Los besos que nos robaron
Sin ninguna duda, una de las mejores películas de François Truffaut.
Se puede cumplir cincuenta y un años y conservar el candor y la ingenuidad de la infancia. El quincuagésimo primer aniversario de Besos robados (1968) no le ha restado un ápice de frescura a aquella película de juventud, la mía y la de todos, que nos acercó a Charles Trenet y que nos empujó a tararear Que reste-t-il de nos amours de manera apasionadamente inconsciente (o inconscientemente apasionada, ya no lo sé).
François Truffaut, tan genial, tan malogrado, me conquistó de adolescente con Los cuatrocientos golpes (1959), aquel canto desesperado de un niño (o tres, Doinel, Leaud y el mismo Truffaut) por ser amado, por ser reconocido, por saberse vivo. Antoine Doinel leía a Balzac, se ausentaba de sus clases y sorprendía a su madre con su amante a media mañana. Aquel pequeño al que habían arrebatado tantos amores y tantos besos, creció desertando del ejército en el que se había alistado de manera voluntaria, había perdido a Colette, su amor de adolescencia, y conocía a su primer amor adulto, Christine (Claude Jade), una niña bien, burguesa y parisina, de un universo completamente alejado al de Antoine.
Se reconozca o no, la saga de Antoine Doinel ha influido de manera decisiva en la cultura cinematográfica contemporánea. De ello me percaté hace años, cuando, en plena fiebre analítica, describí en mi artículo científico La influencia de François Truffaut en Richard Linklater: las sagas de Antoine Doinel y ’Antes de’ (2015) que las cintas que componen el universo de Richard Linklater son un tributo explícito al universo de Truffaut, el cual traza el mismo recorrido emocional a través de los amores y desamores, atravesando los mismos espacios y adueñándose de los mismos deseos. Que el tono, el protagonismo y las circunstancias sean distintas no obsta para que Linklater haya trasladado a su Jesse y Céline por los mismos estadios (e incluso lugares y escenas) como Truffaut había hecho tres y cuatro décadas antes.
Besos robados tiene la magnífica cualidad de ser una película intermedia y, aun así, estar repleta de significación propia. Aunque surgió tras Los cuatrocientos golpes (1959) y el cortometraje Antoine et Colette (1962), ningún espectador necesita visualizar estas dos para completar su intencionalidad semántica, ya que la situación que propone es sencillamente universal. Retratada en color por vez primera, todo comienza cuando Antoine sale de prisión, donde fue arrestado. En posición comprometida, sin trabajo ni medios para salir adelante, probará suerte en distintas profesiones, requiriendo de la infinita indulgencia de quienes le contratan. Tanto como recepcionista, reparador de televisores o detective privado, Doinel resulta poco asertivo y disciplinado. Especialmente interesante será, tanto a nivel visual, como argumental y compositivo (imposible no pensar en la Bauhaus, Miró o Mondrian), su desempeño en una zapatería, donde, con cierto fetichismo, se recreará en calzar los pies de diversas clientas, incluida la muy atractiva mujer de su jefe.
Sin embargo, al final de la cinta se revela que Antoine solo desea a Christine, una violinista intelectual que le ha hecho olvidar a Colette y su nuevo estado civil, marido e hijo incluidos. Antoine se aproximará a la vida de Christine de forma taimada al principio, y mucho más intensa después, encontrando en ella el cauce emocional que tanto había necesitado.
Quizá la mejor escena de la película, o una de tantas, teniendo en cuenta la calidad de Truffaut, es aquella en la que Antoine sella su compromiso con Christine durante el desayuno. En un plano secuencia de dos minutos, Antoine le relata en papel todo cuanto siente por ella, constituyendo una escena muda de un costumbrismo enternecedor. Solo cuando Doinel, a falta de anillo, le ponga en el anular de ella un abrelatas en señal de su compromiso, sabremos que Antoine y Christine han sellado su amor.
Baisers volés es, sin ninguna duda, una de las mejores películas de François Truffaut, aunque la dinámica de su construcción invite a descubrir sus continuaciones Domicilio conyugal y Amor en fuga, siendo ambas cintas un broche brillante a una de las sagas cinematográficas más espléndidas del cine europeo.
Aunque estuvo nominada al Oscar a Mejor película de habla no inglesa, al igual que al Globo de Oro en la misma categoría, no se hizo con ninguno de los galardones. Pese a ello, se ha convertido en una de las cintas emblemáticas de Jean-Pierre Léaud, y siempre resulta un goce visionarla y recrearse con su perfecta construcción y su banda sonora.
No lo duden, ahora que tienen ocasión, contemplen el genio de Truffaut en estado puro, no vayamos a perder la oportunidad de que nos devuelvan los besos que nos robaron.
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