Los 'millenials' y los de siempre
Los millenials tienen buenos motivos para estar descontentos. La herencia que reciben de nosotros es complicada. Algunos problemas vienen de antiguo y la sociedad española no ha sabido (o querido) solucionarlos. Otros parecían haberse superado y emergen con inesperada fuerza. No pretendo ser exhaustivo. Me centraré en un par de ejemplos.
Cada vez que vuelvo a España, me sorprende ver la gran cantidad de gente que se eterniza en un puesto determinado. "Se ha colocado" es la expresión que se utiliza para referirse a quien consigue trabajo, como si se tratara de un mueble o de un ladrillo. Que una persona que tiene toda la vida por delante decida "colocarse", a mí personalmente me resulta incomprensible. Refleja una falta de inquietud que se sitúa en las antípodas de lo que significa ser joven. ¿Cuántas personas hay de mi generación que siguen en el mismo puesto que cuando salí del país hace ya más de treinta años? Demasiadas. Lo ilustraré con una anécdota personal.
Cuando estudiaba en la Complutense, mediada la década de los setenta, aprobé una oposición a la Seguridad Social que me permitió emanciparme de mi familia. Entraron conmigo un grupo de ocho o diez jóvenes universitarios, todos de mi edad y todos convencidos, como yo, de que dejarían el trabajo nada más acabar la carrera. Pero cuando pasé por la oficina veinte años más tarde, intrigado por averiguar qué había sido de mis antiguos compañeros, comprobé que todos seguían allí. Ni uno solo había experimentado la necesidad de orientar su vida por nuevos derroteros. Al parecer, pudo en ellos más la seguridad de un puesto vitalicio que el deseo de superación. Lo cual, a mi parecer, no deja de ser deprimente.
¿Es aplicable esta anécdota a la juventud actual? No me gusta generalizar, pero en varias ocasiones he preguntado a hijos de amigos y familiares si, en caso de poder elegir, preferirían un trabajo bueno o uno estable, y, casi invariablemente, todos se han inclinado por la segunda opción. Lo que me lleva a pensar que, en España, igual hoy que hace cuarenta años, se valora la seguridad por encima de todo. ¿A qué se debe esta actitud? La escasez de empleo puede explicarlo, pero sólo en parte. Parece evidente que la sociedad española fomenta la seguridad y el conformismo. Por lo que, si convenimos en que lo específico de la juventud es la rebeldía, el amor al riesgo y el afán de aventura, en nuestro país hay buenas razones para pensar que el sistema se empeña en que los jóvenes dejen de serlo cuanto antes.
Los padres tienen sin duda buena parte de culpa. Con su excesivo proteccionismo, parecerían empeñados en evitar a toda costa que sus hijos se independicen, como si quisieran mantenerlos en un permanente estado de inmadurez. Pero la responsabilidad recae sobre todo en los mismos interesados, que se dejan neutralizar por un sistema que coarta su iniciativa. Todos necesitamos retos para probarnos. Sólo de ese modo adquirimos la autoconfianza necesaria para superar miedos y no retroceder frente a las dificultades. Hace unos años leí en alguna parte que la mayor parte de los jóvenes españoles consiguen su primer trabajo por intermedio de amigos y familiares. De ser así, me parece un hábito nocivo.
Obviamente, no me estoy refiriendo aquí a los jóvenes que han sido obligados a abandonar España por falta de oportunidades. El problema que denuncio es otro. En mi opinión, lo ideal sería que el país ofreciera seguridad de empleo a sus jóvenes y que ellos lo rechazaran por ambición o inquietud vital. Pero lo que sucede es justamente lo contrario. Un porcentaje alto de jóvenes busca seguridad y la sociedad no se lo ofrece. El sistema laboral español necesita sin duda de una reforma en profundidad que solucione sus deficiencias. Pero el problema tiene asimismo otra dimensión que no podemos ignorar. Hace diez o doce años, cuando el desempleo se situaba en niveles relativamente bajos, se popularizaron numerosos chistes que ponían de manifiesto la tendencia de los jóvenes a perpetuarse en casa de sus padres hasta una edad avanzada. Supongo que alguna base tendrían.
La corrupción es otro problema que viene de antiguo. Aunque el hecho de que se esté haciendo ahora visible permite cierto optimismo. ¿Conseguiremos por fin que la nueva generación acabe con una costumbre que parece formar parte de nuestra idiosincrasia? Eso es lo que todos esperamos. Si bien sólo cuando accedan al poder tendremos oportunidad de comprobarlo. Yo soy de los que se dejaron sugestionar por los "cien años de honradez" del PSOE de la Transición, de los que creyeron que se iniciaba una nueva forma de hacer política y de los que sufrieron una enorme decepción cuando se demostró lo contrario. El problema sólo se acabará cuando se establezcan los mecanismos de control necesarios. La corrupción será menor cuanto más severo sea el castigo. Y no me refiero tan sólo a los políticos y a los banqueros, sino al conjunto de la sociedad. Así sucede en todos los países y España no es una excepción.
Finalmente, existe un importante cambio que mi generación sí consiguió llevar a cabo, y que, al parecer, no hemos sabido explicar a nuestros hijos. Tal vez porque tampoco hemos sabido comprenderlo nosotros. Me refiero a la transformación que se produjo en la Transición en cuanto a la forma de ejercer el poder. En una sociedad caracterizada por el autoritarismo y la represión, por el dogmatismo y el rechazo de la disidencia, por primera vez en nuestra historia se consiguió implantar con éxito un sistema basado en el diálogo, la negociación y la búsqueda de acuerdos. Que es, básicamente, lo que define a un régimen democrático.
El desprestigio actual de la Transición entre los jóvenes prueba que no ha sido bien entendida. Porque pretender que la democracia consiste en votar, cuanto más mejor, es una burda simplificación que no resiste el más mínimo análisis. Una sociedad democrática se caracteriza por negociar un espacio de convivencia que tenga en cuenta los intereses y las aspiraciones de los distintos grupos que la componen. Para ello, es indispensable que todos adopten una actitud flexible y estén dispuestos a renunciar a algo. El repunte entre los jóvenes de posiciones radicales, tanto en ambientes nacionalistas como de izquierdas, no es una buena noticia para el país.
La amenaza es especialmente grave, porque el ataque se hace enarbolando una pretendida "calidad democrática" que la predisposición a negociar estaría poniendo al parecer en peligro. Como si fuera posible establecer un sistema democrático sin pactar y hacer concesiones. Una sociedad en la que la mayoría del electorado utilizara la fuerza de los números para imponer su voluntad, sin ningún tipo de cortapisas, no estaría construyendo una democracia sino un polvorín. Ejemplos no faltan para demostrarlo. Que los radicales hayan conseguido convencer a una parte importante de la juventud de que esa forma de hacer política es revolucionaria, cuando implica una vuelta a viejas prácticas que han probado una y otra vez su ineficacia, es un claro síntoma de la confusión que reina entre nosotros. Permitir el desprestigio de la Transición es un error que podemos pagar muy caro.
Debo aclarar que no estoy proponiendo en modo alguno que los jóvenes renuncien a sus ideales. Todo lo contrario. Me preocupa observar que, con más frecuencia de lo que sería de desear, ciertos españoles (jóvenes y no tan jóvenes) evidencian un radicalismo visceral en la organización del espacio público, mientras que, cuando sus intereses personales están en juego, se dejan llevar por la prudencia y el sentido práctico. Ese idealismo retórico, que es muy cómodo porque no obliga a nada, dificulta enormemente la convivencia, y a mí personalmente, por su deshonestidad, me resulta muy desagradable.
Que los jóvenes sean idealista e intransigentes en el ámbito personal, cuando se trata de organizar su futuro, me parece admirable. Es bueno que actúen de acuerdo a sus convicciones, sin dejarse dominar por el miedo o la comodidad. Pero la negociación del espacio común requiere otro tipo de actitud, más flexible y tolerante. El aventurismo político no puede servir para compensar la cautela a nivel individual. Más bien al revés. Contribuir a desarraigar esa práctica debería haber sido (o debería ser) una parte esencial de nuestro legado a la nueva generación.