Los 43 desaparecidos de Iguala, la herida abierta de México vieja de cinco años

Los 43 desaparecidos de Iguala, la herida abierta de México vieja de cinco años

¿Qué pasó esa noche? La "verdad histórica" y las dudas de las familias se enfrentan en un duelo infinito por unos estudiantes que nadie sabe dónde están

Una mujer sostiene una pancarta con el "43", el número de desaparecidos de Iguala, el pasado octubre en una protesta en México DF.RONALDO SCHEMIDT via Getty Images

“Vivos se los llevaron, vivos los queremos”. Cinco años llevan clamando en el desierto las familias de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa (México), desaparecidos desde la noche del 26 de septiembre de 2014. Sólo se sabe una cosa cierta: que no están, que faltan. Todo lo demás sigue enredado en una maraña en la que se mezclan la llamada “verdad histórica”, la del Gobierno, con las investigaciones independientes que la ponen en duda. Qué pasó. Dónde están los chicos. Preguntas esenciales sin resolver.

Los hechos básicos de la tragedia arrancan en la tarde de aquel 26, cuando un grupo de estudiantes se hace en Iguala con autobuses y combustible, con la intención de acudir a una marcha nacional, el 2 de octubre, en México DF, en recuerdo de la Matanza de Tlatelolco (1968). En una escuela vinculada históricamente a la izquierda, a la lucha de clases, estos secuestros eran práctica habitual. Los conductores y las empresas tragaban y llevaban a los manifestantes donde fuera. Los chicos llevaban una semana acumulando vehículos. Ese día tomaron cinco más, en los que subieron casi un centenar de alumnos. La inmensa mayoría, de primer año, con apenas una semana de clase a sus espaldas.

Empezaron el viaje, yendo hacia el norte, que no era lo natural pero sí lo forzado por el pesado tráfico. Un conductor de autobús que había impedido que tomaran el suyo había llamado ya a la policía y ésta empezó a perseguir al convoy. Su ruta pasaba peligrosamente cerca de una fiesta de copetín ofrecida por el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF). José Luis Abarca era entonces el alcalde de la ciudad, y su mujer, María de los Ángeles Pineda, era justo la presidenta del DIF, y también el supuesto enlace local con el crimen organizado y miembro de una familia fuerte del viejo cártel de la droga de Beltrán Leyva.

Había que proteger esa fiesta -aunque no fuera el objetivo de los estudiantes- y los uniformados fueron con todo. Primero una furgoneta se cruzó ante la caravana. Bajaron los primeros estudiantes, se enfrentaron con la policía. Disparos, dos alumnos muertos. Eran las nueve y media de la noche. Desbandada entre los jóvenes, que bajan, se escapan, se esconden, vistas las consecuencias. Los agentes se llevan a los estudiantes que no pudieron bajar del último bus.

En paralelo, porque se había corrido la voz vía telefónica, más furgonetas con alumnos se acercan a la zona, preocupados, a ayudar. Unos son arrestados en mitad del embotellamiento y, luego, liberados. Otros acceden al lugar del ataque, junto a profesores de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de Educación del estado de Guerrero. Ya es medianoche, intentan inspeccionar el lugar del ataque, preguntan demasiado. Los agentes cargan con ráfagas de ametralladora. Dos muertos más. Y casi a la vez, otro autobús es tiroteado cerca. Otras tres personas sin vida. No tenían nada que ver con los estudiantes: eran jugadores de fútbol de un equipo de Tercera División que volvían a casa tras un partido.

La noche acabó con dos muertos más que no superaron sus heridas. Nueve en total. Al amanecer, se reportaron como desaparecidos 57 estudiantes. Luego se encontró con vida, escondidos, a 14. Faltaban 43. Hasta hoy.

Las versiones

La “verdad histórica” defendida por la Fiscalía y la Procuraduría General de la República (PGR) dice que los chicos fueron hechos desaparecer por policías corruptos y sicarios locales y que están muertos, quemados en un basurero. Sus investigaciones concluyen, tras entrevistar a los detenidos y tras diversas pruebas, que los jóvenes fueron entregados a la policía del pueblo vecino, Cocula, y ésta se los pasó al cártel de Guerreros Unidos, uno de los más fieros de la zona, porque había sospechas de que entre ellos hubiera elementos de Los Rojos, un cártel rival.

Fueron llevados al basurero municipal en furgonetas hacinadas, de las que 15 de ellos bajaron ya muertos, asfixiados, y a los demás los mataron de un tiro en la cabeza, tras ser interrogados. Todos fueron quemados, durante largas horas, en la zona de incineración del estercolero. Sus cenizas fueron recogidas, sus huesos triturados, y todo acabó en bolsas tiradas al cercano río San Juan.

Sin embargo, para la ONU, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Comisión Nacional mexicana de Derechos Humanos (CNDH) esta tesis no es correcta, ya que “los estudios científicos demostraron que los estudiantes no fueron quemados en el basurero de Cocula”. Reclaman, por ello, una investigación independiente que reabra el caso. Las familias están con estos investigadores, de los que se fían más que de los funcionarios de unas administraciones con demasiadas sombras o sometidas a los intereses de partido.

Las diferencias entre las conclusiones independientes y las de la Fiscalía mexicana son tres, en esencia: sobre quiénes son los verdaderos implicados en la desaparición, sobre la forma en que se han logrado las conclusiones y sobre la posibilidad de que los jóvenes fueran incinerados en el basurero de Cocula y no en otro escenario.

La versión oficial asegura que solo estuvieron implicados en la desaparición miembros de la policía local de Iguala, mientras que los investigadores independientes coinciden en que también tomaron parte policías federales y militares desplazados ex profeso. Como mínimo, dicen, hay muchos testimonios contradictorios. Naciones Unidas, en marzo de 2018, publicó un informe titulado Doble Injusticia, en el que analizaba los casos de violaciones a los derechos humanos cometidos en el marco de las investigaciones del caso. En 34 de las 129 personas detenidas detectaron “fuertes elementos de convicción sobre la comisión de tortura, detenciones arbitrarias y otras violaciones de derechos humanos”.

El informe insiste, además, en que tienen registradas una serie de declaraciones autoinculpatorias supuestamente “libres y espontáneas” hechas por personas detenidas que presentaban lesiones varias, en muchos casos justificadas de manera poco creíble. Hablamos de testimonios claves, sin los que esta versión estatal se derrumba.

El relato “histórico” insiste en la relación de algunos chicos con Los Rojos, algo que las familias niegan. Constata que el alcalde Abarca instigó el bloqueo de la caravana y mandó a un cártel amigo. De hecho, el regidor y su esposa empezaron por negarlo todo, luego pidieron un permiso temporal en la Alcaldía y acabaron por fugarse. En noviembre de ese año fueron arrestados. Ellos insisten en que sólo querían proteger a los asistentes a su fiesta.

Según la hipótesis central de la PGR, debido al alto nivel de exposición de calor, los restos de los estudiantes quedaron tan deteriorados que fue imposible obtener de ellos un perfil genético. De acuerdo con la investigación independiente, sin embargo, “para incinerar a los 43 normalistas de Ayotzinapa hasta borrar su ADN se habrían necesitado alrededor de 15 toneladas de madera, en el mejor de los casos”. Tampoco casan las localizaciones: investigaciones privadas de geolocalización por dispositivos móviles señalan que al menos nueve de los teléfonos de los jóvenes siguieron funcionando después de la medianoche y uno de ellos lo hizo en manos de un agente federal. No coinciden los lugares ni las manos que llevaban los celulares.

El nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha tratado de esclarecer los hechos, creando una Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia, que empezó a trabajar en enero pasado. Por primera vez, hay familiares sentadas a la mesa. “Queremos dar la satisfacción al justo reclamo de los familiares de los 43 normalistas, dando paso a la aplicación de justicia a los responsables de estos hechos, sin importar quiénes hayan sido ni qué cargos ocupaban”, señala. Nada que ver con los años de negativas por parte de su antecesor, Enrique Peña Nieto.

Surge cierta esperanza de esta iniciativa, mientras a la par los allegados no dejan de buscar a los que, para ellos, están vivos hasta que se les presente otra certeza. Justo este miércoles se ha sabido que la búsqueda de nuevos indicios ha llevado a las autoridades mexicanas a un vertedero de basura cercano a Iguala, el de Tepecoacuilco, donde un grupo de especialistas ya peinan el terreno. Es la primera vez que las autoridades buscan indicios en este vertedero, que prácticamente permanecía desapercibido entre matorrales, informa EFE.

En los últimos días, un juez federal ha ordenado poner en libertad a 24 de los expolicías municipales presuntamente implicados en el caso. Y días antes, había sido absuelto Gildardo López Astudillo, uno de los principales acusados en la tragedia y presunto miembro de Guerreros Unidos, por falta de pruebas.

México sigue sin respuestas, cinco años después. Lo que le sobra es “tristeza”, ese nombre con el que el escritor Don Winslow ha bautizado en su superventas La Frontera el lugar donde los chicos fueron desaparecidos.

″-¿Qué sabes sobre lo de Tristeza?

-Nada”.

Es uno de los diálogos que más se repiten entre los que saben la verdad y los que buscan lograrla, entre los que hicieron y los que siguen esperando. Así es el día a día de esta espera eterna.