Lo que las narrativas de cautiverio nos enseñan en los tiempos del coronavirus
Numerosas historias reales y ficticias nos muestran que el ser humano puede vivir en espacios reducidos, durante mucho tiempo y de una manera austera.
Cada vez que tenemos que quedarnos encerrados en casa, en general por una enfermedad, comenzamos a hacernos preguntas: ¿en qué voy a ocupar mi tiempo? ¿acabaré aburriéndome? ¿voy a poder con esto? Todas ellas y muchas otras tienen que ver con la activación en nuestro cerebro de uno de los guiones universales más interesantes. Uno de esos argumentos esenciales que nos representan desde el origen de las civilizaciones y de los que podemos aprender mucho.
Desde tiempo inmemorial hemos participado de narrativas de cautiverio, de historias de náufragos y de leyendas sobre protagonistas atrapados en laberintos reales o mentales. Lo que todos estos relatos tienen en común es la misma sustancia que nos impregna cuando nosotros mismos estamos recluidos: una mezcla de falta de movilidad, incomunicación, restricciones alimentarias, inactividad y ausencia de rutinas. Y todo ello inflamado por los muchos cuestionamientos que nos hacemos sobre nuestra capacidad para superar el trance.
El ser humano es una criatura curiosa que inventa ficciones para difundir verdades, gracias a la suspensión de incredulidad. Que es precisamente la capacidad de percibir una historia falsa como si fuera verdadera. Y por eso vemos películas, leemos novelas y vamos al teatro. Porque cada vez que un personaje se encuentra en aprietos, cada vez que triunfa o que se muere de deseo, nos vemos a nosotros mismos ahí, con él o con ella, suspirando, celebrando o luchando. Las narrativas de cautiverio y todos los relatos similares no son una excepción.
Y lo que acabamos aprendiendo es, invariablemente, que el ser humano puede vivir en espacios reducidos, durante mucho tiempo y de una manera ciertamente austera. Y no solo eso, sino que, por obra y gracia de los grandes finales, en la mayoría de las ocasiones el resultado de semanas, meses o años de aislamiento es el triunfo sobre la adversidad.
Edmundo Dantès, más conocido como el Conde de Montecristo, estuvo apresado durante años pero finalmente conoció al abate Faria, que no solo le instruyó, sino que le reveló la ubicación de un formidable tesoro. Las últimas escenas de Náufrago nos muestran a un Chuck Noland triunfante, cumpliendo al fin su misión en la vida, que es entregar orgullosamente un paquete, como si ninguna de sus miserias hubiera ocurrido. En La última fortaleza, el gélido coronel Winter, que impone un encierro absurdo e inhumano, es al final derrocado, como una evidencia de que la liberación siempre es posible, incluso en las circunstancias más extremas. Y posiblemente ninguna otra secuencia es más emocionante que el reencuentro entre Andy Dufresne y su amigo Red en la bella Zihuatanejo, tras una eternidad de privaciones y oscuridades carcelarias. Cada vez que volvemos a esas historias nos vemos a nosotros mismos, postrados en nuestra cama o sin poder salir de casa, sintiéndonos capaces de lo mismo. Sintiéndonos capaces de todo.
Quizá la lección más sobresaliente sobre cómo es la vida cuando se reduce a unos pocos metros cuadrados nos la dejó el gigante de la exploración Ernest Shackleton. Un aventurero que, junto al resto de sus náufragos polares, vivió uno de los aislamientos más severos de la historia. Y no precisamente en la ficción.
En uno de los momentos más críticos de la expedición, cuando su barco ya había sido atrapado y destruido por el hielo de la Antártida, escribió: “Los adornos de la civilización pronto se dejan de lado frente a las dificultades severas, y si el hombre tiene la mínima posibilidad de obtener comida y refugio, puede vivir e, incluso, descubrir que su risa es verdadera”.
Si él fue capaz, todos lo somos.