Luis Tosar, el hombre
Un recorrido por la carrera este actor serviría para preparar un seminario sobre la construcción de las masculinidades hegemónicas a través del cine.
Si hiciéramos un recorrido por la carrera de Luis Tosar, tendríamos material más que perfecto para preparar un seminario sobre la construcción de las masculinidades hegemónicas a través del cine. Y no lo digo por la obviedad de papeles como el del marido maltratador de Te doy mis ojos, sino porque en la mayoría de sus películas, supongo que en gran medida condicionado por un físico y una voz que tanto peso le dan, ha encarnado personajes marcados por lo que podríamos considerar rasgos esenciales del varón dominante. La flaqueza del bolchevique, El niño, Toro o El desconocido bien nos podrían servir como ejemplos de un relato en el que nosotros siempre hemos tenido el protagonismo y en el que siempre se nos ha identificado por nuestros logros, por el heroísmo, por la acción permanente, por la conquista y, claro, por el uso normalizado y legitimado de la violencia. Incluso la reciente versión de Los últimos de Filipinas en la que intervino podría servirnos como retrato no solo de lo que fue un imperio en decadencia sino también de unas masculinidades que se ven obligadas a cumplir con las expectativas de género hasta los extremos más insoportables. También estuvo Tosar en la que entiendo que es una de las películas que de manera más inteligente enfocan la crisis que atraviesa la masculinidad en este siglo XXI, en el que al fin las mujeres son imparables. Una pistola en cada mano, la imprescindible película de Cesc Gay, podría ser el contrapunto de tantas historias heroicas en las que constatamos cómo ser hombre es finalmente una puesta en escena.
Quien a hierro mata, el deslumbrante thriller que ha dirigido Paco Plaza y en el que Tosar vuelve a hacer una de sus composiciones impecables, y en la que vuelve a demostrar que el atractivo tiene más que ver con la inteligencia del gesto que con el físico, es otro ejemplo magnífico de cómo el imaginario colectivo sigue mostrándonos al varón de este comienzo de siglo. Aunque de la trepidante historia pueden extraerse muchas lecturas de cuestiones como la venganza o la dificultad de hacer justicia cuando nos enfrentamos al mal de forma individual, y aunque es más que evidente que la película de Plaza suspendería en la aplicación más benevolente del test de Bechdel, a mí lo que más me ha interesado es la lectura que desde el punto de vista de una mirada superadora de los géneros es posible realizar sobre ella. Quizás lo más sugerente y hasta perverso sea que el personaje que interpreta Luis Tosar es un hombre cuidador de personas mayores y al que vemos con un individuo con habilidades empáticas, pacífico, amoroso y que incluso transmite una cierta ternura en su manera de relacionarse con los demás. Un hombre que está a punto de convertirse en padre y al que vemos vivir el proceso de manera muy cómplice con su compañera Julia, interpretada de manera sobresaliente por María Vázquez. Sin embargo, ese ángel cuidador acaba revelándonos finalmente su parte de demonio, colocándonos ante la tesitura moral de preguntarnos si efectivamente todas y todos somos igualmente ambas cosas, y si son las circunstancias o incluso la memoria personal las que nos lleva a potenciar una u otra de esas dos dimensiones. Mario, al que ubicamos en un espacio que justamente hoy nos reclama una seria reflexión política, el de la atención a las personas mayores y dependientes, acaba usando las mismas armas que el enemigo y no renuncia por tanto al ejercicio de la violencia sobre otros, aunque para eso no apriete un gatillo ni empuñe una espada. Tal vez porque, como buen hombre que es, no ha sido capaz de digerir bien las tormentas emocionales que lo sacuden y nunca se ha enfrentado en serio a los fantasmas que ve cuando se mira al espejo. Esos hombres silenciosos que tanto callamos y que tantas heridas mantenemos abiertas por cobardía. Los ojos de Tosar nos explican toda esa trastienda que no es otra que la de unos tipos que nunca o casi nunca somos capaces de desnudarnos sin tener una capa de superhéroes que nos proteja.
Como en todo buen relato urdido por hombres que parecen no tener más visión de la humanidad que la que marca la mitad a la que pertenecen, las mujeres de Quien a hierro mata son todas secundarias, leves presencias en la trama, sujetas que solo existen en función de lo que traman los hombres. Solo Julia tiene una cierta relevancia, pero encasillada en los más profundos perfiles de los relatos patriarcales. Ella no es solo la compañera sufriente y con frecuencia callada, sino también, y por encima de todo, la que da la vida, la que pare el futuro, la que por tanto parece que sigue situada más en la naturaleza que en la cultura. La que, para ser fiel a buena parte de nuestra larga tradición machista y hasta misógina, (atención spoiler), es sacrificada por el juego de poderes y rencores que se traen en manos los hombres. Pero todo se cierra con la calma propia que siempre ha administrado el patriarca: como buena madre, ha dado a luz a una nueva vida que permitirá la continuidad de la estirpe. Por ello encaja a la perfección que en un momento de la película Mario y Julia bailen y canten juntos “La vida sigue igual”.
Quien a hierro mata se suma pues a una filmografía, la de Luis Tosar, que nos debería servir a los hombres como espejo en el que mirarnos para después aprender la lección de lo que tenemos que empezar a sacar de la mochila. Decía el actor gallego en una reciente entrevista que siempre los directores lo ven como un tipo duro y machote, y que cuando ha hecho un papel distinto, como el de Ma Ma de Julio Medem, fue un fracaso. Yo creo, sin embargo, que esa película fue un fracaso porque era una pasada de tuerca del antes brillante Medem, y que el verdadero Luis, al que siempre escucho sensato, dulce y comprometido, es un hombre, ahora también padre, que anda metido en esa revolución personal e íntima sin la que la verdadera igualdad continuará siendo un horizonte. No puedo creerme que, tras esa mirada, y esa aparente brutalidad que subraya en muchos de sus papeles, no habite un hombre frágil y vulnerable. Porque solo desde esa precariedad es posible construir personajes con la hondura, la fuerza y la belleza que lo hacen el tipo con las cejas más atractivas del planeta. Ya solo nos queda, a él y a nosotros, que seamos capaces de traducir en nuestra vida cotidiana esa vulnerabilidad en energía que nos haga superar el machito que todos llevamos dentro.