente, inquirió mirándole a la cara: “Oye, ¿tú de quién eres, que no te saco por la pinta?”.
″¿No me conoce? Soy Dorita, la menor del tío Polla Negra”.