Lorca, el manantial teatral que no cesa
Es, como Shakespeare, una fuente teatral inagotable. Para muestra tres montajes que se han visto o se pueden ver en Madrid...
Federico García Lorca es, como Shakespeare, una fuente teatral inagotable. Tanto es así que los políticos deberían ir pensando en crear la Royal Lorca Company, antes de que se lo apropien los ingleses y empiecen a explotarlo. Para muestra tres montajes que se han visto o se pueden ver en Madrid: Yerma 2019 en versión de Juan Pastor Millet en el Espacio Guindalera, Doña Rosita la soltera, anotada por Pablo Remón en los Teatros del Canal y Comedia sin título de Sara Molina también en los Teatros del Canal.
Yerma 2019, para quienes piensan que Lorca es un clásico
Para aquellos que piensan que, total, esto del teatro es lo de siempre, esta Yerma les seguirá demostrando por qué el moribundo teatro sigue vivo y coleando. Para empezar porque Juan Pastor Millet, el responsable de esta versión y su director, ha puesto toda su sabiduría en el asador para contar la historia de esta mujer de pueblo, y en el pueblo, que no puede producir, es decir, procrear. Y que este director ha leído en términos de violencia de género, lejos de los titulares, las trifulcas políticas y el denigrante espectáculo televisivo. Sin embargo, cerca del empoderamiento de las mujeres más allá del rol de la maternidad. El que reclamaba de alguna manera el poeta.
Esa sabiduría se ha traducido en un montaje donde el andalucismo y el tipismo han desaparecido para dejar entrar a unos personajes que tienen algo de trágicos griegos. Unos actores que mueven la poesía lorquiana, gracias al asesoramiento de movimiento de Arnold Taraborrelli y Carmen Vélez, como si fuera lenguaje común, como si cualquiera pudiese hablar de esa manera. Eso hace que al espectador le concierna lo que ve y oye. Le mantenga presente en cuerpo y alma. Se interese por el dolor y la alegría, que también las hay, de los personajes.
A lo que se ha añadido la música y las canciones de Pedro Ojesto similar a lo que hizo Amancio Prada con Sonetos del amor oscuro, sonetos también de Lorca, pero sin copiarlo. Unas canciones que se sale tatareando y que permiten mostrar a María Pastor, la actriz que lo protagoniza, su habilidad para cantar, por si le faltase alguna. Lo que la pone, ahora que se cierra este espacio, en disposición de salir volando en busca de otros nidos.
A todo eso se le añade un elenco bien seleccionado. Con sospechosos habituales de la sala, como José Bustos o Raúl Fernández, con otras nuevas incorporaciones como Marina Andina, Alicia González y Raquel Pardos. Tan competentes como María por lo que da gusto verlos y oírlos a todos juntos. Entre todos ellos, un actor al que no hay que perder de vista, José Carrasco, que hace del marido de la yerma, y que tiene la madera de los actores de antes.
Doña Rosita la soltera, anotada, para los que no encorsetan a Lorca
Esta obra también es teatro, en el sentido que se ha descrito anteriormente, pero cosida de una forma más contemporánea. Una manera postmoderna. Donde para hablar de la vida que nos aflige y atenaza cada día, hay una reflexión metateatral sobre el texto, una traslación incompleta a la vida actual sin desvirtuar el original y una hiperfragmentación del mismo.
Así, la historia de Rosita, que se quedó esperando al novio que emigró a Tucumán en Argentina, y que se convirtió en una solterona, adquiere vigencia. Una vigencia que tiene que ver con el paso del tiempo y lo que nos pasa cuando pasa. Como nos conforman todos aquellos que algo tuvieron que ver con nuestras vidas. Desde nuestras madres a nuestras parejas. Desde los lugares que se van quedando atrás. Y todos los sentimientos que conllevan esas pérdidas y esas ganancias. Cómo el tiempo los hace pasar de ser monstruos extraños, productores de miedos y zozobras, a hermosas ballenas que alguna vez vimos pasar a nuestro lado.
Un trabajo que pone de manifiesto que Pablo Remón, el responsable de la dramaturgia y la dirección, tiene una inteligencia teatral. Un conocimiento basado en y azuzado por la extrañeza que le provoca la vida. Y que él sabe convertir en cosas más concretas. En hechos escénicos que pueden ser debatidos, pero que son incontestables.
Algo que en este montaje no podría hacer sin esos tres magníficos actores que son (por orden alfabético) Fernanda Orazi, Francesco Carril y Manuela Paso. La naturalidad con la que se mueven por el escenario, se hacen con los acentos con los que hablan sus personajes, y dicen un texto rejuvenece a Lorca, a su escritura, como si lo hubiera escrito ayer.
En este caso tampoco hubiera podido hacerlo sin la sorprendente solución escenográfica de Mónica Boromello. Una vez más esta artista demuestra su capacidad de visualizar las ideas de los directores con los que trabaja y de crear espacios en los que un texto se pueda convertir en algo vivo. Crear las condiciones materiales para que sucedan las obras. Para que, por ejemplo, el jardín del alfeizar de la ventana de cualquier casa, llena de las poéticas flores elegidas por Lorca para esta obra, se pueda convertir en el lugar de un sensible y sencillo encuentro amoroso cargado de promesas.
Mientras, el tiempo pasa. Pasa en la obra y en las vidas de los espectadores. Unos espectadores contentos de haber recuperado una obra, un poeta, y algo seguramente pequeño, pero hermoso para sus vidas. De haber experimentado un misterio y, por definición, algo que no se puede comunicar, sino sentarse en la butaca y disfrutarlo. Dejar que pase el tiempo.
Comedia sin título, un Lorca hecho a puerta gayola
Este montaje de Sara Molina estrenado en el Festival de Otoño es el más contemporáneo de los tres, en el sentido de su concepción. Un espacio vacío en el que su dramaturga y directora va montando como un escultor o un pintor. Buscando una luz, un sonido, un actor o actriz, un acento, un color. Tratando de dar esa inexplicable coherencia que tienen ese conjunto. Algo que haga resonar la obra al espectador y que consiga meter un mar en un teatro. Su olor a sal, su brisa y el suave batir de las olas.
Es de lo más contemporáneo en el sentido de su arbitrariedad. Una arbitrariedad pensada, nada arbitraria, desde pleno siglo XXI. Eso significa llena de diversidad. De convivencia. Hay judíos. Hay negros. Hay hombres y mujeres con faldas de volantes. Hay quien recita en persa. Porque este texto de Lorca exige enfrentarse al mismo con valentía. Como hace la propia Sara Molina, comenzando la obra a puerta gayola, como los toreros valientes en las plazas de toros.
Esa valentía convierte el espectáculo en un espectáculo de raza. Un espectáculo que irá creciendo a medida que vaya representándose. A medida que el espectáculo gane confianza y seguridad en sí mismo. Las que se le ven a su directora cuando se mueve por la escena. Porque lo que pide es muy difícil. Pide naturalidad en un lugar, como es la escena ya de por sí artificioso, y con un texto, como es un poema, que además es raro y extraño. Un poema teatral que muchos definirían como surrealista y que Sara convierte en concreto. En aquí y ahora.
Un montaje que también pide presencia. Tanto al elenco como a los espectadores. Lo que significa consciencia de estar ahí. Estar despiertos. Estar, como lo están los actores y las actrices en la esquina de la Sala Negra de los Teatros del Canal. Una imagen que quedará para el recuerdo entre todos aquellos que hayan visto esta propuesta. Y que exige asistir sin aprioris, sin una idea concreta del teatro. Sin esa separación artificial entre artistas y espectadores. Porque si el teatro es vida, tiene que abrírsele la puerta y hay que dejarla pasar.