Marcha por las calles de Caracas
Caracas, mayo 2017. La oposición venezolana ha convocado una vez más a una marcha. Miles de ciudadanos caminan desde varios puntos de la ciudad y toman la autopista Francisco Fajardo. Las gotas de sudor corren por la espalda. El sol quema. Los manifestantes llevan un pañuelo impregnado con bicarbonato de sodio. Una fórmula para contrarrestar los efectos de los gases lacrimógenos.
Un grupo de políticos de la oposición caminan al frente de la multitud, haciendo arengas por una mejor Venezuela, a favor de la "resistencia". La oposición tiene como objetivo llegar hasta el centro de Caracas -un ente federal cuyo alcalde es del partido del Gobierno, el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV)-, donde se encuentran los Ministerios y las instituciones del Estado. Pero no llegaremos.
Las manifestaciones no tienen permiso. Las autoridades del centro de Caracas no las permiten. A los organizadores les basta que la Constitución consagre el derecho a la protesta para ejercerlo, aunque esto signifique bloquear el tránsito de la autopista más importante de Caracas.
La Guardia Nacional intercepta la marcha. De sus pechos cuelgan las bombas lacrimógenas y, al cinto, llevan pistolas de perdigones. Los gladiadores verdes hacen filas junto a los vehículos blancos antimotines. Ningún funcionario público se hace presente para mediar entre las partes.
Los guardias comienzan a lanzar las lacrimógenas. Los manifestantes corren en retirada. Algunos persisten, es el momento de los guerreros jóvenes de 20 años, delgados, de mediana estatura, que cubren sus rostros. Lanzan los cócteles molotov. La multitud les aplaude. Los guardias responden lanzando más bombas. Los jóvenes las levantan y se las devuelven. Ha comenzado la lluvia de piedras, botellas y pintura.
Los periodistas y fotógrafos visten como corresponsales de guerra. Algunos son golpeados por los guardias nacionales o por los colectivos, bandas de pistoleros auspiciados por el Gobierno que se hacen presentes durante las protestas, disparando al aire y contra los manifestantes.
En las marchas, desde el 1 de abril, siempre hay muertos o heridos. Los asfixiados son tratados en clínicas. Los ojos arden, la nariz gotea. Son tantas las bombas que no hay tiempo para resguardarse. Las bombas rompen la cabeza hasta llegar al cráneo o hacen heridas en la piel. Una de ellas fue lanzada al pecho del estudiante universitario, Juan Pernalete, causándole la muerte. La Fiscalía General, con una rapidez inusual, imputó a 19 guardias y policías, acusados del homicidio de manifestantes. Hasta el momento no han sido llevados a juicio.
En la protesta del 19 de abril, los ciudadanos, acosados, tuvieron que cruzar el río Guaire. Un río contaminado. Una cloaca abierta. Algunos cayeron inconscientes por el efecto de las lacrimógenas. Hubo infecciones en los pulmones y en la piel. Los médicos recomendaron a las víctimas vacunarse con toxoide.
Los heridos son retirados del frente por estudiantes de Medicina de las universidades públicas. Vestidos con los uniformes de enfermeros y con cascos blancos y una cruz, los trasladan en camillas, los atienden donde pueden, en los comercios o allí mismo en el pavimento. Los voluntarios, a su vez sufren, heridas. Paul Moreno fue arrollado intencionalmente por un vehículo causándole la muerte.
Durante las retiradas, el piquete de guardias avanza. Los gases penetran en las ventanas de las residencias, en los colegios, en las clínicas. Las bombas caen sobre los vehículos, causando incendios. Los guardias en motos atrapan a los manifestantes y se los llevan detenidos. Los informes de las organizaciones de derechos humanos, como Provea y Foro Penal, denuncian violaciones al debido proceso, malos tratos, tortura, hacinamiento en las cárceles, tribunales militares.
En las ciudades de la provincia y en algunos sectores de Caracas, los ciudadanos recurren al uso de barricadas o guarimbas, una forma de protesta que obstaculiza la vía pública, una táctica utilizada por los indígenas contra los conquistadores. A los guarimberos los siguen hasta su casa, les tumban las puertas, los buscan piso por piso. Así sucedió en San Antonio de los Altos en las afueras de Caracas, donde fue asesinado el biólogo Diego Arellano.
El día de la marcha de las mujeres, 6 de mayo, no hubo enfrentamiento. Alrededor, la multitud hablaba, tomaba fotos, comían helados. Me llamó la atención un grupo de siete mujeres vestidas con delantales de cocina que enarbolaban pancartas alusivas a la resistencia no violenta de Martin Luther King. A una de ellas le pregunté por su nombre: "Yo soy empleada pública".
A 300 metros de donde camino, murió Andrés Cañizales, un joven músico de 18 años. Miguel Castillo moriría el 10 de mayo en circunstancias parecidas, a consecuencia de esferas metálicas que pueden ser disparadas desde las pistolas de perdigones.
A las víctimas les llaman "caídos" por la libertad. Son enterrados en un funeral donde se canta el himno nacional. Los ciudadanos asisten, aunque no conozcan al difunto. Los fallecidos son considerados como héroes. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, han asesinado a siete jóvenes, en una protesta en Barinas, estado natal de Hugo Chávez.
Las manifestaciones en Venezuela, si bien comienzan como una protesta pacífica, concluyen en violencia. Cada día aumenta el número de fallecidos, detenidos y heridos. La exagerada represión (ver informe de Amnistía Internacional del 10 de mayo) "aterroriza" y pretende callar los reclamos de los ciudadanos, quienes, a su vez, indignados, recurren al enfrentamiento contra las instituciones del Estado, llámese Guardia Nacional.