Los expertos revelan qué es lo que provoca las ansias de comer
Que sí, que te puedes comer esa galleta, pero por disfrutarla, no como terapia o recompensa.
Para Ernest Hemingway, eran las ostras. Para Nora Ephron, el puré de patata. Para tantos y tantos personajes de películas, el helado.
Desde que tenemos uso de razón, los seres humanos comemos en función de nuestras emociones. Pero eso no significa que sea buena idea. La ciencia puede explicar nuestro apetito emocional y nuestra búsqueda de comida de recompensa, analizando qué factores provocan esas ansias y cómo nos afecta el hecho de ceder a ellas.
El cortisol es la principal hormona del estrés, que desencadena nuestro instinto de lucha o huida. También regula cómo nuestro organismo utiliza los carbohidratos, las grasas y las proteínas. Así que, si estamos estresados o ansiosos y se libera cortisol, puede que nos apetezca una dosis de carbohidratos.
“Cuando estamos estresados, nuestro cuerpo se llena de cortisol”, explica la psicóloga clínica Susan Albers. “Eso nos hace recurrir a alimentos con azúcar, grasa y sal”.
Luego está la dopamina, un neurotransmisor asociado a la percepción de recompensas. La dopamina se dispara ante la promesa de que algo positivo está a punto de ocurrir, como comer algo que te encanta. Los alimentos de recompensa a los que recurrimos porque saben muy bien nos dan un chute de dopamina, por eso volvemos a buscar esa fuente de energía, señala Albers.
“Hay investigaciones que dicen que incluso anticiparse a comer ciertos alimentos genera dopamina”, apunta Karen R. Koenig, trabajadora social y experta en psicología de la alimentación. Esto explica por qué los científicos la llaman “la molécula de la anticipación”: se libera cuando sabemos que estamos a punto de experimentar algo placentero. “Ni siquiera tienes que comer [para generar dopamina]”, explica Koenig al HuffPost.
No olvidemos la serotonina, más conocida como “la hormona de la felicidad”, que cuando está en niveles bajos se asocia a la depresión. Como hormona y neurotransmisor, la serotonina en sí no está en la comida, pero el triptófano, un aminoácido necesario para producir serotonina, sí que está en la comida. Comúnmente asociado al pavo, el triptófano también está presente en el queso, quizá de ahí que los sándwiches de queso fundido nos parezcan tan placenteros. Los hidratos de carbono también pueden estimular los niveles de serotonina, lo cual puede mejorar tu ánimo, así como el chocolate.
Sarah Allen, psicóloga especializada en estado de ánimo y trastornos alimenticios, cita el estrés y el aburrimiento como dos de los principales causantes del apetito emocional. Y esto se debe a que comer es una tarea.
“Comer nos da algo que hacer. Llena nuestro tiempo y nos da una excusa para procrastinar”, explica Albers al HuffPost.
Normalmente utilizamos la comida para marcar el tiempo; el almuerzo, por ejemplo, sirve para hacer una pausa en una extenuante jornada laboral. Así que es fácil asociar la comida a una forma de alivio o emoción, y es normal que también recurramos a esas sensaciones cuando estamos preocupados o tristes.
“Los acontecimientos no tienen significado; somos nosotros los que le damos un significado”, señala Koenig. “El significado de comer es ’voy a ser feliz. No voy a estar mal. Voy a disfrutar de esta experiencia maravillosa”.
Esta conexión también se produce con otro tipo de apetito emocional: cuando se come por felicidad. Piensa en cómo se celebran los grandes logros o las emociones especiales, o piensa en la forma más sencilla de ocio. Nos damos caprichos con nuestra comida favorita cuando queremos marcar un momento de orgullo o alegría, y asociamos actividades como ir al cine con tomarnos algo como acompañamiento.
“Hay un malestar emocional consciente e inconsciente”, detalla Koenig. “A veces sabemos lo que estamos sintiendo y otras, no; simplemente nos sentimos incómodos o tristes, y no lo gestionamos. En su lugar, comemos. Luego llegamos a entender lo que nos pasa: pena, remordimiento, arrepentimiento... Cambiamos ese primer malestar, que quizás no nos resulta familiar y nos asusta, por la sensación familiar que viene después de la comida”.
Normalmente los alimentos de consuelo o recompensa no son saludables. Cuando comemos con las emociones, queremos dulces o pasta o unas patatas fritas.
Hay varios motivos que lo explican, señala Albers: tenemos recuerdos emotivos de algunos alimentos, y probablemente sea más de la lasaña de tu abuela que de una ensalada. Además, nuestra cultura considera a algunos alimentos como caprichos o placeres culpables, y esos son los que buscamos cuando queremos tranquilizarnos o premiarnos. Por otro lado, un dulce aumenta el azúcar en sangre, y eso hace que nos sintamos mejor en el momento.
También es verdad que cuando comemos por motivos emocionales, quizá después no nos sentimos muy bien, porque sabemos que hemos comido en exceso o consumido alimentos insanos. O quizás nos sentimos simplemente bien porque estamos celebrando un ascenso que nos ha costado mucho con un pastel red velvet. En cualquier caso, estamos reemplazando nuestros sentimientos originales por las emociones que surgen al comer, ya sean de pena o satisfacción.
“Los alimentos de consuelo normalmente están asociados a nuestra madre como compañera de emociones”, afirma Jordan D. Troisi, profesor asociado de Psicología en la Universidad Sewanee.
Troisi colaboró en un estudio de 2015 llevado a cabo por la Universidad Estatal de Nueva York para la revista Appetite. En el estudio participaron un grupo de estudiantes de instituto: a algunos se les pidió que recordaran un momento en el que alguna de sus relaciones más próximas se vio amenazada o en el que se sintieron de alguna forma apartados. Después, los que recordaron sentimientos de aislamiento o soledad tenían más probabilidades de recurrir a alimentos de recompensa, explica Troisi, y esa comida les parecía más sabrosa que a otros estudiantes que no tendían a comer eso en una situación emocionalmente negativa.
“Trabajamos con la idea de que los individuos consumen alimentos de recompensa cuando sienten aislamiento, porque eso les recuerda una relación fuerte que tienen o tuvieron, y les alivia ese aislamiento”, describe Troisi.
Piensa en todos los recuerdos felices y reconfortantes que implican comida. A lo mejor tu familia acostumbraba a celebrar las ocasiones especiales con un paseo con parada en la heladería, o mamá o papá solían alegrarte un día triste con un buen plato de macarrones con queso. Por eso cuando te sientes rechazado o con ansiedad en algún momento, comer estas comidas supone una conexión instantánea con ese momento reconfortante.
Todos los expertos consultados aseguran que el apetito emocional puede estar bien con moderación. Pero cuando este comportamiento se convierte en hábito, puede dañarte tanto física como emocionalmente: físicamente, por el consumo habitual (e incluso excesivo) de alimentos que no son tan saludables; emocionalmente, porque comer para evitar enfrentarse a los sentimientos es como “poner una tirita en un brazo roto”, compara Albers.
Pero, ¿cómo separamos nuestras emociones de lo que comemos? Para empezar, debemos recordar que el verdadero propósito de la comida es nutrirnos. De hecho, Koenig sugiere que el término “alimento de consuelo” [comfort food, en inglés] puede ser en sí parte del problema.
“El confort no es algo que debamos asociar a la comida”, opina Koenig. “Lo normal es dar comida a nuestro cerebro para nutrirlo o como placer ocasional. El confort lo debemos buscar en los amigos, haciendo cosas por nuestra cuenta o practicando actividades saludables que reduzcan el estrés interno”.
“Si empiezas a buscar comida por eso, mejor párate”, aconseja Allen. “Piensa: ’¿Tengo hambre? ¿Necesito algo de comida en el estómago o se ha disparado uno de mis estímulos emocionales para comer? ¿Lo necesito ahora mismo?”.
Tanto Albers como Koenig opinan que deberíamos preguntarnos si de verdad tenemos hambre de comida o si necesitamos otra acción para tratar lo que estamos sintiendo. Allen recomienda escribir un diario, aunque sólo sea anotar lo que comes, cuándo lo comes y por qué. Koenig lo ilustra con un diagrama: Tengo hambre, ¿sí o no? ¿Qué quiero comer? ¿No tengo hambre? ¿Cómo me siento? Si estás apenado, piensa en formas constructivas para asimilar esa pena. Si estás enfadado o dolido por alguien, ve a hablar con esa persona.
Albers y Koenig también mencionan el concepto de consumo consciente. Comer debería ser en sí mismo una actividad. En vez de comer en base al estado de ánimo, deberíamos resolver nuestras necesidades emocionales por un lado y concentrarnos en la comida por otro. ¿Qué tiene de bueno consumir la comida más deliciosa si estás tan emocionalmente distraído que simplemente comes y comes sin saborearlo e ignoras la sensación de plenitud hasta el punto de sentir malestar? Cuando comemos el objetivo es sentarse, disfrutar de esa comida y de sus sabores y ser conscientes cuando estemos llenos.
Pero si estás intentando reducir tus hábitos de apetito emocional, tampoco te limites a comer pechuga de pavo. No dejes de golpe todos tus vicios alimentarios, no te mortifiques cada vez que caigas y piensa en otras formas de confort y recompensa.
“Cuando te dices que no puedes comer algo es cuando más quieres comer esa cosa”, recuerda Allen. “Si te repites que no puedes comer chocolate, entonces piensas en chocolate”.
El riesgo de ser demasiado duros con nosotros mismos sólo incrementa la sensación de estrés, melancolía, pena y culpa, llevándonos a un círculo vicioso. Podemos darnos el gusto de comernos unas galletas de vez en cuando, pero debería ser por el placer de comerlas, y no como una forma de autoterapia.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ EEUU y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano