Manuel Valls, un CEO para Barcelona
Albert Rivera quiere hacer un fichaje. Un refuerzo, un salto de calidad para que la formación naranja pueda asaltar con opciones de victoria la alcaldía de Barcelona, emulando así la pírrica victoria de Arrimadas a nivel autonómico. Los símiles deportivos afloraron en las declaraciones imprecisas de los interesados y en las crónicas de los sorprendidos periodistas cuando supieron que, en efecto, Manuel Valls se está pensando aceptar el ofrecimiento de Ciudadanos para ser su candidato en las próximas elecciones municipales. Pero no nos engañemos, la analogía con el mercado futbolístico no alcanza a explicar el posible significado de esta maniobra política.
Una primera lectura indicaría que, con ello, Rivera busca reducir la disputa municipal a la batalla más de la guerra contra el soberanismo. La única relación de Valls con la política catalana se reduce a su posicionamiento en el debate nacional. Su candidatura serviría como una suerte de contragolpe a la internacionalización del procés que, de momento, viene capitalizando Puigdemont para el independentismo. Una reacción realista, sí, pero contradictoria con el discurso de Arrimadas, cuyo discurso se basa en acusar al soberanismo de no preocuparse por los problemas de los catalanes. Implicaría, asimismo, una falta de confianza a las bases de un partido que, precisamente, tiene su arraigo original en Cataluña.
Con ese movimiento, Rivera buscaría además ganarse el favor de los que, en nombre de los valores de la Ilustración, defienden el cosmopolitanismo europeo por encima de los localismos identitarios. La previsible crítica a un candidato que no tiene más relación con Cataluña que su origen natal, permitiría denunciar la xenofobia nacionalista en el marco de la sociedad abierta europea.
Ahora bien, más allá de esta interpretación tacticista, el "fichaje" de Valls por Ciudadanos tendría importantes consecuencias para la comprensión de la política contemporánea. La democracia parlamentaria basa su legitimidad en la conexión representativa entre la ciudadanía (los gobernados) y sus gobernantes. Esa conexión es la que permite mantener la virtualidad de que es el pueblo el que se autogobierna. Los partidos, en ese sistema, ejercen una función de mediación, una especie de filtro que decide qué temas, preocupaciones y personas pueden llegar a las instituciones legislativas y ejecutivas, y cuáles quedan descartados. Si los partidos tradicionales han entrado en una crisis tan profunda, es porque, precisamente, solo permitían la promoción de sus cuadros dirigentes, rompiendo pues el vínculo representativo entre ciudadanía y clase política que mantiene vivo el ideal de autogobierno.
Manuel Valls no es un ciudadano de Barcelona. Ni siquiera lo es de Cataluña ni del Estado español, del que desconoce sus engranajes. Estamos acostumbrados a que los partidos elijan como candidatos a los ayuntamientos más emblemáticos a dirigentes mediáticos, por más que no hayan trabajado en la agenda del municipio por el que se presentan. Pero Valls es conocido por haber sido Primer Ministro de la República Francesa. Su elección, por tanto, ignoraría el principio representativo más básico. Sería, más bien, el ejemplo más radical de lo que la teoría política llama "democracia de élites competitivas": frente al principio de autogobierno, habría que aceptar que los gobernantes se seleccionan por la competición entre una oligarquía, en cuya reproducción juegan un papel importante los propios partidos, las instituciones educativas y los agentes financieros.
Si la apuesta por Valls prevalece, Ciudadanos defenderá la libre circulación de personas e inteligencias por oposición al amurallamiento del nacionalismo. Suena bien, pero si nos detenemos a pensar, lo que estarían defendiendo sería la libre circulación de dirigentes en una Europa en la que la ciudadanía política tiende, al contrario, a regionalizarse. El sueño parecería ser una Europa en la que los puestos de responsabilidad política funcionasen con la lógica de las instancias dirigentes del mundo empresarial. Las escuetas justificaciones ofrecidas por Rivera al asunto de Valls apuntan en esa dirección: afirma Rivera que Ciudadanos es un partido abierto al "talento", siempre listo para "subir el nivel". Y, cogiendo el testigo, Valls ha aseverado que le encantaría encabezar un equipo para seguir defendiendo la "marca internacional"de Barcelona.
Llama la atención que, para el líder del partido naranja, "talento" sirva para definir las capacidades de Valls, pero no la de tantos ciudadanos particulares y activistas que, gracias a su innovadora manera de concebir la colaboración y las formas de compartir conocimiento, han llegado al gobierno de una de las ciudades más vanguardistas del mundo. Tal como están estudiando con mucho acierto investigadores del discurso neoliberal como Alberto Santamaría, Luis Enrique Alonso, Jorge Morunoo Esteban Hernández, la noción de "talento" parece ser la nueva coartada ideológica para esconder la autopromoción de las élites frente a la acumulación de conocimiento y experiencia en los estratos sociales y generacionales excluidos de los espacios de decisión.
En la misma línea, que Valls conciba a Barcelona como una "marca", evidencia que asume el reto que se le plantea como el de un Chief Executive Officer al que se le ofrece un cambio de compañía. Desde esa perspectiva, una ciudad no es un espacio de convivencia cuyo gobierno tuviera como objetivo la promoción de la igualdad y la felicidad de sus habitantes, sino una marca capaz de atraer inversión internacional y multiplicar sus beneficios. Como bien ha descrito la politóloga Wendy Brown, la ciudadanía se concibe como "capital humano" cuyo mejoramiento continuo incrementa el valor de la inversión.
En resumen, la ocurrencia Valls tendría dos implicaciones, y una más que me atrevo a conjeturar. Por un lado, Rivera parece querer apagar el fuego catalán con champagne y seguir reivindicándose como el único bombero. Por otra, implicaría un paso inédito hacia una democracia de las élites gerenciales, en las que el ideal de autogobierno representativo se abandonaría en favor del talento dirigente de las élites internacionales. Y, por último, sería previsible que, una vez conocido el reparto competencial de la autonomías y municipios en España, Valls terminase convirtiéndose en valedor de la recentralización administrativa, al modo de su Francia. O eso, o termina abogando porque Barcelona pase a anexionarse al Languedoc-Roussillon. A estas alturas, ya nada debería sorprendernos.
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