Lo Li Ta
El cine ha albergado a multitud de niños perdidos que una vez siguieron la luz de los focos y solo consiguieron perder el norte.
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.
El 28 de diciembre, mientras en España atravesábamos el Día de los Inocentes sin ser capaces de distinguir las bromas de las veras, moría Sue Lyon, olvidada por todos salvo por los que soñamos con pantallas de cine y bellezas culpables.
Tenía catorce años cuando la descubrieron como figurante en un programa de televisión. Los productores de Lolita vieron en su cuerpo la frontera entre la niñez y la pubertad que podría sortear la tiránica censura de los bien pensantes. Y yo estoy convencido de que Kubrik se enamoró de aquella sonrisa a medias en la que asomaba la inteligencia, el escepticismo y el miedo a su infinita capacidad de seducción.
Nabokov no quedó satisfecho con el resultado de la película ni con la elección de la actriz, que en su imaginación era aún más crisálida, pero el poder de Sue, de su piel y de su interpretación, consiguió cambiar para siempre el rostro de un fantasma.
Ella, menor de edad, no pudo asistir al estreno de la película que la convirtió en estrella.
Pocas oportunidades tuvo de mostrar su valía como actriz. Brilló en La noche de la iguana, de John Huston, pisando descalza los cristales que un delirante Richard Burton había arrojado al suelo. Y contuvo el gesto y se alzó con dignidad como una de las siete mujeres con las que el maestro Ford cerró el objetivo de su cámara. Por lo demás, su carrera quedó reducida a unos pocos papeles en películas de segunda y unas cuantas apariciones en programas de televisión. Incluso por aquí pudimos verla a las órdenes de José María Forqué y de Eloy de la Iglesia.
Puede que aquel primer papel la marcara, o puede que algo que no se nombra con la palabra azar rija estas cosas (gracias, Borges), pero su vida privada, mientras fue del dominio público, escandalizó a la sociedad de aquellos años, no tan lejanos como quisiéramos. Fue insultada por casarse con un fotógrafo negro, como también lo fue por convertirse en las esposa de un presidiario.
Cuentan que, cuando se hartó de su propia imagen, se marchó lejos de cualquier lugar y se colocó la cofia de camarera en una cafetería cerca del fin del mundo.
Como la isla de Nunca Jamás, el cine ha albergado a multitud de niños perdidos que una vez siguieron la luz de los focos pensando que eran estrellas de guía y solo consiguieron perder el norte. Aquella Baby Jane, hundida y rencorosa, que aún tiene el rostro de Bette Davis en nuestras pesadillas, ha cambiado de nombre a lo largo del tiempo, pero no de destino.
Se llamó Joselito, al que dejaron de lado cuando su voz cambió de ruiseñor a urraca, y que terminó sus días presumiendo de una carrera, no sé si fantasiosa, como mercenario (supongo que por la mitad de la paga).
Se llamó Lindsay Lohan, estrella infantil cuyo currículo se nutre desde hace mucho de arrestos y rehabilitaciones fracasadas.
Se llamó Macaulay Culkin, que pasó de estar solo en casa a estar solo o en compañía del camello.
O se llamó Edward Furlong, con el que no pudo Terminator, pero sí la codicia de muchos y la irresponsabilidad de todos.
Por suerte, para ellos y para nosotros, hubo otros que decidieron crecer. Mickey Roonie y Elisabeth Taylor traspasaron la adolescencia sobre las pisadas de su talento, pasando de niños a actores con la naturalidad que no todos pudieron disfrutar.
Y en esa tómbola que es la vida, Marisol dejó de ser Marisol para exhibir con orgullo su nombre: Pepa Flores. También su voz, ya rotunda y templada. Y su mirada inacabable ante la cámara. Fue, llegado el momento, capaz de darle la espalda a los focos y perderse en la provincia de Málaga, por donde también yo, si pudiera, borraría mi rastro para patearla sin mapa ni reloj.
Antes se retiró Pablito Calvo, renunciando a ser el gran actor que prometía (nunca me cansaré de insistir en que vuelvan a recorrer Madrid de la mano del tío Jacinto). Quizás no soportara el diminutivo injusto, pero encontró un pupitre en la Escuela de Ingeniería en el que olvidar la cántara de vino que muchos no le dejaban soltar.
También se dedicó a la ingeniería Miguel Ángel Valero, el niño gordo de una serie de televisión que todos recuerdan con nostalgia y yo con horror por el exceso de edulcorante tóxico y condimentos de baja calidad. Su única gracia, obviamente impuesta por los insensibles guionistas, era comer desaforadamente y soportar las puyas que sus michelines propiciaban. Puede que no adelgazara con los años, pero supo ejercitar su mente, dedicada hoy a la investigación y gestión de proyectos en medicina telemática.
Todos, sin excepción, estamos condenados a conocer el fracaso. Y el éxito. Pero tengo para mí que en el caso de los llamados niños prodigio, nos conmueve la parte de responsabilidad que nos toca en su vida. Una tarde de lluvia nos acercamos a la taquilla del cine y rechazamos una película en beneficio de otra. Sin darnos cuenta, nos dejamos en ese gesto buena parte de nuestra memoria.
Aunque de la mía nunca se ha marchado Sue Lyon. Tampoco la inmoralidad rendida de James Mason, ni la lascivia genial de Shelley Winters (confieso que, por una vez, el exceso de Peter Sellers me incomoda).
Y no me refiero a su primera aparición, bikini, pamela, gafas de sol y piruleta, sino al momento en que se despide del enamorado Humbert Humbert (ella, que no sabe si ama o si juega) y, guiñándole un ojo, le ordena: “no me olvides”.
Yo sigo, y seguiré, fiel a esa luz adolescente que es, ni más ni menos, puro cine.