Los hombres también lloran
Desde las plañideras hasta Ulises, pasando por Aquiles, las lágrimas nos han acompañado a lo largo de la Historia de la Humanidad.
Cuenta la leyenda que cuando el rey Boabdil ‘el Chico’ abandonaba Granada, tras su derrota a manos de los Reyes Católicos, no pudo contener las lágrimas y se puso a llorar desconsolado. Su madre, que lo miraba con desdén, le dijo indignada: “No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre”.
Esta escena, de ser cierta, habría enfurecido al mismísimo Platón, ya que se cuenta que no soportaba los llantos, ni siquiera los que aparecían en las tragedias griegas, y que recriminaba que los adultos llorasen ya que, según él, eso tan solo lo pueden hacer los niños.
La verdad es que el Homo sapiens es el único animal que tiene lágrimas emocionales, las cuales, según la evidencia científica disponible, son diferentes en cuanto a su composición química —mayor concentración de proteínas que otros tipos de lágrimas— y tienen rasgos fisiológicos claramente distintivos, como son los sollozos.
Las plañideras, una profesión en desuso
La primera mención escrita que tenemos de las lágrimas se remonta al siglo XIV a.C., y aparece recogida en unas tablillas mesopotámicas, en donde se deja constancia de las lágrimas que provocaron la noticia de la muerte del dios Baal a manos de su hermana Anat.
Las lágrimas no son solo cosa de mujeres, es mentira esa manida expresión de que los hombres no lloran, por supuesto que sí lo hacen y, además, lloran tanto los guerreros como los héroes.
En la Odisea el mismísimo Ulises —el más humano de todos los héroes griegos— llora hasta en tres ocasiones y en la Ilíada el bizarro Aquiles también se desmorona, no pudiendo controlar las lágrimas ante la muerte de su querido Patroclo. También gimió de la emoción la diosa Deméter cuando recuperó a su hija Perséfone de las garras de Hades.
Es sabido que en el Antiguo Egipto existía la figura de las plañideras, unas profesionales cuya función era la de manifestar dolor ante la pérdida de una persona a través de gritos, golpes y llantos. Cuanto más elevado era el estatus social del difunto mayor era el número de plañideras que se contrataban, así como la ferocidad de su actuación.
Durante el velatorio estas mujeres vestían ropa de luto —velo oscuro— y portaban un jarrón llamado “lacrimatorio” donde derramaban sus lágrimas. Con estas vasijas los egipcios pretendían diferenciarse de sus coetáneos ante los dioses. Cuanto mayor fuera el volumen del lacrimatorio, mayor era el respeto que habría disfrutado el difunto en vida.
No deja de ser curioso que en nuestro país esta figura también aparezca reflejada a lo largo de la geografía, desde las choronas gallegas hasta las erostariak vascas, pasando por las nigaregileak navarras y los ploracossos —plañideros masculinos— catalanes.
Una forma de comunicación
Fue a partir de la segunda mitad del siglo XVIII cuando el llanto se convirtió, al menos entre los varones, en una actitud vergonzante que era preciso ocultar. Durante la Ilustración, con la preeminencia de la razón sobre los sentimientos, las lágrimas debían permanecer en el espacio de lo privado o bien reprimirse.
Con la llegada del Romanticismo se revalorizan los sentimientos y sus manifestaciones, pero la hegemonía lacrimógena tenía los días contados, el Positivismo y la Revolución industrial mandaron definitivamente al llanto al rincón de lo más vergonzoso.
El llanto, mucho más que la palabra, es una señal de empatía y tiene una fuerza perturbadora con efectos purificadores. En una de las viñetas del dibujante Quino aparece Mafalda llorando visiblemente al tiempo que dice: “No lloro, simplemente estoy lavando recuerdos”.
Para finalizar nos quedamos con el monólogo final del replicante Roy Batty de la película Blade runner (1982): “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: naves de ataque en llamas, más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tanhäusser. Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es tiempo de morir”.