Malas hierbas
Los gurús del odio no son magufos, frikis o unos fachas nostálgicos y simplones. No, hay una internacional del odio bien engrasada, coordinada y financiada.
Cuando uno se acerca en cierta profundidad a los hechos y personajes que protagonizaron la Revolución Francesa, con sus antecedentes e inmediatas consecuencias, es difícil no concluir que esencialmente todo lo que vino después está ahí contenido. Para bien o para mal. Cuando pensamos en un tiempo que cambió para siempre la faz de la Tierra, hay que observar que se compone de una sucesión de hechos muy diversos, muchos de ellos contradictorios, muchos dirigidos finalmente por el azar, y todo ello presidido por un extraño combate entre razón y violencia extrema (que en ocasiones pugnan y en otras incluso conviven).
En estos días no he dejado de pensar en algunas reflexiones de un protagonista de aquellos tiempos. Guillaume de Malasherbes fue un estadista central de su época, ministro de Luis XVI y no tan conocido como sus coetáneos Turgot o Necker, pero igual o más decisivo en el devenir de los acontecimientos. Fue un ilustrado que impulsó La Enciclopedia, que trató de modernizar el Estado francés y que acabó, junto con Necker, por convencer a Luis XVI de que convocara los Estados Generales. Pensador y político prestigioso en lo intelectual y moral, su sola presencia entre los ministros del rey era razón suficiente para que incluso las facciones más radicales se apaciguaran por un momento. Era partidario de una monarquía constitucional para Francia -como lo era la práctica totalidad de los grandes revolucionarios hasta finales de 1790 y principios de 1791- y acabó retirado de la política pública, primero por un desnortado rey y después por el caballo salvaje en que se convirtió la Revolución. Ya muy castigado por los años, su honor todavía le compelió a postularse como abogado defensor en el proceso contra Luis XVI, pese a saber que en la práctica significaría que acabaría de una u otra forma en la guillotina él también.
Hay una reflexión de Malasherbes en una de sus cartas finales que me parece adecuada para mucho de lo que estamos viendo estos días: “en tiempos de pasiones violentas, debemos abstenernos de invocar la razón. Invocándola, incluso podemos dañarla, ya que los entusiastas excitarán a la gente contra las mismas verdades que, en otros momentos, serían recibidas con general asentimiento”.
Vivimos un momento en España en el que se impugna la razón hasta la raíz de la verdad más evidente. Es comprensible (e inevitable) que un hecho que nos ha golpeado tan fuerte, tal es el COVID-19, remueva nuestros cimientos sociales, nos desconcierte, y que el mismo confinamiento nos haga administrar de forma diferente las emociones. Pero mucho de lo que estamos viendo es más que eso. No quiero transformar esta reflexión en un escrito partidista, pero es imposible sustraerse a que la extrema derecha en España está protagonizando y alentando un movimiento que trasciende a lo antisistema en lo político. Es un proceso (“el retrocés”, lo ha llamado un tuitero estos días de forma irónica y genial, también evocando algunos paralelismos) que se asimila al negacionismo científico y a una vuelta a una especie de misticismo y que, combinado, se transforma en una mezcla entre tardofranquismo y Paulo Cohelo.
Estos días hemos visto a gurús mediáticos de la ultraderecha apelar, nada menos, que a “desmontar a los científicos”. A un líder de la extrema derecha que fue víctima de la infección, sustentar su análisis de la realidad (y por tanto sus posiciones políticas, que mueven a miles de ciudadanos) en que “no tengo duda de que el coronavirus ha sido creado en un laboratorio por el régimen comunista chino como arma biológica”. Asistimos a escenas como la de un líder ultraderechista cuasi imberbe, subido a un banco de la Plaza Mayor de Salamanca para arengar a sus seguidores acerca de que sólo se solucionará todo “volviendo a Dios” y señalando la pandemia poco menos que como un castigo divino. Vimos cómo en una concentración en uno de los más acomodados barrios de España (todo esto merece en sí mismo otra reflexión), una señora que decía ser maestra negaba el hecho de la infección en sí, porque ella no había visto ningún virus con sus ojos. Tenemos a la ultraderecha en su conjunto (y a parte de la derecha) llamando a concentraciones masivas y permanentes en plena pandemia, para pasar a la “Fase Libertad”, invitando así a rebelarse contra las prescripciones científicas para atajar la epidemia y generando un riesgo colectivo de magnitud incalculable.
No es que esto sea exclusivo de nuestro país -ahí tenemos a un presidente de EEUU sugiriendo tomar lejía para inmunizarse, o a un presidente de Brasil abroncando a los gobernadores territoriales por tomar medidas contra el virus-, pero en España tenemos características muy propias, cual es mezclar esta especie de terraplanismo vírico con el ataque a las instituciones democráticas. Estamos pues combatiendo dos crisis simultáneamente: una de salud pública y la otra de salud democrática; y no me atrevo a establecer jerarquías entre una y otra.
Haríamos mal limitándonos a señalar y hacer chanzas de toda la extravagancia que vemos estos días en las calles, aun sabiendo que hoy, aun ruidosos y agresivos son todavía una minoría. Además del peligro en términos de salud, hay otro evidente en términos de convivencia. Hace tiempo que no es que tengamos interpretaciones diametralmente opuestas ante hechos objetivables, es que por momentos parte de la población parece vivir una realidad paralela. Y que compartamos algunas certezas y valores básicos es un supuesto para la convivencia, que respetemos los procesos establecidos para la solución de conflictos es una premisa indispensable para la paz social. Como decía Malasherbes, da por momentos miedo invocar argumentos de la razón elementales para mostrar la evidencia de algunas cosas, porque estos enseguida serán impugnados y debilitados ante la opinión pública. Y necesitamos certezas compartidas para convivir, nos sale carísimo su debilitamiento.
Los gurús del odio no son todos una panda de magufos, de frikis, o unos fachas nostálgicos y simplones. No, hay una internacional del odio bien engrasada, coordinada y financiada, que sabe bien lo que hace y que está invirtiendo a largo plazo. Hoy son menos, pero están aprovechando muy bien las alianzas coyunturales de quienes creen poder aprovecharlos para sus propios objetivos y que han puesto a su disposición plataformas y medios muy poderosos con el objetivo de debilitar a este Gobierno. Pero su objetivo, el de la internacional del odio, no es ese; el suyo es acabar con nuestra democracia y con el endeble equilibrio social y económico que la sustenta, y para ello saben muy bien que deben apostar paciente y constantemente por profundas transformaciones sociológicas. Y se van a comer, se están comiendo ya, a la derecha institucional por los pies.