Lo que la mascarilla no esconde… la mirada
¿Cuántas veces sólo con mirar a los ojos hemos advertido la sinceridad, los buenos sentimientos o el peligro inminente?
El lenguaje escrito nació en Mesopotamia pero el lenguaje de la mirada surgió muchos millones de años antes, cuando dos de nuestros antepasados se miraron taimadamente y, sin pronunciar palabra, con un entendimiento compartido, aprehendieron una apetitosa presa que les sirvió de refrigerio.
Esta escena tuvo lugar gracias a que el iris de los homo sapiens está enmarcado sobre un fondo blanco, que permite que el color de nuestros ojos destaque y favorezca la colaboración. Sin mover la cabeza y sin despegar los labios alguien nos puede indicar que miremos hacia arriba, hacia la izquierda o hacia un rincón de la habitación.
La mirada tiene la ventaja, sobre las palabras aladas, de que es silenciosa y escapa a los oídos inoportunos del depredador o de la presa.
Podríamos decir que los ojos son una ventana que se abre a nuestro interior. Y es que, más allá de su función primigenia -de ver el espacio exterior- nos han hecho más fuertes como especie.
Para la mayoría de los primates esto no es así de sencillo, carecen de esta ventaja evolutiva, su esclerótica no es blanca como la nuestra y, de alguna forma, evita la complicidad, ya sea en la defensa o en el ataque.
Nuestra mirada, sin embargo, forma parte de lo que podríamos denominar suplementos comunicativos no verbales, de forma que muchas veces es suficiente para condensar un microuniverso de sensaciones y emociones particularmente complicadas y que nos llevarían varias decenas de palabras. ¿Cuántas veces sólo con mirar a los ojos hemos advertido la sinceridad, los buenos sentimientos o el peligro inminente?
La nueva realidad en la que estamos inmersos ha otorgado un inusitado protagonismo a la mirada, y es que las mascarillas nos han “homogenizado” y nos han privado de transparencia.
Precisamente a favor de su cruzada luchó con ahínco, allá por el siglo dieciocho, el marqués de Esquilache, cuando intentaba modernizar las calles de la capital prohibiendo un sombrero de ala ancha y la capa larga, que servían de madriguera a los propósitos malintencionados de los amigos del mal.
Mucho tiempo después, siguiendo los mismos pasos pero en el otro lado del Atlántico, los estadounidenses prohibieron a sus ciudadanos circular embozados, puesto que ese tipo de ropajes amparaban un ruin anonimato e imponían su reinado de terror.
Curiosamente, hace unos meses –en marzo– el Estado de Georgia no tuvo más remedio que derogar una ley anti-Ku Klux Klan que estaba vigente desde 1951 y que prohibía “mascarilla, capucha o artilugios por los que se esconde o cubre una porción del rostro y se impide conocer su identidad”. ¿El motivo? Permitir hacer uso de las mascarillas quirúrgicas y FFP2. Y es que los acontecimientos están dando un giro totalmente insospechado a nuestras vidas.
En estas reflexiones, y en otras menos prosaicas, me encontraba inmerso hace unos días, rodeado de personas con las más variopintas mascarillas, cuando me crucé con una mujer con velo islámico.
La verdad es que conviene aclarar que el término “velo” es un genérico y que incluye variedades tan dispares como el hiyab, chador, khimar, shayla, burka, niqab y almira. En este caso, la mujer lucía un niqab, ese velo que cobija la totalidad de la cara excepto una oquedad a la altura de los ojos y que se traba detrás de la cabeza mediante un lazo.
Me sorprendí a mí mismo preguntándome quién sería aquella niqabita que apenas permitía a propios y extraños adivinar unos enormes ojos negros a través de su vestimenta. ¿Sería una ingeniera, una peluquera o, a lo mejor, una mujer oprimida? De lo que no cabía duda es que había perdido su individualidad, uno de los mayores tesoros que saboreamos los occidentales. O, quizás, debería decir, que disfrutábamos…