Los cansados ‘millennials’ cumplen 40 dentro de una espiral de crisis sin fin
Un libro del filósofo español Eudal Espluga y otro de la escritora americana Anne Helen Petersen analizan el agotamiento de esta generación, que vuelve a estar en el punto de mira.
Son la generación Y —siguen a la generación X y preceden a la Z— pero se les conoce como millennial. La población que forma parte de este grupo que comparte una sensibilidad común nació entre los primeros años de los 80 y los últimos años de los 90. Y así, como que no quiere la cosa, una de las generaciones más controvertidas de la historia, sobre la que más se ha escrito y analizado, comienza a cumplir 40.
Los millennial fueron así bautizados a mediados de la primera década de 2000, cuando los más mayores empezaban a acceder al mercado laboral. “Nos sermoneaban diciéndonos que nuestras expectativas de trabajo eran demasiado altas y nuestra ética de trabajo, demasiado baja”, explica la periodista y escritora estadounidense Anne Helen Petersen en su libro No puedo más (Capitan Swing, 2021).
Sociológicamente, se les fotografía como una generación más libre, independiente, tolerante, meritocrática, abierta a la diversidad y expresiva. Pero la cara B de estas singularidades es que también se les acusa de ser unos mimados, perezosos, de creerse el centro del mundo y de no tener aspiraciones.
Lo que sí son es una generación cansada, idea de la que parte el ensayo de Petersen. “Es la deuda estudiantil, pero es más que eso. Es la recesión económica, pero es más que eso. Es la falta de buenos empleos, pero es más que eso. Es el sentimiento generalizado de tratar de construir una base sólida sobre arenas movedizas”, expone en las páginas de su libro al analizar las causas de ese cansancio.
Esa base sólida se ha convertido en los últimos años en el principal reclamo de este grupo de veinteañeros y treintañeros a los que se pronostica que vivirán —y que ya viven— peor que sus padres y sus abuelos. Y esta semana, de nuevo, esta cuestión ha saltado al debate público en nuestro país cuando una periodista lanzó el siguiente discurso en un programa de televisión: “En otra época, nuestros padres compraron la casa y no salían a los bares, no salían a tal... Se sacrificaban”.
Una de las respuestas más contundentes a estas palabras fue la de María Teresa Pérez, Directora General del Instituto de la Juventud, que ponía de relieve cuáles eran los socavones que debían cubrir para poder montar esa base sólida a la que, además de la crisis económica de 2008 y la crisis derivada de la pandemia, se suma ahora la gran crisis de la inflación.
Hace solo unos días, la escritora y periodista Leslie Price dedicaba una columna en la revista Harper’s Bazaar a analizar cómo esos millennial más jóvenes se enfrentaban a los 40 y cómo sus circunstancias también habían determinado su miedo a envejecer.
“Nos dijeron que podíamos tenerlo todo si trabajábamos lo suficiente; después de todo, crecimos durante los tiempos de auge de los años 80 y 90. Pero nadie mencionó que tendríamos que redefinir totalmente cómo se veía ’todo”. Nos graduamos en una economía cuestionable que colapsó en 2008, mientras asumíamos muchas deudas, lo que obligó a muchos a retrasar o renunciar a las típicas trampas de la edad adulta: comprar una casa, casarse, tener hijos e incluso comprar un automóvil. El aplastamiento de la pandemia solo ha desafiado aún más nuestras perspectivas financieras”, escribe y recuerda la investigación que el periodista Michael Hobbs publicó en Huffington Post en 2018 y que tuvo una gran repercusión.
Con el título Por qué los millennials se enfrentan al futuro financiero más aterrador de cualquier generación desde la Gran Depresión, Hobbs desmontaba los estereotipos que se han creado alrededor de esta generación: “Contrariamente al cliché, la gran mayoría de los millennials no fue a la universidad, no trabaja como camarero y no puede apoyarse en la ayuda de sus padres. Todos los estereotipos de nuestra generación se aplican solo a la porción más pequeña, rica y blanca de jóvenes. Y las circunstancias en las que vivimos son más terribles de lo que la mayoría de la gente cree”.
“Es tentador mirar a la recesión como la causa de todo esto, el Gran Maldito del que todavía estamos esperando recuperarnos. Pero lo que estamos viviendo ahora, y lo que la recesión simplemente aceleró, es una convergencia histórica de enfermedades económicas, muchas de ellas en desarrollo durante décadas. Decisión a decisión, la economía se ha convertido en una máquina de joder a los jóvenes. Y a menos que algo cambie, nuestra calamidad se convertirá en la de Estados Unidos”, escribía el periodista americano.
“La realidad es que se trata de una problemática mucho más amplia, que viene de lejos. Se trata de una transformación del sistema capitalista, que no solo afecta a los millennials”, coincide el filósofo Eudal Espluga. “La brecha entre la productividad y la compensación económica por horas trabajadas se ha ensanchado hasta el punto de que puede hablarse de una desconexión casi total entre trabajo y salario. Incluso cuando estamos desempleados o ejerciendo labores no remuneradas o muy precarias, la rueda de la eficiencia continúa en marcha”, escribe en su ensayo No seas tú mismo.
Espluga, al igual que Petersen, denuncia en este libro la fatiga colectiva y dibuja el mapa de una generación cansada, ansiosa y fracasada, consecuencia de la “sobreexposición a los discursos de superación personal”, a la hiperproductividad y la optimización profesional y personal sin límites, “que ha vivido cómo el capitalismo digital se le metía bajo la piel” .
“Esto es lo que se siente al ser joven ahora. No solo estamos jodidos, sino que tenemos que escuchar sermones sobre nuestra vagancia y nuestros trofeos de participación de la gente que nos jodió”, se quejaba Hobbs en aquel reportaje.
De la misma manera, Anne Helen Petersen no deja de preguntarse a lo largo del libro: “¿Quién nos dijo que éramos especiales? ¿Quién nos construyó de esta forma?”. Es entonces cuando aparece el concepto de ′cultivo concertado’, el de la buena crianza: el bienestar del niño como razón de ser de los padres como medio para hacer crecer su futura capacidad para el éxito.
“A los padres de la generación boomer les preocupaba todo aquello que preocupa siempre a cualquier progenitor, pero también les angustiaba profundamente crear, mantener o transmitir el estatus de clase media en un periodo de movilidad social descendente generalizada”, explica. Y los padres boomers prepararon a una generación de niños “dispuestos a esforzarse en todo momento y a cualquier precio” por permanecer o volver a pertenecer a esa clase media.
Con ese ideal de ‘buena crianza’ ya se estaba abonando el terreno para que no fuera difícil asentar uno de los principios fundamentales del neoliberalismo: la igualación de la vida y el trabajo, “una integración condenada al desgaste”.
Recuerda entonces la autora de No puedo más el famoso discurso de Steve Jobs en la Universidad de Stanford en 2005: “Vuestro trabajo va a ocupar mucho tiempo de vuestra vida, y la única forma de sentiros verdaderamente satisfechos es hacer aquello que creáis que es un gran trabajo. Y la única forma de hacer un gran trabajo es amando lo que hacéis. Si aún no lo habéis encontrado, seguid buscando. No os conformeis”.
Espluga recurre a la máxima que también sonó como un mantra durante años: “Love what you do, do what you love (Ama lo que haces, haz lo que amas)”. Y ahí aparece el “trabajador feliz”. “La jaula de purpurina es solo un nombre posible para esta racionalización productiva de los cuerpos, los afectos y la identidad misma de los sujetos; una metáfora ilustrativa para explicar cómo la sociedad del rendimiento conduce inevitablemente al sufrimiento mental y a la fatiga depresiva, sin dejar de ser en todo momento una promesa de autorrealización, el único camino posible hacia una vida plena”, escribe el filósofo catalán.
Y ese sentimiento de hiperproductividad, de equivalencia de vida y trabajo se traslada, cómo no, al descanso y al ocio. “El buen trabajador es aquel que duerme bien y renueva a diario su potencial físico y su capacidad de sacrificio. El insomnio era el mal de los haraganes, de los perezosos que no habían trabajado lo suficiente durante la jornada como para merecerse la paz de la almohada”, recuerda Espluga.
Petersen considera que la relación de los millennial con el ocio, las horas diarias que no se dedican al trabajo, está rota porque es tiempo al que también hay que sacarle partido. “Nuestro ocio pocas veces resulta reconfortante o divertido, y casi nunca lo elegimos por nosotros mismos. (...) No se trata de fenómenos completamente nuevos, pero ayudan a explicar la prevalencia del desgaste millennial: es difícil recuperarse de los días invertidos en el trabajo cuando sientes que tu ‘tiempo libre’ es trabajo”.
Reconocer y afirmar esa fatiga, ese desgaste, argumenta Espluga, puede estimular la imaginación y descubrir nuevas vías de cuestionar el presente y dar un primer paso que propicie el cambio: “Afirmar la fatiga significa cultivar los afectos negativos como el resentimiento y la infelicidad en tanto que ejes de clase, género y raza; significa defender una ética y una política redistributiva de los cuidados; significa abandonar el determinismo tecnológico en favor de estrategias de reapropiación táctica de los dispositivos y saberes técnicos; significa resistirse a patologizar el malestar laboral como una enfermedad psíquica; significa no ceder ante la parametrización biopolítica que aspira hacer de nuestra existencia una mercancía disponible, operable y circulable; significa no anestesiar nuestro sufrimiento y defenderlo contra la cultura de la autoayuda, para así visibilizar sus causas”.