Los pájaros de Mario Camus
No hay por qué enfatizar la vida cuando se muestra; no hay por qué reducir al espectador a mero juguete emocional.
No me refiero a los que, desde luego, no tenía en la cabeza. Tampoco a la milana que revoloteaba en torno a un inmenso Paco Rabal, ni a las perdices que venteaba Alfredo Landa, tanto más grande cuanto más humillado.
Aunque sé que volveré a rastrear el campo y a deshojar mazorcas antes de que concluya esta nota apresurada y dolida.
Los pájaros que me han asaltado cuando he sabido de la muerte de Mario Camus son los de Baden-Baden. La adaptación del cuento de Aldecoa fue, me susurra la memoria, mi primer encuentro con el director y, al tiempo, el aviso de que en algún estante de una librería me esperaba un escritor capaz de todas las sensaciones, salvo el sosiego.
En aquella película, ni mucho menos primeriza, descubrí a un cineasta sólido, que sabía armar un plano y sostenerlo como un arco sostiene un puente: con fuerza y flexibilidad; un plano que permite que la narración tenga lugar, que deja espacio a los actores y respeta las líneas del guion. Pura sintaxis.
Eso que tantos olvidamos cuando nos ponemos a escribir sin aprender la lección que Camus nos diera tantas veces: lo que llamamos estilo no es más que el resultado de currar a granel. También, por cierto, nos lo enseña Aldecoa. Ambos, artesanos de sus lenguajes, dominaban como pocos la profundidad de campo, el cimiento invisible que dota de verdad a cualquier historia.
Aunque el cineasta tuvo que bregar, me temo, con inconvenientes que el escritor no halló nunca entre las teclas de la máquina, desde producciones pobretonas como sopa de hospicio a repartos inadecuados.
Rémoras lastraron algunas de sus películas hasta obligar a Camus a suplir con malabarismos de cámara las penurias que sufrió.
Por otra parte, no conviene olvidar que, durante demasiado tiempo, el cine español no ha tenido un verdadero entramado industrial que le permitiera afrontar tales dificultades.
Hacer cine en España, hasta hace nada, ha sido llorar lágrimas de sangre.
Mario Camus encarnó la profesionalidad, el rigor, la paciencia. Suyo era el cariño lento de los esposos que saben que quererse es tarea de años, silencio, pequeñas decepciones y abrazos casi en secreto. A los demás les dejó las pasiones extremas, que arden con brío y fulgor, pero no dejan más que ceniza temprana.
Todas las secuencias que rodó, incluso las que eran mera transición entre dos momentos de la historia, tienen mucho de indagatorio, de pregunta dirigida al objetivo. Cada elemento del decorado, cada figurante, cada destello, vibra para entregar la nota necesaria. No se puede estar delante de una cámara y no actuar cuando detrás de ella se encuentra Mario Camus.
En Young Sánchez (también sobre un relato de Aldecoa) encontró su manera de hacer películas. El entusiasmo, la traición, el arrepentimiento, la duda, han de quedar en manos de los personajes. No hay por qué enfatizar la vida cuando se muestra; no hay por qué reducir al espectador a mero juguete emocional.
Años después, La vieja música trazó un mapa de la melancolía sinuoso y lúcido, por el que Federico Luppi viajaba con una soltura que no le volví a ver.
Y sé que aún no nos hemos recuperado de La colmena y de Los santos inocentes, y que, por fortuna, no nos recuperaremos jamás. Dos lecciones de cine transparente, directo, capaz de encontrar la humanidad de aquellos a quienes la historia, esa puta desabrida, ha reducido a títeres.
Dos guiones cincelados con sabiduría, dos elencos en estado de gracia (sin excepciones) y la mano lenta y decidida de un director que supo dar a las palabras relieve, movimiento, hondura. La primera consiguió que sonriéramos en medio de la humillación; la segunda nos heló la sonrisa tan solo con decirnos que la opresión siempre se conjuga en presente.
Si hay cielo, espero que el que acoja a Camus haya sido diseñado por Cuerda. En él estarán don Ibrahim de Ostolaza, académico al fin, Matías Martín y su rimero de palabras extravagantes, Paco el Bajo corriendo sin dolor, Azarías recibiendo de nuevo a su milana, Young Sánchez con el cinturón de campeón…
Y al fondo, colgado de la rama por los siglos de los siglos, el señorito Iván.
¿Cabe mejor reparto para una película eterna?
Y quizás sea el mismo Dios el que ponga la mano en el hombro de Camus y le diga:
-Relájate, hombre, que le he encargado la fotografía de todo esto a Luis Cuadrado.