Marco Lupis, un reportero contra la muerte
El periodista de la edición italiana del HuffPost publica en España 'El mal inútil', un repaso a los conflictos olvidados que ha cubierto en América Latina y Extremo Oriente.
Marco Lupis Macedonio Palermo di Santa Margherita (Roma, 1960) pudo haber elegido lo fácil. Hijo de un marqués, su vida parecía predestinada a la paz, la belleza, el arte, la seguridad que daba la herencia de siglos de su familia aristocrática. Y, sin embargo, se fue a la guerra. A cubrirla, a contarla, movido por un ansia de justicia y una fe en la bondad humana abrumadoras.
Este corresponsal de guerra, periodista de L’HuffPost (Italia) ha cubierto conflictos de Timor Oriental a Kosovo, pasando por Chiapas, Chile, Camboya o Indonesia. Especializado en América Latina y el Extremo Oriente, publica ahora en español El mal inútil. Guerras y masacres olvidadas (Dauro), un libro a medio camino entre ensayo, la crónica y el diario personal en el que se abre en canal: recuerda lo que han visto sus ojos, reflexiona sobre la obligación de contarlo y, también, aborda el postconflicto, tanto para las víctimas como para quien informa de lo que les ha pasado.
Su pasión temprana, confiesa, fue la fotografía, de la que se “enamoró” a los 13 años y que siempre ha acompañado sus textos. Repasaba las imágenes en blanco y negro de los reporteros en acción. Ya sabía que quería contar cosas, pero ¿por qué conflictos armados? “Creo que pensé –y puede ser que tal vez me engañé- dentro de mí, que de esta manera, haciendo nuestro trabajo periodístico en el campo, yo también podría, a mi manera, marcar la diferencia... Siempre me ha gustado pensar que mi elección fue dictada, por lo menos en parte, por una especie de predisposición hereditaria”, explica. Y es que ya hubo aventureros contando el mundo en su familia, como el hermano de su abuela, que fue corresponsal de guerra en los Balcanes o su bisabuelo paterno, fundador y director de periódicos.
Todas esas ansias y todo ese pasado lo llevaron a su primera cobertura de guerra, la de la ex Yugoslavia y Kosovo. “Fue cuando subí a bordo del portaaviones estadounidense Roosevelt, que estaba bombardeando al ejército de Milosevic mientras navegaba por el mar Jónico. Iba como periodista empotrado, como dicen técnicamente”, cuenta.
“Mi primera experiencia realmente difícil, diría que traumática, fue un reportaje en Kosovo, de hecho, una masacre en Racak... En la pequeña mezquita del pueblo destruido todavía quedaban las huellas de los 45 cuerpos masacrados unos días antes. Sobre el suelo se veían los plásticos manchados de sangre donde los alinearon lastimeramente. Por todos lados, viejos cobertores y algunos trapos usados para cubrir los rostros, para esconder las órbitas vacías donde alguna vez estuvieron los ojos, para salvaguardar las gargantas cortadas de los niños, para recomponer las cabezas de los cuerpos. No fue fácil quedarme allí...”.
Ese horror está narrado en este libro, en el que se suman innumerables voces para contar cada uno de los conflictos: los niños, los civiles, los militares, los cooperantes, los supervivientes. Así conforma, matiz a matiz, los escenarios que recuerda y que contó para medios como el New York Times, Newsweek o The Guardian, entre otros. Hay espacio para la tragedia, sí, pero también para la sonrisa, para lo hermoso.
Un trabajo fruto de un “proceso doloroso”, “un esfuerzo enorme, de concentración y de escarbar dentro de mí, que luego me deja exhausto”, en sus palabras, que ha cuajado en “una instantánea de hechos” de los cuales fue testigo en el tiempo, “introducidos y contextualizados por los recuerdos personales” de su vida diaria allí: “la vida de un corresponsal con la tarea de informar a los lectores lo que estaba sucediendo del otro lado del mundo”.
Ahí está todo lo que no entraba en la nota urgente enviada al diario o a la revista. Lo que restaba en el tintero, “aquello que está en nuestro corazón y censuramos constantemente”. “Un cronista, un enviado, cuenta lo que sucedió, quién murió, por qué y dónde. Casi nunca tiene la posibilidad de contar cómo eran los rostros de las personas que encontró, sus miradas, las frases que le dijeron, más allá de lo oficial de la crónica, del reportaje. Los encuentros con personas extraordinarias, por ejemplo”, añade.
De todas las coberturas, de todos los personajes, hace balance y se queda con el encuentro y la entrevista que tuvo en 1995 con el Subcomandante Marcos en la selva Lacandona, en Chiapas (México). Fue el primer periodista italiano en acceder a este mítico líder del EZLN. “Fue una emoción que creo que jamás olvidaré, días de caminar en la selva, de hundirme en el barro, y luego el encuentro, en la noche. Habría querido seguir hablando con él, preguntarle mil cosas, entender todo de esos hombres que escogieron abandonar sus vidas de antaño para correr detrás de un maravilloso ideal, maravillosamente anacrónico, quizás”, rememora.
Este reportero que hoy sigue analizando golpes como el de Myanmar (siguió de cerca a Aung San Suu Kyi) o crisis sanitarias como la del coronavirus (cubrió la del SARS en China) reconoce que el periodismo internacional le ha reportado “muchos” sacrificios. El principal, la distancia de su familia y sus hijos. “Y también unos bonitos obsequios, un legado profesional -dice con retranca-: una bonita hernia de disco, que ni siquiera sabría atribuir al cansancio y esfuerzo del trabajo de campo, o, menos heroicamente, a las demasiadas horas pasadas a bordo de los innumerables aviones que tuve que tomar. ¡En todos estos años! (risas)”.
″¿Te he dicho que un día comencé a contar los países del mundo donde he estado para mi trabajo como corresponsal? Cuando cumplí los 90 decidí dejarlo ir...”, apuntala. A saber la de pasaportes que ha quemado en el camino.
Reflexiona, además, sobre la capacidad de pedagogía, perdida a veces por el exceso de inmediatez o las redes sociales, grave si lo aplicamos a conflictos complejos, multicausales. “La difusión planetaria de Internet, la comunicación instantánea de cualquier suceso en cualquier parte del mundo en tiempo real, ha vuelto innecesaria (y hasta un poco patética) la figura del periodista que se dirigía hacia el lugar del hecho, a menudo enfrentando largos, cansadores y difíciles traslados, con la intención de contar a través de sus ojos lo que sucedía en la otra parte del mundo. Con ese solo y único fin que cada periodista siempre ha tenido: dar la noticia”.
Ir, ver y contar, que es la base del oficio, pero también reflexionar sobre cómo se ejerce y para qué se cuenta el mundo. Lupis profundiza en la desolación de ver que las historias se mueren en los medios, que deja de informarse de un conflicto, que se olvida. “Nunca pude aplicar a mi trabajo esa distancia total -algo que fácilmente puede colocarnos en una posición de cinismo- que vi alguna vez en los ojos de ciertos colegas. Y la convivencia con los recuerdos inaceptables, con el estrés prolongado, con el sentido del peligro, y con el ansia y la frustración que derivan de la impotencia generada por la toma de conciencia de no poder hacer nada para cambiar las terribles cosas vistas y contadas, es algo a lo cual también todos los que han hecho este trabajo habían tenido que enfrentarse”.
Lupis no oculta algo de lo que poco se quiere hablar poco en el oficio: el estrés postraumático que se puede sufrir a la vuelta, y que parece sólo cuestión de militares o de supervivientes de un ataque. De él habla con valentía en El mal inútil. “Volver es dificilísimo. Ocuparse de lo cotidiano se vuelve casi imposible, insostenible. Pasé días, semanas en ocasiones, tratando de reencontrar un equilibrio de normalidad al volver de ese tipo de misiones. Volver a acostumbrarme a no dormir entrecortadamente, con el temor de que pudieran venir a buscarme; a no sorprenderme cuando simplemente abriendo el grifo de casa sale agua, agua de la buena. Cuando cada cosa de nuestra cómoda vida, confortable, pero sobre todo segura, se presenta totalmente falta de sentido e insosteniblemente fútil”, rememora.
“Yo estaba bien, me repetía. En el fondo -siempre lo pensé, y es verdad, con respecto a otros colegas que conocí o con los cuales trabajé en el campo durante mi carrera, en mi vida profesional no corrí todos esos riesgos para, en consecuencia, haber vivido todo ese estrés. Y luego, de golpe, algo comenzó a no funcionar”, relata. Vinieron la angustia y el pánico, de pronto. “Mi mente accionó un mecanismo de eliminación. Había construido un muro dentro del cual encerré todos los fantasmas de esos años. No podía mirar más allá del muro”.
Enumera las noches de pesadilla, los gritos que despertaban a su esposa, Silvia, los continuos flashback, el ansia, la falta reiterada de sueño, el entumecimiento emocional, la irritabilidad incontrolable, la absoluta falta de motivación... Hasta que buscó y encontró ayuda. Escribir ha sido, en parte, una terapia contra todo eso.
Pese a todo, por honestidad, admite que, para un periodista, “la guerra es una llamada irresistible”; “sería hipócrita negarlo”, ahonda. “Para un enviado, la guerra es el momento en el que todo se vuelve claro. Y extremo. Las relaciones humanas, la compasión, el bien y el mal, la maldad, el dolor. Y ningún periodista digno de este nombre puede eximirse de contarlo volviendo la mirada hacia otra parte”.
En su caso, fue a contar el mal, inútil como todos, de los conflictos. “La maldad de la guerra genera un dolor, una injusticia, un mal, que es particularmente inútil, porque sus víctimas son siempre las más indefensas, las más pobres, las más desesperadas. Lo último de la tierra”.
Aunque su trabajo destila pasión por el oficio, dice irónico que a un estudiante de Periodismo le recomendaría que se dedicase a otra cosa, pero luego se vuelve serio y explica que el oficio está “en proceso de extinción definitiva”. Habla de YouTube, Facebook, Instagram y “los millones, por no decir miles de millones, de “periodistas virtuales”, que con el smartphone graban un vídeo en el momento en que suceden los hechos y pocos instantes después lo colocan en la red”. O los que “deciden abrir un blog y se transforman instantáneamente en periodistas, directores y editores, con un público planetario de potenciales lectores”.
“Hoy conocemos todo lo que sucede, por todos lados, y especialmente, en forma inmediata. Pero casi siempre sin elaboración crítica, sin mediación cultural, y, algo que es verdaderamente grave, sin posibilidad de verificación”, se duele.
A Marco Lupis le bastó ir donde pasaban las cosas.