'Los Gondra', la teatro-serie de la historia, el relato y las memorias vascas
El Centro Dramático Nacional programa la trilogía de Los Gondra. Lo hace en el Teatro Valle Inclán y coincidiendo con los diez años desde que ETA dejó las armas. Aquellas personas afortunadas que hayan conseguido entradas para ver las tres en días o semanas consecutivas tendrán la suerte de disfrutar de una serie tan fascinante como las mejores que se pueden ver en las plataformas de televisión. El resto se tendrá que conformar con ver la tercera, que al estar programada más días, todavía podrán encontrar entradas.
La historia trata de una familia vasca, de Algorta, cuyas ramas están enfrentadas. Un enfrentamiento que se escenifica en la casa común familiar. Esa que construyó un ancestro indiano a finales del siglo XIX y que se lega de generación en generación al primogénito. Obligados estos a tener hijos, hijos varones, que puedan heredarla.
Obra, que, tal vez por la ensoñación y la autoficción que introduce su autor, Borja Ortiz de Gondra —sí, tiene el apellido de la familia protagonista— y la endogamia familiar, recuerda a los fascinantes novelones familiares del realismo mágico latinoamericano. Sobre todo, a la popular Cien años de soledad de García Márquez y, por su vertiente política, a La Casa de los espíritus de Isabel Allende. Aunque, si se toma distancia, el espíritu teatral de Lorca también está presente. Sobre todo en las formas en las que se usa el folclore y la cultura vasca y el aliento poético de algunos pasajes, algunos diálogos, algunas reflexiones y algunas acciones.
Todo comienza con Los Gondra (una historia vasca). En un día de boda. En el que asoma la sospecha sobre el origen vasco de la novia. En ese entorno idílico, dos aspectos amenazan tormenta. El hijo emigrado que vuelve para decir que es homosexual y que se va de allí para siempre. La sobrina nieta o prima que está al otro lado, en frente, llena de rencor contra una rama de la familia que ha hecho sufrir a su ama y a su aita.
Será esa misma prima la que detone la segunda parte, Los otros Gondra (relato vasco). Reclamando al autor que limpie el nombre que ha manchado en la primera. Que reclame su punto de vista de la historia. La que pide paso. Una mujer amargada y soltera que ha dejado las armas y se ha funcionarizado. Una mujer que ha sublimado su deseo de ser madre adoptando a una niña negra, más negra que un tizón, a la que ha puesto de nombre Edurne. Una Gondra por la que no corre ni una pizca de sangre de la familia.
Personajes, muertos y vivos, que se reunirán en la tercera obra, Los últimos Gondra (memorias vascas), con las nuevas generaciones. Lo harán alrededor del árbol familiar. El árbol delante de la casa que heredarán las nuevas generaciones, a la muerte de Borja, que se mata en esta ficción y deja un viudo, norteamericano de origen armenio, que mira y oye perplejo todo lo que sucede en Algorta en estos días en el que ya se han abandonado las armas y se suceden las reuniones de reconciliación.
Unas generaciones que tienden a mantener el círculo, incluido el círculo de nacionalismo, machismo y homofobia que comparten ambas partes y que han compartido a lo largo del tiempo. Aspectos en los que ambas ramas están de acuerdo, es decir, que entre ambos existen puntos de encuentro. Unas nuevas generaciones que de nuevo definen quién es y no es un verdadero Gondra. Signifique lo que signifique eso.
Obras que permiten comprobar el crecimiento y desarrollo de un autor, que también es actor en la misma. En la que hace de sí mismo, pero que cuando se convierte en personaje lo hace, nada más y nada menos, que en el cuerpo y la voz de Joaquín Notario.
Un gran actor, sí, pero que, tal vez por indicación del director, Josep María Mestres, o de motu proprio, elige un registro que roza la caricatura. Motivo por el que, quizás, los que vieron la segunda parte cuando se estrenó en el Teatro Español, echen en falta a Jesús Noguero, que lo interpretó entonces con unas maneras y formas muy diferentes.
Da lo mismo porque lo importante, siendo un punto a tener en cuenta, no es esto. Sino que a la manera de esas grandes trilogías que han pasado por Madrid, como La trilogía de los dragones de Lepage o The coast of Utopía de Tom Sttopard, que consiguen enganchar con la historia de esta saga familiar. Lo hace porque sabe construir un mundo alrededor de la casa y del frontón del pueblo. Alrededor de un armario llegado de Cuba que esconde un secreto y una cesta de frontón partida en dos que no hay forma humana de reunir. Y que, por tanto, se necesita hacer otra nueva para poder seguir jugando.
Un mundo menos estereotipado, más realista y con mucha más poesía que la otra referencia literaria sobre el terrorismo en el País Vasco, el best-seller y la multipremiada serie Patria. No porque dé voz y voto a todas las partes, a todos los dolores políticos y humanos en igualdad de condiciones, aunque tome partido. Sino por identificar el círculo vicioso en el que se mantiene una sociedad que es recreada con un puñado de actores que se desdoblan en multitud de personajes.
Personajes con los que se empatiza. Una empatía basada en el reconocimiento en el otro de uno mismo. Vehiculada por la peripecia, la anécdota y los diálogos realistas, cotidianos, de las reuniones familiares. Vehiculada también por la poesía teatral. La que permite un texto de aliento literario que no elude lo poético, más bien lo busca siempre que ve que es oportuno. La que permite un texto teatral que mira a la tradición, en la que la relación de los personajes con sus fantasmas tienen mucho de shakesperiano.
Seguramente, es todo lo anterior lo que explica el éxito de la saga. El que muchos espectadores hayan decidido ver las tres seguidas en días consecutivos, como cuando se sientan en casa delante del televisor para ver una serie, pues algo hay de esa actitud entre los asistentes. Abandonarse al placer de una historia bien contada. Y dejarse, simplemente, emocionar. Algo que agradece durante la representación con silencio, algún suspiro y algunas lágrimas.
Incluso con risas, pues no le faltan sus notas de humor, sobre todo en la tercera obra. La única para la que quedan entradas porque al ser estreno absoluto está programada más días. Obra en la que se nota lo bien que ha afilado el oficio el autor y director con sus dos obras anteriores. La confianza adquirida a la que seguramente habrá contribuido la buena respuesta del público, sus aplausos y sus bravos, las buenas críticas y el reconocimiento obtenido en forma de nominaciones y premios.