Los solitarios veranos de 'los sin pueblo': "En aquellos años 80 no quedaba nadie en la ciudad"
Cinco personas cuentan cómo es la infancia y la edad adulta sin tener pueblo.
Si por algo se caracterizaba el verano en la infancia y en la adolescencia —un verano que empezaba en junio con el fin del colegio y que acababa en septiembre— era porque las amistades que se habían forjado durante el año escolar se separaban. Tu mejor amigo partía a ese lugar que no tenía nombre, que simplemente se llamaba pueblo, y no aparecía hasta después de tres meses.
A su vuelta, ese amigo que se fue a ese lugar llamado pueblo, volvía con una ingente cantidad de anécdotas: había ligado, había fumado y hasta había probado la cerveza por primera vez con sus primos.
Si los que se iban al pueblo se pasaban el día en la calle, los que se quedaban en la ciudad optaban por actividades más de interior: la consola, los cines, los recreativos y, si se terciaba, la piscina.
Los veranos de los menores que tenían pueblo eran muy distintos a los que se quedaban en la ciudad. Cinco personas cuentan a El HuffPost cómo recuerdan la infancia y la adolescencia sin tener un pueblo en el que pasar el verano y cómo lo viven ya de adultos y hasta con hijos.
Para José Alfaro, de 31 años, y para su hermano Miguel, de 28, nacidos y criados en Albacete, lo de no tener un lugar al que escaparse en esos calurosos veranos de los años 2000 sí les supuso algún que otro problema.
Antes, en los 90, cuando José era más pequeño, cuenta que le daba igual eso de no tener pueblo porque su tío Juan tenía una casa en El Salobral, una pedanía de Albacete, donde la familia iba los domingos a comer: “Yo asociaba el concepto pueblo a ese pueblo en concreto y en mi cabeza todos los pueblos eran como El Salobral. Mis amigos decían que se iban al pueblo y los imaginaba yendo a El Salobral todo el verano”.
Su hermano Miguel, dos años menor, sí que notó esa ausencia. Los veranos sin amigos los pasaba jugando al FIFA y, en raras ocasiones, en la piscina: “Llegué a sentir envidia de los amigos que sí tenían pueblo y que se iba de junio a septiembre a hacer esas miles de cosas super guays que luego nos contaban al empezar las clases”.
A unos 165 kilómetros, Pablo Salazar, lloraba en Elche cuando llegaba el verano y todos sus amigos partían a sus respectivos pueblos. “Mamá, ¿por qué nosotros no tenemos pueblo?”, le preguntaba Pablo a su madre, que reconoce que ahora ella se ríe recordándolo y contándoselo a sus hijos pequeños.
Explica Pablo que el verano se le hacía largo pero que siempre terminaba haciendo amigos. También, reconoce ahora orgulloso, se solía “acoplar” a la pandilla de su hermano mayor donde disfrutaba de cosas que a él no le dejaban hacer.
Patricia Sánchez, profesora de Bembibre (León) de 33 años, explica que era raro eso de que los amigos de todo el año, con los que ibas a clase, jugabas en el patio y quedabas los findes para ir al cine, tuvieran otros amigos en otro pueblo. Lo bueno para ella es que, a su vez, su lugar de residencia era el pueblo donde pasaban el verano niños de otros lugares.
Pero no toda la diversión estaba en los pueblos. Pablo Gutiérrez, periodista de 43 años, recuerda con nostalgia que él no tiene ningún recuerdo negativo de no tener pueblo porque pasaba parte del verano en una granja escuela: “Era casi, casi, como tener pueblo aunque sin las obligaciones de tener que ir sí o sí allí”.
Pablo ha vivido toda la vida en Madrid, probablemente una de las ciudades que más habitantes pierda en verano. Los madrileños llevan desde tiempos inmemoriales huyendo del asfalto en busca la playa y de la brisa del mar, lugar que Pablo alternaba con la granja escuela.
Y cuando volvía a la capital, drama: “En aquellos años 80 no quedaba nadie en la ciudad. Todo el mundo huía a donde fuera. Eso sí era más problemático de no tener pueblo. Que había varias semanas que tenía que quedarme en casa sin nada que hacer más que jugar solo o con mi hermano. Era de esos niños que volvía encantado a clase. Así podía volver a ver a mis amigos”.
¿Sin pueblo, sin raíces?
Ya en la vida adulta, el hecho de no tener pueblo tiene más que ver con el sentimiento de no tener raíces que con el de no tener amigos. Pablo Salazar reconoce que tiene una “espinita” por eso de no tener un lugar recurrente al que volver y al que llevar a sus hijos.
A José Alfaro le pasa algo curioso, reconoce que esa melancolía por no tener pueblo le llegó de más mayor, cuando sus amigos “volvían en septiembre digievolucionados en todos los sentidos”: “Dos meses en el pueblo eran como un máster en la escuela de la calle y, al volver, la diferencia académica con los que nos quedábamos con la Game Boy y el ventilador era notable”.
Era notable porque, asegura, aquellos que venían del pueblo tenían dotes que los de la ciudad todavía no habían desarrollado: “Conocían más trucos en general: con el balón, con la bici, con las chicas...”.
Su hermano Miguel revela que cuando era más pequeño, como suele pasar, tenía que hacer lo que sus padres mandasen, algo que cambió cuando cumplió los ansiados 18. Ya con coche propio, se empezó a desplazar a los pueblos de sus amigos a pasar el verano, lo que le permitió superar esa “envidia que de pequeño tenías a tus amigos con pueblo y empiezas a vivir algunas de esas experiencias tan guays que te contaban”.
Aunque Pablo Gutiérrez nunca tuvo problema alguno por no tener pueblo, reconoce que a veces fantaseaba con la posibilidad de tener un lugar al que escapar de la gran ciudad, pero no mucho: “Tener pueblo es también, para mí que me he criado en el centro de Madrid, una especie de tortura, de obligación absoluta, de atadura a un lugar y a una casa”.
Las fiestas del pueblo
En España, se da la casualidad de que la mayoría de las fiestas patronales de los pueblos suelen ser en agosto, concretamente el 15 de agosto, un día en el que país se para por completo y donde las procesiones, los desfiles, las capeas y las orquestas en las plazas llenan de color lugares que el resto del año suelen estar vacíos.
Las cinco personas que participan en el reportaje afirman que, a pesar de no tener pueblo, han ido en multitud de ocasiones a las fiestas regionales.
Patricia Sánchez, residente en Bembibre, un pequeño pueblo de unos 9.000 habitantes ubicado en El Bierzo, reconoce que sí ha ido a los municipios de alrededor ya que “es muy común las orquestas en la plaza del pueblo y antes también la ronda de bodegas”.
No siempre es fácil introducirse en el ecosistema que se forma en estas fiestas, donde cualquier persona que viene de fuera puede ser vista como alguien extraño. José Alfaro se sentía “forastero” pero reconoce que se lo pasaba bien “porque, por normal general, había una especie de desenfreno y locura que hacían que pudieran pasar cosas impensables en la gran ciudad”.
Miguel Alfaro abre un melón importante, ir a un pueblo que está en fiestas sin conocer a nadie: “Si vas a la fiestas de un pueblo con alguien que es de allí, eres bienvenido, la gente te quiere. Pero alguna vez he ido con varios amigos a las fiestas de un pueblo sin ser nadie de allí y la cosa es muy diferente, aunque pueda parecer muy gañán, en las fiestas que yo he ido, si no te conocen, te hacen sentir muy incómodo. Muchas malas miradas, malas contestaciones, no te tratan de la misma manera”.
Casualmente, la primera vez que Pablo Salazar fue a las fiestas de un pueblo fue en Liétor (Albacete), porque una amiga suya era de allí. Afirma que regresó a Elche “completamente loco” porque “aquello era el paraíso”: “Todo buen rollo, alcohol a mares y verbenas ¡Verbenas! Vivirlas y no verlas por televisión fue un hito personal”.
“Me acuerdo que después de una traca gorda nos quedamos fritos en un puente y nos despertamos sorprendidos porque la gente corría en una dirección y no entendíamos absolutamente nada. Resulta que habían soltado las vaquillas. Huimos como ratas”, comenta entre risas Salazar.
¿Lo echan de menos?
Las edades de las cinco personas que han contado sus experiencias sobre vivir sin pueblo van desde los 28 hasta los 43 años, un abanico extenso en el tiempo pero que tiene muchas coincidencias.
Patricia se acuerda de su Yo adolescente para decir que lo único que siempre envidió de tener pueblo era lo de salir todos los días de la semana sin tener hora a la que volver a casa. Ahora con dos hijos recién nacidos nada de nada.
Pablo Gutiérrez, el más mayor de los entrevistados, no considera “una pérdida” lo de no tener pueblo. Señala que tuvo una infancia “económica y materialmente privilegiada” con la que pudo tener actividades “muy gratificantes que no me hicieron pensar con envidia en los pueblos ajenos”.
Miguel cree que sin pueblo se ha perdido la experiencia de tener un grupo de amigos fuera de su entorno habitual en Albacete. Reconoce que sí querría tener pueblo y que le gustaría que sus hijos, cuando algún día los tenga, sí pudieran tener esas vivencias que él no ha tenido.
Para su hermano José, algo más mayor, vivir sin pueblo tampoco ha sido para tanto porque “la amistad, el aprendizaje y el sentimiento de clan lo he vivido de alguna forma también en mi ciudad: “Quizá me he perdido la forma, no el fondo”.
Sobre si le gustaría tener pueblo, bromea: ”¿A quién no le va a gustar un baptisterio romano del siglo I Antes de Cristo? ¿A quién no le va a gustar? Sí, ¿por qué no? Hay veces que estás harto del ritmo de vida de la ciudad, del estrés que este ritmo genera y quieres tener un lugar en el que te sientes protegido por tus vecinos o tu familia y el tiempo pasa diferente”.
Pablo Salazar reconoce, después de haber ido a los pueblos de sus amigos cuando era más mayor, que ahí había mucha mitología porque nadie conoció jamás a esa supuesta novia de la que alardeaba el colega de turno cuando volvía a clase en septiembre.
En el fondo sí cree Salazar que “es bonito tener sentimiento de pertenencia a otro lugar diferente al que vives” y que ese otro lugar puede ser un plan de escape del día a día, donde tener un espacio fuera de la rutina del día a día “por no hablar de que si la vida te pone en una situación jodida, tener la opción de decir ‘a la mierda, lo dejo todo y me voy a vivir al pueblo’, es cojonudo”.