Las pioneras (I). Foto de una época
Los locos años veinte, unos años de reconocimiento a la creatividad de las mujeres.
En un artículo anterior a este (Eunice Food: la descubridora del efecto invernadero, El HuffPost, 9/3/2022) glosaba la figura de una científica silenciada y que, a pesar de ello, dio mucha voz a los conocimientos sobre los fenómenos antropogénicos que hacen inhabitable el mundo, sobre todo en los países y grupos humanos más vulnerables y discriminados. La sarta de agravios, olvidos y empujones para apartar a las mujeres de la esfera científica y artística es larga. No obstante, ha habido momentos en la historia en los que las mujeres artistas han sido verdaderamente reconocidas. Esto es algo que quedó patente en la exposición titulada Mujeres pintoras, nacimiento de un combate, 1780-1830, que comisarió en 2021 Camille Morineau en el Museo de Luxemburgo, y que esta misma conocida historiadora ha reiterado recientemente en la exposición Pionnières. Artists dans le Paris des Années folles (Museo de Luxemburgo, del 2 marzo al 10 de julio 2022). Una maravilla. Si tienen la ocasión, no se la pierdan. Se centra en los años veinte, un extraordinario decenio de reconocimiento no solo de la creatividad de las mujeres, sino también de las prácticas sexuales libres, de la homosexualidad femenina y masculina. Esta visibilidad de las mujeres se muestra en todos los ámbitos: la literatura, la moda, el deporte... Y todo ello por numerosas razones: sociales, económicas, políticas, filosóficas...
Las costumbres sociales han roto con el pasado victoriano y las mujeres empiezan a tener un rol social y político activo. El 28 de junio de 1919 los países en conflicto durante la Primera Guerra Mundial firman el tratado de paz de Versalles y se abre la puerta a una nueva época: el período de entreguerras, que se alargará hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en 1939. Una época durísima, con una grave crisis económica, social y anímica. Pero que también fue el escenario de los ‘locos años veinte’, luminosos y divertidos; sobre todo, liberadores y rompedores para las mujeres. Como si fuera necesario vivir rápido. Como si hubieran tomado conciencia de que la paz no duraría; unos años en que, mientras las calles de París viven episodios de violencia, las artes y las técnicas multiplican innovaciones y escándalos, muchos de los cuales pasan por ellas. Porque el período de entreguerras representa un paréntesis encantado para las artistas, libres para ejercer su arte, de vivirlo, con total independencia.
El arte, la literatura, el escenario, el cine... Es en París, en el Barrio Latino, en Montmartre y en Montparnasse donde late el pulso de la creación. En las academias privadas, cafeterías, librerías o cines se mezclan talentos de todos los orígenes... Las mujeres son bienvenidas cuando, de hecho, nunca habían tenido un acceso directo a estos lugares. Un haz de coyunturas explica esta nueva situación: la decadencia del academicismo, la ruptura de la Gran Guerra, la eclosión de las vanguardias, el gran desarrollo de la moda, la ilustración, la fotografía, la arquitectura moderna y la decoración. En todos estos campos, estas mujeres artistas de un nuevo género son pioneras.
Queda claro que esta visibilidad es un espejismo. Porque, si bien después de la guerra el grueso de las mortales podría haber esperado días más brillantes, la igualdad de género sigue siendo decepcionante. Para el mundo patriarcal, ellas siguen siendo el “sexo débil”, madres que deben repoblar al país. Lo mismo que ocurrió en la España franquista. En Francia se acentúan la represión contra el aborto (un delito) y las políticas anticonceptivas. Las mujeres no tienen derecho de voto, no pueden abrir cuentas bancarias ni pedir un carnet de identidad propio sin pasar por su marido, quien conserva su potestad parental hasta 1975...
En cualquier caso, las mujeres de los locos años veinte llevan el pelo corto y engominado, visten gorros cloché y, en las salas de baile, estas noctámbulas visten de Charleston, cintura baja, en la cadera, o un ligero vestido negro. Algunas se atreven a vestir con chaqueta y pantalón (como los hombres) y cultivan un aspecto andrógino. Como Marlene Dietrich, tal y como se la ve en la mítica fotografía llegando a La Gare Saint-Lazare en 1933 con una chaqueta tradicionalmente masculina y pantalón, una verdadera garçonne, siguiendo los pasos de las parisinas. [Garçonne, palabra popularizada por la novela La garçonne de Victor Margueritte, 1933]. Todas se han liberado del corsé. Aquel artefacto sofocador queda desterrado de sus cuerpos desde que Paul Poiret, tijeras en mano, lo considerara superfluo. También están las ‘femmes nouvelles’ [expresión asociada a las mujeres fotógrafas del siglo XIX], para las cuales la moda y las artes escénicas son, en París, un trampolín. El período de entreguerras fue una época dorada para la alta costura, que dio trabajo a unas 500.000 personas, cuyas modelos desafiaron y aparecieron en revistas como Vogue París, Mode & Travaux o Marie Claire.
En estas revistas, las clases populares encuentran patrones de costura y recrean las últimas tendencias: los pliegues, los flecos, los trajes de Jeanne Lanvin, de Madeleine Vionnet... Y, por supuesto, Coco Chanel, una modelo de éxito cuyos talleres acabarán empleando a 3.000 personas y ocuparán cinco edificios. Estas florecientes compañías diversificaron sus actividades y establecieron vínculos con el espectáculo creando escenografías y vestuarios para el teatro o el cine, lanzando perfumes o ropa producida por artistas. Aquí es donde entran en juego Sonia Delaunay y sus “motivos simultáneos”, Elsa Schiaparelli y sus sombreros surrealistas o Joséphine Baker y una línea de cosmética a su imagen. Nacido hacia el año 1850, el traje de baño —originalmente formado por pantalones anchos, una camisa ancha, un cinturón, un gorro, medias ¡e incluso zapatos!— se encuentra en el centro de la revolución de los años 20, como lo demuestra el precioso óleo de Jacqueline Marval, La Baigneuse au maillot noir.
No todo acaba aquí. También la «nouvelle Ève» se dedicó al deporte. Ganó torneos, como Suzanne Lenglen; se permitió sensaciones mecánicas, se convirtió en aviadora como Adrienne Bollan o Hélèle Boucher. Por último, no duda en explorar tierras lejanas, como hizo Alexandra David-Néel, la primera occidental que llegó a Lhasa, capital del Tíbet, en 1927. Una pionera que, como tantas otras, excava los surcos de la emancipación femenina. La «nouvelle Ève» participa en los Juegos Olímpicos o crea negocios con su propia marca.
De modo que es evidente que esta metamorfosis no se limita a piernas desnudas y ojos ahumados. La figura de la ‘nouvelle Ève’, de la ‘garçonne’, de las ‘femmes nouvelles’, es solo la parte visible de una revolución social que ahora vuela al volante de los automóviles. Además de fumar en público, las francesas viven a doscientos por hora. Una época de sublevación lógica después de la guerra. Los hombres habían marchado al frente, pero los campos tenían que ser igualmente labrados. En las fábricas, las mujeres fabrican municiones; en los hospitales, los ‘ángeles blancos’ curan todas las heridas... En la guerra las mujeres participan como enfermeras, como médicos y cirujanas (la cirujana Suzanne Noël, especializada en cirugía maxilofacial, recomponía las mandíbulas rotas de los soldados mutilados en la cara)... Lo hizo Marie Curie con las ‘pequeñas Curies’, ambulancias equipadas con unidades de radiología que iban al frente, o la escultora Jane Poupelet, que moldeaba máscaras para los rostros desfigurados. Gertrude Vanderbilt Whitney, futura fundadora del Whitney Museum of Art, creó el Hospital Americano de París.
Unos años, los locos años veinte, que reciben a las americanas ricas en su huida de los vientos de puritanismo y racismo y se establecen en la «Ciudad de la Luz», donde están más que decididas a hacer brillar la libertad, la igualdad y la sororidad con todo su esplendor. La créme de las escritoras, artistas y músicas se dan cita en los salones de la coleccionista de arte Gertude Stein o en casa de Natalie Clifford Barney, patrona de Tout Paris-lesbos, apodada «las Amazonas» [referencia al mito griego de las feroces guerreras amazonas montadas sobre un caballo; el tema estaba de moda en las vanguardias], no sin haber dado antes un paseo por la librería de Sylvia Beach: aquí es donde acaba de aparecer el Ulises de Joyce. Estas homosexuales, cuya mirada es andrógina o juegan con los códigos masculinos dominantes, viven sus amores casi abiertamente. ¡Al diablo con la buena moral! París, ciudad cosmopolita, tiene un espíritu amplio que todo lo engulle.
Esta créme de artistas son pintoras como Romaine Brook, Suzanne Valadon, Émilie Charmy, Marie Laurencin, Alice Halicka, Tamara de Lempicka... Escultoras como Chana Orloff y también fotógrafas como Claude Cahun, escritoras como Colette, directoras de orquesta como Jeanne Poulet e, incluso, cineastas como Germaine Dulac. Aunque sus nombres hoy nos suenen extraños —Jacqueline Marval, Anna Quinquaud, Lucie Cousturier— o francamente exóticos —Anna Beöthy-Steiner, Marlow Moss, Tarsila do Amaral...— todas brillan durante los rugientes años veinte.
Cuando en la Primera Guerra Mundial se derrumbó el mercado del arte, ciertas diseñadoras vanguardistas, entre ellas Marie Vassilieff, Stefania Lazarska y Sophie Taeuber-Arp, se dedicaron a la fabricación de muñecos y títeres, lo que les permitió independencia financiera. Estos objetos evocan el mundo de los juegos, de los sueños, pero también del teatro. Pueden ser muy realistas o evocar una dimensión caricaturesca o más abstracta. La muñeca y la marioneta se elevan al rango de escultura moderna e incluso se convierten en el terreno de exploraciones plásticas.
Todas estas artistas están ligadas a la modernidad y la vanguardia. Todas son pioneras. De ellas y su arte hablaré en un próximo artículo.