Macondo en la Tierra o las raíces reales de ‘Cien años de soledad’
Por Winston Manrique Sabogal
Hay un Macondo en la cabeza de cada lector, y uno en el que se inspiró Gabriel García Márquez (1927-2014): Aracataca y sus alrededores. Es el pueblo donde nació el 6 de marzo de 1927 y creció con sus abuelos maternos hasta los ocho años. Los predios de Macondo están en un triángulo terrenal de la Costa Caribe colombiana entre la Sierra Nevada de Santa Marta, el mar de Barranquilla unido a la Cíenaga Grande y la sabana de Aracataca poblada de ciénagas, ríos, plantaciones bananeras, selvas, bosques, marañas de caminos, montañas, vientos de toda estirpe, árboles gigantes, animales pastando de la mano de Dios, los ronquidos de algún diablo llamado tren, calles polvorientas, casas y caserones de adobe con techos de paja o zinc sombreados por almendros de otro mundo y gentes de pieles morenas bajo soles inclementes, lunas no siempre piadosas, pero todos despertados por la algarabía infinita de los pájaros.
¡Ah!, y entre ellos, voces llenando las horas con los ecos de la Guerra de los Mil Días y las creencias de ultratumba. Día y noche. Duelos de historias. Batallas de sobrevivencia cotidiana y batallas de amores para sobrevivir. En medio: un niño con los cinco sentidos alerta que pronto empezó a leer y a aprender gracias al enorme diccionario que había en su casa.
Con un viaje a ese lugar real convertido en mito por el Nobel colombiano inaugura WMagazín su celebración del medio siglo de la obra cumbre de García Márquez: Cien años de soledad. La novela fue publicada el 5 de junio de 1967 por la editorial Sudamericana de Buenos Aires (Argentina). Un libro que sirvió para iluminar una época irrepetible de la literatura latinoamericana. Pronto se convirtió en un clásico, está traducido a más de treinta idiomas y ha vendido más de cincuenta millones de ejemplares.
El viaje de WMagazín es un paseo en vídeo de solo imágenes y sonidos, acompañado de textos clave de la novela que reflejan el origen del episodio narrado y su resultado literario. Una experiencia sensorial que se complementa con una crónica fotográfica del viaje.
¿Cómo llegar a Macondo? Lo hice desde Barranquilla en autobús y, como los gitanos en Cien años de soledad, los pájaros me llevaron hasta el pueblo.
Los pájaros anuncian Macondo
La algarabía de los pájaros levanta al sol. Los primeros cantos llegan cuando aún es de noche, luego se suman más y más, hasta crear un concierto infinito que solo cesa cuando el sol ya está en todas partes.
El autobús a Aracataca sale de Barranquilla con destino a Fundación impulsado por el bullicio de las aves. Cruza un puente donde río y mar Caribe se encuentran y avanza por la orilla azul que bordea la Ciénaga Grande de Santa Marta. El olor a mar es suave como el oleaje de la mañana. Desde la ventanilla pasan veloces, gaviotas, playas blancas, manglares, más gaviotas, arbustos mecidos por la brisa, más manglares.
El olor a mar desaparece y el autobús coge tierra adentro. Para entonces el sol ya centellea por los vidrios de los carros que vienen del otro lado de la carretera. Hay cortos túneles formados por árboles a lado y lado de la vía. Los primeros brotes de la Sierra Nevada de Santa Marta se levantan a la izquierda en un carnaval de verdes hecho de vegetación boscosa que se torna azul a lo lejos. A la derecha, el color es bicolor: verde jaspeado de amarillo por las plantaciones de plátano que se pierden en el horizonte.
Dos horas después todo es sabana. Unos cincuenta minutos más tarde aparece un letrero: "Aracataca. 1 kilómetro". El autobús gira a la derecha. Avanza por una carretera custodiada de viviendas de ladrillo y cemento y techos de zinc. Minutos después se detiene bajo la sombra de unos árboles inmensos. Un viento caliente recorre el municipio.
Cien metros más allá de la parada todo es sol. Es una calle ancha y polvorienta en cuyo extremo hay un largo montículo cubierto de piedrecillas por donde van las vías del tren. Al fondo se ve la estación, blanca, una más. Ni la sombra de la que fue cuando el niño Gabriel García Márquez, entre finales de los años veinte y comienzos de los treinta, cogía allí el tren con su abuelo para ir a algún pueblo de la zona.
Fue en uno de esos viajes en tren donde en una finca el niño que aprendía a leer vio la palabra Macondo. Le gustó el sonido: Ma-con-do... y la palabra corrió a esconderse en algún rincón de su memoria. De allí saldría casi veinte años después para ser el nombre de un pueblo imaginario en la novela La hojarasca, aunque tardaría otros veinte años en hacerse universalmente famoso en Cien años de soledad donde se cuenta su fundación por José Arcadio Buendía y su esposa Úrsula Iguarán y sus vidas allí a lo largo de siete generaciones.
Macondo. El lugar donde conviven realidad, ficción, imaginación, fábula, sueño y mito. Macondo. El lugar donde están los ocho primeros años que vivió con sus abuelos maternos en Aracataca: el coronel Nicolás Ricardo Márquez Mejía que era su polo a tierra con sus historias de guerra y política y Tranquilina Iguarán Cotes que era su guía al otro mundo con sus historias de difuntos y leyendas.
Un mundo sensorial y racional juntado en el inolvidable comienzo de su clásico:
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".
Nada más deseado que el hielo en aquellas tierras de soles inclementes. Un Aracataca donde parecen nacer o morir los cuatro puntos cardinales. La promesa del frío al oriente donde se levanta la sierra, el sueño de seguir andando que anuncian los sabanales del sur, las trampas de la vida que ofrecen los pantanos que rodean la ciénaga al occidente y el deseo de salir de allí que reclama el norte.
Es Aracataca cubierta de sol y polvo y despertada por el bullicio de los pájaros y arrullada a la hora de la siesta por el rumor de su río que baja de la sierra veloz para quitarse el frío cuanto antes.
"Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos".
Allí está todo lo que el niño vio, oyó, tocó, saboreó, olió y sintió entre sus juegos infantiles y las conversaciones del abuelo con sus amigos, porque Gabito, como lo llamaban, era como el alférez del coronel-abuelo que lo llevaba a todas partes, y los cuentos de ultratumba que la abuela le lanzaba para que se estuviera quieto o hiciera caso. Dos mundos que él juntó para crear un universo nuevo y maravilloso.
"En su juventud, él y sus hombres, con mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron Macondo para no tener que emprender el camino de regreso".
Aracataca perdido en el sopor del calor del Caribe, y revivido en las palabras del escritor. Un municipio con calles detenidas en el tiempo. O sacadas del universo macondiano. Calles, casas y gentes que no solo lidian cada día con el día a día, sino que, como todo el mundo, lidian con los amores condensados en Cien años de soledad que también es la historia de los desencuentros de la pasión, el deseo y el amor.
"En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro más grandes en la calle que decía Dios existe. En todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los sentimientos".
En una de esas casas, hoy convertida en museo, nació el 6 de marzo de 1927 Gabriel García Márquez.
El primogéntio del telegrafista Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez nació en esa casa con dificultad. Su nacimiento estuvo rodeado de sucesos singulares que él se encargó de reflejar a lo largo de su obra. "¡Varón! ¡Varón! ¡Ron, que se ahoga!", relampagueó la tía Francisca por el corredor de las begonias florecidas. Su voz angustiada se abrió paso entre el diluvio ensordecedor que caía sobre el techo de la casa. El cordón umbilical enredado en el cuello del recién nacido amenazaba su vida. Las mujeres revolotearon por el caserón con imploraciones a Dios y a la virgen. Cuando lo liberaron del cordón, y en espera de un milagro, no se arriesgaron a que el bebé muriera sin ser bautizado y corrieron a hacerlo con agua bendita. Nadie sabía qué día era, así es que le pusieron Gabriel, por el padre, y José, por el patrono de Aracataca. Era el domingo 6 de marzo de 1927. Eran las nueve la mañana.
"Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, iba a cumplir seis años en marzo. Era silencioso y retraído. Había llorado en el vientre de su madre y nació con los ojos abiertos. (...) Indiferente a quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo la atención concentrada en el techo de palma, que parecía a punto de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia".
Pero el niño creció sano y vio cómo llegó el progreso, poco a poco, a Aracataca, y cuando lo contó en su novela lo personificó en Melquíades.
"Solo entonces permitió que lo enterraran, pero no de cualquier modo, sino con los honores reservados al más grande benefactor de Macondo. (...) Lo sepultaron en una tumba erigida en el centro del terreno que destinaron para el cementerio, con una lápida donde quedó escrito lo único que se supo de él: MELQUIADES".
Junto a Melquíades otro gran personaje de la novela es el coronel Aureliano Buendía. Su abuelo, emprendedor de tantas batallas en la vida y en la novela de 32 guerras, nada más y nada menos. Cuando en el proceso de escritura llegó el momento de su muerte García Márquez no pudo resistir el llanto.
"Así que empezó el segundo pescadito del día. Estaba engarzando la cola cuando el sol salió con tanta fuerza que la claridad crujió como un balandro. (...) Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño. La familia no se enteró hasta el día siguiente, a las once de la mañana, cuando Santa Sofía de la Piedad fue a tirar la basura en el traspatio y le llamó la atención que estuvieran bajando los gallinazos".
Muertos José Arcadio y su hijo Aureliano quedaba Úrsula Iguarán, alma de la casa. Era su abuela, Tranquilina Iguarán. Úrsula, todo empuje, organización y pragmatismo. Pilar de ese mundo. Capaz de ver más de lo que los demás ven, adelantarse a lo que los demás desearán.
"Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella".
Ese es uno de los pasajes más recordados de Cien años de soledad. La ocurrencia de ascender entre sábanas a Remedios, la bella, fue milagrosa. García Márquez escribió la novela en Ciudad de México, donde vivía. No sabía cómo sacar de este mundo a Remedios, la bella. Le daba vueltas y vueltas, hasta que decidió asomarse por la ventana al patio y vio cómo una vecina trataba de que el viento no se llevara las sábanas que estaban colgadas en las cuerdas del patio.
Y Remedios, la bella, ascendió. Úrsula, sola, siguió luchando, pero...
"Úrsula tuvo que hacer un grande esfuerzo para cumplir su promesa de morirse cuando escampara. Las ráfagas de lucidez, que eran tan escasas durante la lluvia, se hicieron más frecuentes a partir de agosto, cuando empezó a soplar el viento árido que sofocaba los rosales y petrificaba los pantanos, y que acabó por esparcir sobre Macondo el polvo abrasante que cubrió para siempre los oxidados techos de zinc y los almendros centenarios"
Poco a poco se fue encogiendo, hasta que murió con 115 o 120 años. "La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano". Su muerte fue el comienzo del fin de Macondo.
Para el acabose definitivo del pueblo García Márquez se inspiró en los trágicos hechos reales del vecino municipio de Ciénaga, en 1928: la masacre de las bananeras. Un suceso protagonizado por la Fruit Company, la empresa estadounidense que tenía la explotación en la zona, que tras varias semanas de huelga de los trabajadores se enfrentó a ellos con armas.
"Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de que iba en un tren interminable y silencioso. (...) Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos".
Las cifras reales de muertos nunca se supieron, pero en Cien años de soledad se habla de tres mil, y es lo que ha quedado en el imaginario. La compañía bananera llevó años de esplendor a la zona y a Macondo, y llegado el declive "la desidia de la gente contrastaba con la voracidad del olvido, que poco a poco iba carcomiendo sin piedad los recuerdos".
"En aquel Macondo olvidado hasta por los pájaros, donde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa donde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas voladoras, Aureliano y Amaranta Úrsula eran los únicos seres felices y los más felices sobre la tierra".
Rosarios de batallas del pasado, cotidianas y de amores de toda índole oídas por García Márquez en aquella casa de sus abuelos y en las calles de Aracataca. Un mundo que el niño empezó a comprender mejor gracias a que pronto aprendió a leer y a hacerlo en un libro mágico: el diccionario enorme que tenía su abuelo Nicolás en el salón de su casa. Luego el nieto conoció la felicidad cuando el abuelo le regaló un diccionario. "Un libro fundamental en mi destino de escritor", escribió en sus memorias Vivir para contarla.
"Antes de llegar al verso final había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra".
Si los pergaminos de Melquíades contienen el principio y final de Cien años de soledad, donde el Tiempo es uno solo, todo sucede a la vez y todo está ahí, el diccionario del abuelo Nicolás, donde García Márquez aprendió a leer, es el comienzo de todo Macondo, porque todo estaba allí, el misterio de la vida, como pregonaba Melquíades: "Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima".
La prueba es Macondo, tiene vida propia y es eterna.
Fotografías de Winston Manrique Sabogal.
No olviden que las señas para llegar a Macondo las dieron los gitanos:
"Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no solo la propia casa, sino todas las aldeas. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la tribu de Melquiades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros".
Son los preámbulos de Macondo, la tierra de la familia Buendía, el pueblo fundado por José Arcadio y Úrsula, la de sus hijos José Arcadio y Aureliano que se poblaría de José Arcadios y Aurelianos; la de Amarantas, Remedios, la bella, Petra Cotes o Santa Sofía de la Piedad; Pietro Crespi, Mauricio Babilonia o el gran Melquíades... Una excursión a un pueblo mítico-real que representa la creación, evolución, progreso y apocalipsis del ser humano y su evolución en la Tierra, pero inmerso en un rosario de historias plagadas de batallas y guerras; gentes desbordadas de pasión porque lo que buscan, en el fondo, es el amor, esa es su principal guerra, las batallas consigo mismos por sus pasiones y deseos en perpetua adolescencia. La angustia de ser devorados por el olvido y la soledad.
Este artículo fue publicado originalmente en la web de WMagazín, la revista literaria online dirigida por el periodista Winston Manrique Sabogal, un espacio para conversar con sosiego sobre literatura, donde él es cronista de encuentros, reportajes y entrevistas a ambos lados del Atlántico, y los lectores son los coautores, con sus lecturas y comentarios.