'Los amores oscuros': Lorca, el caso que sigue abierto
Federico García Lorca sigue siendo un asunto que la cultura española, mejor dicho, en español, y, mejor dicho, la occidental sigue sin tener resuelto. Solo hay que recordar el trabajo continuo del historiador Ian Gibson sobre el poeta y sus circunstancias, incansable, como un perro con un hueso. Los múltiples montajes que se suceden de sus obras. Los discos que ponen música y voz a sus poemas. Las novelas, obras de teatro, películas y hasta series, como la popular y frikiEl Ministerio del Tiempo, en los que es un personaje importante en la trama. Y las noticias, dando nuevas sobre él, que aparecen continuamente en los periódicos a 80 años de su muerte. No obstante, sigue siendo uno de los miles de cuerpos que la Guerra Civil española dejó en las cunetas.
Los amores oscuros de Manuel Francisco Reina con dirección de Juanma Cifuentes, el popular Miguelón de Gym Tony, que se ha estrenado en el Teatro Español dentro de la programación cultural que acompaña al World Pride 2017 que se celebra en Madrid no va ayudar a resolverlo. A cerrarlo como asunto. Ni si quiera a cerrar ese asunto de su homosexualidad que sigue, a pesar de todo, obviándose, como se obvia en todos los padres de la patria (Lorca es uno de ellos, a su pesar) incluidos los actuales futbolistas.
Esta obra cuenta los amores oscuros que unieron a Juan Ramírez de Lucas con Federico García Lorca. Amores que no se podían tener a plena luz del día, que solo se podían tener en la penumbra, en la sombra. Como todavía no se pueden tener en muchas partes del mundo. Ni siquiera, en los países más liberales, en los que no está muy bien vista fuera de los animados, aceptados y populares guetos de por ejemplo el Soho londinense, el barrio de Chueca madrileño, Le Marais parisino o el barrio de Castro en San Francisco. Lugares donde se va a mirar al otro, al/a la diferente, de reojo y, ya que estás, a disfrutar de los bares, restaurantes y lugares de moda.
Trailer de Los amores oscuros
Sí, Federico García Lorca era maricón, sarasa, invertido, sodomita como, según este montaje, lo peor de nosotros mismos le gritaba para descalificar su obra en el Madrid convulso de 1934. Una obra, la de Lorca, que se sostiene, ¡y cómo lo hace!, al margen de su orientación sexual. Y que, desde esa orientación sexual, habla para todas las orientaciones sexuales del deseo y del amor de cualquier mortal.
Todo esto está en esta obra. Está dicho pero, en general, no está bien resuelto dramáticamente. No está puesto en escena. No se entiende muy bien porqué no. Pues, por ejemplo, tiene el acierto de no decir claramente lo que están haciendo los dos personajes que cuentan la historia, Juan Ramírez, el amante de Lorca, y su secretaria. ¿Recogen un archivo? ¿El archivo del tal Juan? ¿Para qué? Y esa extrañeza no se usa más que para dar pie a recordar, a la muestra de unas máscaras y unos títeres que acompañan un texto que, de nuevo, se dice pero no se actúa, no se interpreta.
Un texto que peca de lo que erróneamente se considera literario. Frase largas, engoladas, llenas de símiles y metáforas que, tal vez, leídas funcionen, pero que dichas en escena no lo acaban de hacer. Pues no resultan naturales entre un jefe y su secretaria. Algo que se nota más cuando se escuchan en escena las poesías de Lorca ya sean recitadas por Alejandro Valenciano, que interpreta a un Lorca cachas y musculado que poco tiene que ver con las fotos del autor, o cuando se oyen en la voz de Clara Montes. La cantaora que junto con el guitarrista José Luis Montón se llevan la obra al huerto, al suyo. Y que justifica la cantidad de gente que se arremolina alrededor de la mesa en la que a la salida se vende el disco con las canciones de la función. Por los que merece pagar dicho disco y la función, que al final, si se mira como concierto, se convierte en un magnífico recital ilustrado.
Claro que tiene aciertos. Además de la parte musical, el más importante, el haber evitado que el actor que hace de Lorca hable y diga los textos con acento andaluz y aflamencado que tanto han ocultado los textos de este autor. El haberle colocado un acento que recuerda al joven Antonio Banderas y, por tanto, menos caricaturesco. El uso de varios teloncillos transparentes para proyectar las mismas imágenes como si unas fueran las sombras de las otras con las que crear escenas como la del poeta en Nueva York. O con las que repetir frases en escena como si fueran un eco. O esa divertida recreación de Lorca con las marionetas de cachiporra de la Madre de Doña Rosita del Retablillo de Don Cristóbal. Momentos por los que saltar, como se saltan sobre piedras para cruzar un río sin mojarse.
Aunque, tal vez, todo lo anterior sean impresiones de un crítico (y de otros profesionales que asistían a la función). Un ojo, un oído y un pensamiento deformado de tanto ver, oír y pensar en teatro. Pues en la sala había silencio. Había atención en lo que pasaba en escena. Las toses, habituales entre públicos incómodos, faltaron. Y al final, un público formado fundamentalmente por adultos de edad media que no pertenecía a los espectadores habituales de estreno ni a los asistentes al World Pride, se vino arriba cuando salieron Clara Montes y el guitarrista y se puso de pie para dar un gran, largo y fuerte aplauso al equipo artístico al completo. Aunque el caso Lorca lo dejaran abierto y sin resolver.