Los detectives de COVID-19: rastreadores y aplicación Radar
Los epidemiólogos subrayan que los rastreadores deben ser personas cualificadas, pero carecemos de una regulación que especifique su perfil profesional.
Por Ricardo Rivero Ortega, rector de la Universidad de Salamanca, catedrático de Derecho Administrativo:
¿Quiénes y cómo deben rastrear los casos de COVID-19? ¿Deben hacerlo profesionales sanitarios del sistema público, o empresas privadas? ¿Conviene generalizar las apps en los teléfonos móviles o hacer llamadas aleatorias a los domicilios de las personas en cuarentena? Cada alternativa tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pero al fin de lo que se trata es de que alguien realice tareas concretas –investigar o recopilar información– de la manera más efectiva posible y respetando todos los derechos.
La recopilación de datos corresponde a los rastreadores. Esta labor de rastreo consiste en la identificación de las personas que han estado en contacto con quien ha recibido un diagnóstico positivo de la enfermedad. El protocolo a seguir en su tarea incluye la formulación de un cuestionario para poder avisar a quienes sean posibles afectados, prevenirles sobre la necesidad de adoptar medidas de precaución (tests incluidos) y así evitar nuevos contagios.
Los epidemiólogos subrayan que los rastreadores deben ser personas cualificadas, pero carecemos de una regulación que especifique su perfil profesional. Esta carencia no es baladí, porque el control de la pandemia requiere despejar varios interrogantes sobre el estatuto de los rastreadores, la naturaleza de la recogida de datos que se les encomienda y la obligación de colaboración de las personas con las que contactan.
La regulación de la salud pública vigente en España no sirve para lograr la mejor organización del sistema de rastreo, al ser parca en su tratamiento de cuestiones elementales: ¿cuál es el alcance del deber de colaboración informativa?, ¿puede alguien oponerse a suministrar los datos de las personas de contacto?, ¿habría consecuencias sancionadoras en estos casos?, ¿podrían exigirse otras responsabilidades por poner en riesgo la salud pública?, ¿qué ocurre si alguien ofrece referencias inexactas?
La Ley General de Sanidad de 1986, la de Salud pública de 2011 y el Real Decreto sobre la Red de Vigilancia epidemiológica de 1995 no son suficientes para despejar todas estas cuestiones.
La obligación de colaborar y comunicar la información sobre la COVID-19 se reguló en una Orden del Ministerio de Sanidad de 11 de mayo de 2020, pensada para la desescalada. El rango de esta norma ha sido compensado por la convalidación del Real Decreto-Ley 21/2020, de 9 de junio, en lo relativo a obligaciones de informar, pero aún persisten lagunas normativas.
Algunas personas ignoran su deber de colaborar, así que no acuden a la convocatoria de la realización de pruebas PCR. La vulneración de la cuarentena es un incumplimiento mucho más grave, así que la labor de los rastreadores también ha de incluir la comprobación periódica del respeto de las condiciones de aislamiento de los diagnósticos positivos. Una llamada telefónica y la geolocalización serían suficientes para garantizar la trazabilidad.
Otros países han avanzado mucho más rápido que España en la automatización de las necesidades de “rastreo”. La complementariedad entre estos servicios y las apps de vigilancia, incipientes en España (Radar-Covid), merece asimismo una regulación específica: ¿se trata de soluciones institucionales intercambiables?, ¿se complementan en la labor de control?, ¿qué ventajas e inconvenientes plantea la automatización de las funciones de vigilancia epidemiológica frente a la realización de la tarea por personas, capaces de recopilar información mucho más detallada sobre el modo de producirse los contactos, el origen de los rebrotes y las características de las personas afectadas?, ¿todo será voluntario, o habrá algún incentivo para no escapar al control de la salud pública?
En definitiva, ¿seguimos sin tener muy claro qué debemos hacer, a estas alturas de la pandemia?