Mahmoud y la planta de menta
“Mientras la guerra bramaba a nuestro alrededor, la devoción de un hombre por su hija nos mantenía conectados”
Hace poco, mientras plantaba semillas de menta junto a mi casa, pensaba constantemente en las experiencias que había vivido los meses anteriores en Mosul, Irak. Hace 18 años, cuando me mudé a Yukon, en Canadá, mis sueños se centraban en vivir de forma sostenible en el desierto, sin electricidad ni agua corriente. Me instalé en una tienda de campaña en el bosque y limpié la tierra para hacer un gran jardín alrededor. Soñaba con producir una gran cantidad de verduras, pero el primer ciclo de cultivo puso las cosas en su sitio; el norte de Canadá no es el lugar más sencillo para la jardinería. Tuve que luchar contra el clima frío y seco, el riesgo constante de heladas y los días de verano increíblemente largos.
Tras algunos años produciendo cantidades mínimas de col rizada, repollo y zanahorias, colgué mis guantes de jardinería. La ayuda humanitaria llamó a mi puerta y comencé a trabajar para Médicos Sin Fronteras (MSF) como enfermera y, ocasionalmente, como coordinadora de proyectos.
Durante los últimos nueve años he trabajado con MSF en África y Oriente Próximo, y el tiempo que paso ahora en Yukon se limita ahora a unos preciosos meses al año, que no son suficientes para ensuciarme las manos en un jardín.
Rara vez pienso en jardinería cuando estoy en misiones con MSF. Pero este año, en las profundidades de la horrible guerra de Mosul, Mahmoud y su planta de menta la devolvieron a mi vida.
La primera vez que vi a Mahmoud, él iba caminando por una carretera al oeste de Mosul. La guerra estaba a menos de dos kilómetros de distancia. El ruido de las explosiones perforaba los tímpanos y los constantes disparos provocaban terror en todo el sistema nervioso. En medio de todo aquello, estaba Mahmoud, caminando por la carretera con su planta de menta en la mano.
Mi equipo y yo estábamos buscando un local que fuese lo suficientemente amplio como para instalar una clínica de estabilización traumatológica. Queríamos estar cerca de la primera línea, donde pudiéramos estabilizar a los heridos y aumentar así sus opciones de supervivencia durante el viaje en ambulancia al hospital. Pero los locales con salas grandes eran difíciles de encontrar en aquel momento; la mayoría habían sido destruidos durante la guerra.
Paramos junto a Mahmoud a un lado de la carretera y le preguntamos si sabía dónde podíamos encontrar un local con esas características. En Mosul hay que tener cuidado a la hora de decidir en manos de quién te pones, pero en el caso de Mahmoud todos nos sentimos muy atraídos por él y por su planta; había algo en su actitud que nos inspiró confianza. Y no nos equivocamos. Sin dudarlo, nos hizo un tour por varios edificios donde podíamos instalar nuestra clínica. Y a todos, llevaba su planta de menta. No la dejaba ni por un momento. Resultaba entrañable, pero reconozco que también me parecía extraño.
Cuando por fin seleccionamos el lugar para nuestra clínica, decidimos ofrecer a Mahmoud trabajar con nosotros como vigilante. Al fin y al cabo, él tenía gran parte de la culpa de que tuviéramos un lugar donde instalarnos, así que pensamos que sería una buena manera de agradecer su ayuda. Aceptó. Y desde el primer día vino siempre a trabajar con su planta de menta.
Un día me contó su historia: los últimos dos años y medio, el autoproclamado Estado Islámico (EI) había controlado la ciudad de Mosul. Y durante este tiempo, Mahmoud educó a sus hijos en casa para que no estuvieran expuestos a su programa de adoctrinamiento. Entre otras muchas cosas, Mahmoud enseñó a plantar semillas a sus hijos. Y de este modo, Su hija más pequeña logró cultivar una planta de menta. "Esa planta le encantaba", me explicó.
A finales de 2016, el ejército iraquí fue ganando terreno poco a poco al EI. Cuando las fuerzas gubernamentales tomaron el control de la calle donde vivía Mahmoud, la situación se volvió lo suficientemente segura como para mandar a su familia a un campo de personas desplazadas al sur de la ciudad. Ese campo significaba seguridad, acceso a comida, agua y atención sanitaria para su familia, así que no lo dudó ni un instante. Mahmoud en cambio se quedó para vigilar la casa.
Cuando mandó a sus hijos al campo de desplazados, la niña le pidió que cuidase de su planta de menta. Y él le prometió que la tendría consigo hasta que ella volviera; sin descuidarla ni por un momento.
Esa planta nos conectó a todos. En los días en que los bombardeos o la lucha eran realmente intensos, miraba al exterior de la clínica para ver a Mahmoud sentado con calma en su refugio, con la planta de menta en su regazo. Cuando llegaban niños acompañando a sus familiares heridos, a menudo Mahmoud se quedaba cuidándoles a las puertas de la clínica. Y a todos les presentaba a su planta.
Durante los meses que yo estuve allí, Mosul seguía siendo un lugar peligroso. La batalla por el control de la ciudad continuaba y los constantes bombardeos y disparos amenazaban la vida y los hogares de la gente. La casa de Mahmoud aún seguía en pie, pero no tenía agua corriente ni electricidad. La guerra había destruido la infraestructura. Por eso, al final de cada día, Mahmoud llenaba dos botellas de agua de la clínica. Una de ellas era para beber él mismo y la segunda era para regar las plantas de su casa. Pese a que aquella planta de menta era la única que iba con él a todas partes, en realidad no era la única que tenía. Gracias a sus enseñanzas, sus hijos le habían dejado la casa llena de vegetación. Y él se había dedicado a asegurarse de intentar que sobrevivieran.
En aquellos primeros años que pasé rodeada de jardines de ensueño en Yukón, mis queridas plantas atraían toda mi atención. Vivía en el bosque, no tenía agua corriente y tenía que recorrer varios kilómetros para encontrar agua con la que regar. Siempre estaba pensando en sistemas de riego y en formas de proteger a las plantas de las primeras heladas. Pero en Mosul, los retos de la plantación de Mahmoud estaban en un espectro completamente diferente; él luchó por mantener vivas a sus plantas casi tanto como luchó por mantenerse él con vida.
Cuando estaba allí, me encantaba trabajar en Mosul, pero según iban pasando los meses, los deseos de regresar a Yukon eran cada vez más fuertes. El día antes de partir, Mahmoud vino a despedirse y a darme unas semillas de su planta de menta. Me pidió que las plantase en casa, donde pudieran tener una vida mejor.
Así pues, cuando planté las semillas de menta en el seco y arenoso suelo de Yukon a principios de ese año, pensé en Mosul. Pensé en Mahmoud, en sus hijos y en todas las otras personas afectadas por la guerra.
Y lo que una vez vi como un desafío (transportar agua al jardín y proteger las plantas de menta del duro clima de Yukon), me doy cuenta de que en realidad representa el privilegio de vivir en libertad y de disfrutar de una vida llena de oportunidades. Las mismas que cualquier otro ser humano debería tener también.
Este artículo fue originalmente publicado en el Globe and Mail de Canadá.
Foto de perfil de Trish Newport: @Vince Fedoroff/Whitehorse Star