Lo único que ha equilibrado la desigualdad a lo largo de la historia es la violencia
En 1937, cuando Japón se dispuso a conquistar Asia, un porcentaje muy pequeño de la población poseía una quinta parte de la riqueza del país, prácticamente la misma fracción de la que disfruta ahora mismo el 1% de la población estadounidense. Ocho años, tres millones de fallecidos y dos bombas atómicas después, su reparto de lo que quedaba se redujo a un 6%. Una de las economías menos igualitarias del planeta se había convertido en una de las más equitativas. Esta drástica nivelación no fue única en absoluto. Durante cientos, y quizá miles, de años, la paz, la estabilidad y el desarrollo han recompensado a aquellos que están al principio de la cadena alimentaria más que a nadie. Los beneficios de las empresas, los contactos y el poder se multiplicaban en manos de unos pocos y pasaban de generación en generación. Pero también pasa lo contrario: cada vez que la brecha entre ricos y pobres se estrecha -durante las dos guerras mundiales, por ejemplo- se han dado episodios de violencia masiva y el orden establecido ha sufrido sacudidas. Estas sacudidas hacían que se redujera la desigualdad a lo largo y ancho del mundo. En un pasado más lejano, con la caída de los imperios y las epidemias pasaba lo mismo. Los mecanismos específicos varían mucho: la destrucción del capital y los elevados impuestos durante las guerras; la expropiación, la colectivización y la planificación económica con el comunismo, o el repentino fin de las élites cuando los Estados se decidieron a subir los sueldos de los trabajadores cuando la peste diezmaba la población de países enteros.
Lo que tenían en común todos estos acontecimientos es la violencia, la miseria y el sufrimiento que afectaron a millones de personas. Incluso los cambios igualadores que parecen totalmente pacíficos suelen tener sus raíces en estas sacudidas: el auge de los sindicatos, la expansión de los derechos electorales, la educación masiva y el crecimiento del Estado del bienestar han estado íntimamente ligados a las guerras mundiales. Y aun así, está probado que la desigualdad es resistente: normalmente, crece cuando se disipan los episodios violentos. Esto sigue siendo así a día de hoy: los impuestos, el poder de los sindicatos y la solidaridad social han decaído mientras que la fortuna del 1% de la población vuelve a subir como la espuma. ¿Qué nos depara el futuro? Ninguno de los niveladores violentos del pasado tienen probabilidad de volver a corto plazo. Lleva sin haber una plaga global grave desde la aparición de la gripe española, hace ya un siglo, y ahora estamos mejor equipados que nunca para lidiar con este tipo de riesgos. Para bien o para mal, los Estados y los Gobiernos están aquí para quedarse. No hay ningún nuevo Lenin esperando para comenzar una revolución, ni una guerra mundial para darle a esta revolución la oportunidad de triunfar. Es posible que el cambio climático acabe acrecentando las diferencias entre las partes más vulnerables del planeta y las demás, en vez de hacer lo contrario.
Cuando no hay problemas serios, suele haber fuerzas que conducen a la desigualdad. La informatización y la automatización, que nunca han tenido tanta fuerza como ahora, representan una amenaza para muchos tipos de puestos de trabajo y separan a los que cobran sueldos cuantiosos y tienen cualificaciones demandadas o muchos contactos de aquellos que tienen trabajos precarios en el sector servicios o en la economía colaborativa. La sociedad estadounidense está especialmente mal equipada para enfrentarse a este problema, ya que la creciente segregación residencial por salario y el acceso dispar a la educación de calidad sigue estando vigente y refuerza las desigualdades entre las familias. La globalización ha igualado más a los países en vías de desarrollo, pero tiende a mostrar el efecto contrario con las economías más avanzadas. Los políticos populistas dispersan de forma engañosa remedios sencillos, pero tienen poca esperanza de alterar este hecho tan básico. Incluso las transformaciones más poderosas no han hecho más que comenzar. El imparable envejecimiento de los países ricos del mundo está destinado a generar nuevas cargas en el Estado del bienestar: cuanto más se desvíe el gasto público a la población envejecida, menos quedará para los programas redistributivos que sirven de apoyo a los más desfavorecidos económicamente. La inmigración, la respuesta evidente al problema del envejecimiento, tiene más probabilidades de aumentar la desigualdad que de disminuirla. Este será un problema mayor en Europa que en Estados Unidos, ya que la afluencia constante de trabajadores menos cualificados y poco integrados de Oriente Medio y África abrirá nuevas brechas entre las personas con recursos y las personas que no los tienen y enfriará la disposición de los votantes a apoyar programas de asistencia social más generosos.
Al final, las nuevas tecnologías crearán otros problemas. Una vez que las mejoras genéticas y cibernéticas del cuerpo humano pasen de ser dominio de la ciencia ficción a formar parte de los laboratorios y las clínicas de la vida real, los adinerados estarán en la mejor posición para aprovecharse de estas ofertas, tanto para sí mismos como para su descendencia. Y podemos suponer que no todos los países impondrán regulaciones igual de estrictas en este tipo de intervenciones. Ninguno de los puntos mencionados anteriormente genera muchas esperanzas para un futuro de igualdad económica. La violencia de los niveladores económicos de nuestro pasado ya no nos acompaña y, por supuesto, es algo que agradecer. Al mismo tiempo, la concentración de los ingresos y la riqueza lleva tiempo incrementándose y no se prevé su fin. Pero ¿qué pasaría si la elevada desigualdad llevase consigo las semillas de su propia caída? ¿La polarización económica rasga los tejidos de la sociedad y aumenta la disidencia y los disturbios violentos que un día podrían forzar el cambio y podrían darle la vuelta al sistema?
Con vistas a largo plazo, la historia mundial sugiere que los problemas no son tan simples. Ciertos tipos de sacudidas han allanado las diferencias en ingresos y en riqueza, pero las grandes desigualdades de este tipo no tienen por qué desencadenar cambios violentos. De hecho, las sociedades altamente desiguales se las arreglan para sobrevivir durante cientos de años. Mientras que la Francia de Versalles y María Antonieta vivieron una revolución, sus vecinos -que tenían un índice de desigualdad similar- no pasaron por una. La desigualdad no estaba particularmente marcada en Rusia ni en China cuando se encontraban bajo el mando de Lenin o de Mao Zedong respectivamente. Y aunque se ha demostrado que algunas formas de desigualdad han alimentado el riesgo de guerra civil en los países en vías de desarrollo, las economías más ricas han permanecido inmunes a estas presiones. Esto debería resultar tranquilizador a todos aquellos que valoran la vida y la paz por encima de una distribución equilibrada de los recursos. Pero también hace que la pregunta "¿cómo puede reducirse la desigualdad?" sea aún más intratable. Aunque las propuestas moderadas puedan prometer mejoras a los marginados, una defensa más extensa tiende a ignorar una lección clave de historia: que el precio que se suele pagar para conseguir más igualdad es la violencia. Sin este nivelador tan brutal e inoportuno, la perspectiva de crear mejoras relevantes podría ser mucho más débil de lo que nos gustaría pensar. Es verdad que el pasado no determina el futuro, pero ¿cómo de diferente podemos esperar que sea el futuro?
Este post fue publicado originalmente en 'The WorldPost' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.