Las personas sin hogar también saben movilizarse
Prefiero pensar que algunos de estos sin techo tienen un futuro.
Si todavía sigue allí, cuando pases frente al Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social, en el Paseo del Prado de Madrid, verás que hay un grupo de personas acampadas. Es la ‘Acampada por derechos. Nadie sin hogar’.
Según el IX recuento nocturno de personas sin hogar, llevado a cabo la noche del miércoles 12 de diciembre de 2018, había en ese momento en Madrid 2.998 personas sin hogar. De ellas, 650 pernoctaban en la calle, 675 estaban alojadas en pisos, 1.250 en centros de acogida, 189 en centros de acogida para inmigrantes, y 234 localizadas en asentamientos.
De entre las 650 personas que dormían en la calle (personas sin techo), el 73% eran hombres, el 11,2% mujeres y el 15,8% no se pudo determinar. El 61,1% tenían nacionalidad extranjera. La edad media era de 47,1 años.
Las personas sin hogar (desde el punto de vista del paseante por el Paseo del Prado) son “los otros”. Son personas que se desvían en sus actitudes y su conducta del cuerpo social “normal”. No es raro que nuestra adaptación a su presencia en las calles tome la forma de invisibilización. No existen. Como señala Joaquina, que vive desde hace un año en la calle con su hijo de 21 años, con una discapacidad, y con Manuel Antonio, su pareja, y que ocupa una de las primeras tiendas del campamento, “somos invisibles para la gente que pasa; te miran así… y giran la cabeza”.
Y no solo se trata de la invisibilidad. También del sentimiento de desasosiego que suscitan las personas que no se conforman a las normas sociales habituales. Estás sentando en tu mesa del restaurante; un desconocido se acerca y coge unas patatas fritas de tu plato... ¿Cómo te sientes? En ese instante el mundo es algo inestable, turbador e inquietante… Pues un tipo de emoción parecida a ésta suscitan, a veces, las conductas “imprevisibles” de los sin techo…
Desde el punto de vista del paradigma de las teorías del conflicto (en sociología), las personas sin hogar son también lo que Marx llamaba “lumpemproletariado” o “subproletariado”. El lumpemproletariado estaría constituido por una serie de grupos sociales desfavorecidos, situados por debajo del proletariado, pero que no están organizados ni tienen conciencia de clase (ejemplos de estas personas serían aquellas que viven de la delincuencia o las que se dedican a la prostitución). Dentro del lumpemproletariado, las personas sin hogar ocuparían el escalafón más bajo.
Según los datos del informe del IX recuento nocturno, que se recabaron a partir de un cuestionario que rellenaron 193 de las 650 personas que pernoctaban en la calle, la principal razón por la que están sin techo es “la falta de trabajo” (56,1%), “la falta de dinero” (26,3%), “la inmigración” (22,2%), “la ruptura afectiva” (17%), “el alcohol” (11,7%), “las drogas” (9,4%), o “por enfermedad” (4,1%). Por la propia naturaleza de la pregunta formulada, es posible que esta encuesta subestime el porcentaje de personas cuya principal razón de estar en la calle sean los problemas del alcohol, las drogas o la enfermedad. En cualquier caso, el hecho de estar en la calle no se puede atribuir a una sola causa simple e individual. Cabe aventurar que, como poco, en el hecho de estar en la calle convergen unas historias personales previas de gran vulnerabilidad, una insuficiente red familiar y de amigos, una limitada solidaridad social (en una sociedad y una economía muy individualistas), y una política social claramente insuficiente.
Por otra parte, no todos los sin techo son personas que tienen problemas con el alcohol y otras adicciones, y, aunque así fuera para muchos de ellos, el sentido de la causalidad no siempre está claro. ¿Es el alcohol lo que ha llevado a algunas de estas personas a la calle, o es el hecho de estar en la calle lo que las ha llevado al alcohol? Por ejemplo, Diego, un joven muy sensible, con problemas de depresión, y que antes de estar sin hogar trabajaba de camarero, comenta, refiriéndose a cómo ve él a la gente que está en la calle: “Es de todo… Es locura propia, es locura creada, es miedo…”.
Hay que recalcar también el círculo vicioso en que se encuentran muchas de estas personas. Vienes de una historia personal previa muy compleja y problemática, tienes un nivel de autoestima muy bajo, pasas a vivir en la calle, provocas desasosiego, tocas fondo, y todo ello hace que se desmorone aún más la frágil autoestima que te quedaba…
Pero estas personas no solo nos provocan invisibilidad, desasosiego y conmiseración. Nos suscitan también un sentimiento de respeto hacia quienes han experimentado unas vidas muy dolorosas y difíciles en un contexto social que con demasiada facilidad te coloca en la situación de outsider, y que también, con cierta facilidad, cae en el problema de “culpabilizar a la víctima” (“¿Está en la calle? Algo habrá hecho mal…”). Respeto ante su sufrimiento, ante la idea de que nosotros también nos podríamos ver así en algún momento, y ante una iniciativa, como ésta del Paseo del Prado, promovida por personas a las que se les supone nula capacidad para la organización y la movilización.
Quizás merezca la pena traer en este punto la investigación etnográfica realizada por el sociólogo Mitchell Duneier y publicada en 2001 bajo el título Sidewalk. Duneier hace un cuidadoso estudio de la vida cotidiana (en los años noventa) de los vendedores callejeros empobrecidos del barrio neoyorquino de Greenwich Village, un barrio acomodado de Manhattan integrado fundamentalmente por profesionales, intelectuales y artistas progresistas. En un día cualquiera, a lo largo de las aceras de la Sexta Avenida, a su paso por el barrio, se agolpaban centenares de mesas en las que se vendían informalmente libros de segunda mano, revistas recogidas en los contenedores y otros materiales de lectura similares. La mayoría de los vendedores eran de color, varones, muchos de ellos sin techo, alcohólicos o drogodependientes. Con frecuencia, estas personas incurrían en comportamientos “inapropiados”, como orinar en la calle o iniciar conversaciones extemporáneas con los transeúntes. Algunos vecinos aceptaban a estos vendedores como parte de lo que es el barrio (recuérdese que la mayoría de ellos son intelectuales progresistas), a otros les preocupaba el deterioro de la seguridad o del valor de las propiedades inmobiliarias del barrio.
El caso es que Duneier, desarrollando durante años el método de “observación participante”, intenta entender las motivaciones y el significado que estos vendedores dan al tipo de acciones y actividades que ellos realizan. Y descubre que no se trata de un mero trapicheo espontáneo de material impreso, sino de un complejo mundo con sus propias normas y auto-regulación y con un sistema propio de actitudes, valores y auto-imagen. Por ejemplo, muchos de estos vendedores veían su actividad de venta informal, o incluso de menesterosidad, como algo honorable que les permitía no caer en conductas delictivas. Además, ese sistema de normas se extendía también a su interacción con los vecinos, los dueños de los negocios, o la policía. Por ejemplo, este sistema de normas puede explicar que no sientas un desasosiego tan grande cuando uno de estos vendedores de tu barrio te espeta alguna parrafada, como cuando el desconocido del restaurante te coge las patatas del plato.
Esa necesidad de honorabilidad que se acaba de citar, la necesidad de sentir que los demás nos ven como a personas que tenemos dignidad, la encontramos en los pobladores de la acampada. Hablando de las asociaciones que intentan ayudar en Madrid a las personas sin hogar, Diego menciona que “los de la Orden de Malta son de los únicos de los que me fío, por cómo me tratan, porque me tratan con respeto. Allí, cuando vas a comer, te tratan de usted. Te tratan como si estuvieras pagando... Hay gente que les habla mal y ellos responden con una sonrisa…”. O, como comenta Joaquina, “a veces hace más un abrazo de una persona que el que te deje diez euros… Soy una persona, igual que ellos…”.
Hay ejemplos en los que se puede ver cómo aparece la autoorganización dentro de un determinado grupo humano. Por ejemplo, tras una catástrofe natural, no es tanto el pillaje lo que surge (como a veces nos quieren hacer creer), sino la organización espontánea de la ayuda a los afectados; cualquiera que se encuentre por allí se pondrá a ayudar en algo, surgirá la cooperación, emergerá un cierto orden, y no tanto la histeria. Otro ejemplo de autoorganización pudo ser el movimiento del 15-M, en mayo de 2011, en Madrid. Nadie lo había planificado de antemano. Como consecuencia de la crisis, la situación económica y social era alarmante. En este inquietante contexto surgió este movimiento. De repente, la Puerta del Sol de Madrid se encontraba llena de actividades, de eventos, de debates, de idealismo, y todo dentro de un orden, de unas normas de convivencia, con unos valores y unos códigos propios, que nadie había diseñado de antemano.
En el campamento del Paseo del Prado, aun con toda la improvisación y la compleja idiosincrasia de las aproximadamente 100 personas que lo pueblan, tienes la sensación de que hay unas ciertas normas (de hecho, en la entrada del campamento hay un cartel en donde figuran las normas de convivencia que deben regir en él), códigos, sistema de valores y una autoorganización. Hay un objetivo común –la exigencia de protección efectiva y de alojamiento para las personas sin hogar– y un sentimiento de formar parte de una movilización, de estar actuando y luchando en pos de un cambio. La mayoría de estas personas han tocado fondo recientemente, tienen unos niveles de autoestima muy bajos y una gran fragilidad emocional. Por ello, la sensación de estar participando en esta movilización puede hacer que algunas de ellas experimenten, en algún momento, un sentimiento de empoderamiento, de estar actuando…
Prefiero pensar que algunos de estos sin techo tienen un futuro. Han pasado por historias personales previas muy difíciles, ello les ha llevado a la calle, y éste puede ser el punto de inflexión, de ruptura, a partir del cual iniciarán un proceso de recuperación psicológica y personal (al que debería coadyuvar la solidaridad social). Y ese futuro se percibe en algún momento, en alguna de las observaciones que escuchas en el campamento. Joaquina y Manuel Antonio no son muy optimistas respecto del futuro ni con la iniciativa del campamento; sin embargo, hacen observaciones como “nosotros estamos luchando para que nos den una vivienda, aunque sea una habitación”, “yo, antes de las elecciones pedía a los políticos, por favor, no me importa quién sea, solamente que vengan un día, pasad un día o una noche aquí y sabréis lo que pasamos…”. Por su parte, Diego, comenta cosas como “quiero escribir un libro [a partir de su experiencia en la calle] que se va a titular Así conocí a…, que va a ser sobre la gente que he ido conociendo, capítulo por capítulo, así como me salga”. Estos comentarios ponen de manifiesto que Joaquina, Manuel Antonio y Diego tienen una imagen, o una percepción subjetiva, de estar siendo participes de un movimiento que puede llevar a algo mejor, y este tipo de sentimiento quizás no sea suficiente para facilitarles su proceso de recuperación personal, pero sí puede ayudar.
¿Y qué decir respecto de lo que reivindican estas personas?
No nos podemos resignar a considerar la existencia de los sin techo como un fenómeno irresoluble, estructural, que tan solo se puede mitigar (como tampoco podemos asumir, como algo inevitable, que cada año mueran unas cincuenta mujeres víctimas de la violencia de género de sus parejas). A 1 de enero de 2019 la población de la Comunidad de Madrid era de 6.661.949 personas (Estadística del Padrón Continuo, INE) mientras que la cantidad de personas sin hogar que había en la Comunidad de Madrid rondaba las 3.000 (en el municipio de Madrid están concentradas casi todas las personas sin hogar que hay en la Comunidad de Madrid). Una población tan numerosa y que vive en una región rica, como la Comunidad de Madrid, debería ser capaz de asumir una ayuda y una protección plena a las 3.000 personas sin hogar, y sin embargo parece que esto no es así. Hacen falta más medios, una mejor organización y coordinación de los medios existentes (quizás con más implicación directa del sector público y menos subcontratación con asociaciones privadas; y dejando sin finalidad a asociaciones fascistas o pro-nazis que supuestamente ayudan a los sin techo “españoles”, como Hogar Social Madrid); y más apoyo psicológico, acompañamiento y orientación por parte de los profesionales de la psicología y del trabajo social.
Probablemente lo desconocen, pero las personas acampadas en el Paseo del Prado están reivindicando un tipo de política muy similar a la que actualmente se está llevando a cabo en Helsinki, y que está siendo un referente para otras muchas ciudades del mundo. Se trata del programa Vivienda primero, que consiste en dar pisos a personas sin hogar de manera permanente y con contrato de alquiler. Se trata de invertir el procedimiento habitual. En lugar de que la concesión de una vivienda sea la meta final de un largo proceso de reinserción (que muchas veces no culmina con éxito), se trata de empezar justo por esto último: facilitar en primer lugar una vivienda a la persona sin hogar, como forma de impulsar su reinserción en la sociedad (además, esos inmuebles dedicados al alquiler social cuentan con los servicios de varios trabajadores sociales que asisten, acompañan y asesoran a quienes pasan a vivir en estos pisos). Con esta política (fundamentada en el amplio sector de vivienda pública de alquiler ya existente en Finlandia), en Helsinki la cantidad de personas sin hogar en el largo plazo se ha reducido en más del 35%. Prácticamente ya no hay nadie durmiendo a la intemperie y solo queda un refugio nocturno con 50 camas para casos de emergencia en invierno.
Como te decía al comienzo, no sé si cuando estés leyendo este artículo seguirá activa la acampada de las personas sin hogar del Paseo del Prado, pero ojalá esta movilización les sirva para hacerse un poco más visibles (y más respetados) y para que tomemos en consideración políticas exitosas como la aplicada en Helsinki. Estoy seguro de que personas como Joaquina, Manuel Antonio o Diego harían un buen uso de esas oportunidades.