Me enamoré del hijo de mi casera y estamos pasando juntos el confinamiento
Esta variopinta familia me ha aceptado como un miembro más y me ha permitido sentirme parte de un grupo, como tanta falta hace en estos momentos.
Hace seis meses, estaba pegada a la pared, bajando de noche por unas escaleras terroríficas y tratando en vano de quedarme lo más quieta posible. Me estremecía con cualquier crujido de la madera. Avanzaba de forma furtiva por un pasillo que aún no me era familiar y, finalmente, respiraba hondo cuando llegaba a la habitación de mi novio, un piso debajo de la mía.
Cuando me mudé a Alsacia (Francia) el otoño pasado para dar clases de inglés, encontré por suerte una habitación barata de alquiler en la planta superior de la casa de una familia medio francesa y medio británica. Contando los tres perros enormes que hay, tengo ocho compañeros de piso: una madre, un padrastro y sus dos hijos y una hija, todos más o menos de mi edad. Bueno, en realidad son nueve si contamos también a Carmelito, el escandaloso gallo que hay al otro lado de mi ventana. Uno de los hijos, Julien, un rubio fornido, me recibió con una sonrisa cálida y segura y con un acento francés adorable.
Una semana después de cruzar el umbral de su casa en octubre, con unas maletas enormes y una sonrisa tímida, me enfrenté al primer obstáculo: el banco. Con los prejuicios de la burocracia francesa rondándome la mente y con miedo de la reunión que tenía a las 9 de la mañana del día siguiente, sin darme cuenta estuve a punto de chocar con Julien, que estaba fumando en el patio.
“Te llevo en coche si quieres”, me dijo.
Así pues, a las 8:30 de la mañana siguiente, me llevó. También me acompañó dentro del banco y me ayudó a traducir “comisión por sobregiro” y “cajero automático”.
Esa misma semana, llamó a mi puerta. “Nos vamos a hacer senderismo. Prepárate”.
Llegamos hasta la cima del Hartmannswillerkopf, un pico de la cordillera de los Vosgos rica en historia de la I Guerra Mundial. Mientras recorríamos los increíbles paisajes de la Alsacia y contemplábamos los Alpes, le miraba de reojo.
Una noche, durante mis vacaciones de otoño, vino a buscarme al andén para llevarme a las 4 de la mañana al aeropuerto y que yo no tuviera que gastarme un dineral en un taxi.
“C’est normale. No pasa nada”, me tranquilizó mientras se quedaba de empalmada para hacerme compañía.
Un mes más tarde, ya estábamos cogidos de la mano, explorando los encantadores mercadillos navideños, bebiendo vino caliente en vasos de plástico. Mi nivel de francés iba poco a poco mejorando a medida que nos íbamos contando historias de nuestros respectivos países y culturas.
No tardé muchas semanas en enamorarme del hijo de mi casera.
Teniendo en cuenta las circunstancias –al fin y al cabo, no es la situación ideal para conocer a sus padres– al principio mantuvimos las cosas en secreto y sin definir nuestra relación. En inglés, “casera” y “suegra” son dos de las palabras más temidas, y su dormitorio estaba junto al mío, separado por una fina pared. A veces, cuando estaba tumbada con Julien, podía oírla toser. Me provocaba ansiedad pensar en la posibilidad de que ella, el hermano o la hermana de Julien (o incluso los perros) nos oyeran por la noche.
Pero un día, durante un aperitivo navideño, la madre de Julien se acercó a mí y me dijo con su acento británico: “Me alegro muchísimo de que estéis juntos. Me he dado cuenta por la forma en que os miráis”.
O quizás había oído el crujido de las escaleras de madera a las 2 de la mañana demasiadas veces. Fuera como fuese, ya no tenía sentido seguir ocultando nuestro amor.
Al ser yo la primera chica que Julien había traído a casa (aunque quizás “traído” no es el verbo adecuado aquí), su madre ardía en deseos de enseñarme fotos de Julien cuando era un bebé con el pelo rubio platino. Con una copa de vino rosado en la mano, me contó un montón de anécdotas de cuando era pequeño mientras él ponía cara de vergüenza. Ya no era una desconocida que se acostaba con su hijo. Empecé a participar más y más en la vida de la familia, incluidas las grandes comidas de los domingos: boeuf bourguignon, cordero a las siete horas y estofado.
“Ahora eres parte de la familia”, me aseguró Julien, achuchándome delante de todo el mundo.
Y, entonces, el coronavirus llegó a Francia.
Nuestra ciudad está lejos de la principal atracción turística del país y, aun así, se convirtió en el epicentro nacional de la pandemia en cuestión de semanas. A mediados de marzo, el presidente francés Emmanuel Macron apareció en televisión para anunciar el cierre del país y el confinamiento. Los hospitales se saturaron. Los trenes de alta velocidad se convirtieron en centros de trauma encargados de llevar pacientes en estado crítico a regiones menos saturadas de todo el país.
En poco tiempo, las sonrisas desaparecieron de nuestras comidas y cenas y las conversaciones empezaron a girar en torno a las cifras de la pandemia, el gel hidroalcohólico y las mascarillas. Por entonces, unas decenas de casos nuevos en el país nos parecían una pesadilla (cuando Francia llegó al pico en abril, se descubrían casi 8.000 casos cada día). Las escuelas cerraron y mi programa de enseñanza de inglés acabó abruptamente. Los vuelos de vuelta a Philadelphia se volvieron escasos y caros y correr el riesgo de hacer un viaje internacional me empezó a dar mucho miedo.
Atrás quedaban los días de explorar libremente la Alsacia con Julien. Ya no podíamos circular por la Ruta de los Vinos ni probar nuevos restaurantes por la ciudad. A partir del 17 de marzo, ya no podíamos ni salir de casa sin un documento oficial que justificara adónde íbamos y por qué, si no queríamos que nos pusieran una multa de dimensiones considerables.
Así pues, acabé confinada en una casa con una familia nueva, a miles de kilómetros de mi verdadera casa en Estados Unidos, donde los casos se disparaban minuto a minuto.
Cuando el coronavirus llegó a la Alsacia, Julien y yo solo llevábamos juntos un par de meses y era mi primera relación seria desde el instituto. Ahora que pasamos 24 horas juntos al día, siento que se ha acabado el misterio. Todo. Hemos tenido que aprender a estar cómodos con todas nuestras facetas (he aprendido en muy poco tiempo un montón de vocabulario escatológico que no tenía intención de conocer).
Me enamoré de Julien por su seguridad y su encanto, pero en ocasiones, después de un duro día de no hacer nada, sus tremendas ganas de hablar me agotan.
“No te estoy escuchando”, le suelto a veces, exasperada. Si me ayuda a cocinar un elaborado pollo al vino o a preparar un postre, sin darme cuenta le echo la bronca cuando comete un fallo. ¿Y de verdad tiene que dejarse la tele encendida cuando duerme? Pregunto.
Irónicamente, y para empeorar las cosas, somos muy dependientes el uno del otro. Siempre me han parecido ridículas las parejas que se dicen cursiladas y que no pueden aguantar unos minutos sin su media naranja, y, sin embargo, aquí estoy, haciendo pucheros cada vez que mon chéri sale del cuarto. El confinamiento ha obrado su magia confusa y a veces siniestra.
A veces hay tensión en la casa, no solo entre Julien y yo. Al estar prohibido salir a la calle, básicamente somos seis personas que no podemos despegarnos y cada vez es más difícil tomarse un respiro o tener algo de privacidad. A veces, desde mi dormitorio de arriba, puedo oír cómo discuten a gritos, como me podría pasar a mí con mi madre. Me quedo en silencio y me siento como una niña en casa de unos amigos que han empezado a discutir con sus padres. A veces también siento que soy una carga para ellos. Y luego están las preguntas sobre Estados Unidos.
“¿Te has enterado de que Trump ha recomendado tomar desinfectante para curar el coronavirus?”, me preguntan sus hermanos con una sonrisilla burlona en la cara y mirándome con estupefacción disimulada. Me sube la sangre a las mejillas a medida que respondo sus dudas sobre la respuesta de mi país al coronavirus y, minuto a minuto, me empiezo a asustar más por mi madre y mi hermana gemela, que están al otro lado del Atlántico y son inmunodeficientes.
Y, pese a los días más grises, me siento afortunada.
Afortunada por estar en un hogar cálido y seguro con personas muy generosas a las que ya considero mi familia y que me quieren, cuando hay tantas personas por ahí sufriendo. Afortunada por profundizar mi relación con Julien, por llevarme bien con sus hermanos, pese a que suelen ser distantes, afortunada por poder cocinar mis recetas especiales (pollo a la parmesana, tacos de ternera a la barbacoa y pastel de lima) para todo el mundo como agradecimiento.
Sí, Julien y yo somos prácticamente lapas, sí, a veces nos dedicamos malas caras, y sí, vivimos un poco demasiado cerca de sus padres, pero, sorprendentemente, después de dos meses confinados, no nos hemos ido a la cama enfadados ni una vez. Si alguna vez he necesitado tomarme un respiro, simplemente he subido las escaleras y he cerrado la puerta de mi dormitorio.
Más allá de nuestros ataques de risa diarios, hablamos de nuestras pasiones, ya sean partir ajo, debatir sobre especias o hacer pesas en su sótano, sudoroso y colorado. Por la noche, nos acurrucamos bajo unas mantas y nos sentamos en la terraza para ver cómo las estrellas recorren el firmamento mientras hablamos durante horas. Durante esta época caótica del coronavirus, apenas sé mirar más allá de la puerta de casa, pero empiezo a visualizar una vida entera con él.
Un día, mientras hablaba con mi familia en FaceTime, le pasé el teléfono a la madre de Julien. Mi madre empezó a llorar, superada por la emoción de conocer virtualmente a la mujer que me ha acogido y que se ha convertido casi en una segunda madre para mí cuando más lo necesitaba.
“Gracias, gracias, gracias”, decía.
No tenía ni idea cuando volví a casa en diciembre de que esa sería la última vez que iba a ver a mis seres queridos en mucho mucho tiempo. Los países de todo el mundo están restringiendo los viajes internacionales, lo que nos está dejando a muchos estadounidenses como yo, que estamos dispersos por el mundo, tratando de capear la tormenta sin nuestros familiares y amigos. Doy gracias porque, pese a este inicio tan peculiar de nuestra relación y pese a todos los momentos incómodos, esta variopinta familia me ha aceptado como un miembro más y me ha permitido sentirme parte de un grupo, como tanta falta hace en estos momentos y tanta gente no puede disfrutar.
A estas alturas, he aprendido más sobre mi casera de lo que jamás habría imaginado: su pasión por Shakespeare, su tendencia a cantar cuando está de buen humor y su preferencia por el vino rosado, y cada día aprendo más.
Ahora ya no tengo que ir de puntillas para no hacer ruido cuando Julien y yo bajamos juntos por las escaleras para tomar un café por las mañanas, y puedo encontrarme por el camino con su madre, su hermano o su hermana sin importar que nos vean juntos. Estamos listos para afrontar juntos el futuro como familia.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.