Las otras miradas del dolor ante las enfermedades raras
Familiares de enfermos cuentan cómo conviven día a día.
Convivir con una enfermedad rara a diario, o mejor dicho, padecerla, año tras año y sin poder vislumbrar un final, bien porque no siempre existe, bien porque aún no sabes qué nombre tiene, requiere una alta dosis de adaptación y el necesario manejo de las emociones.
El mes de febrero viene marcado para algunos pacientes por una fecha más que significativa, ya que el último día se celebra el Día Mundial de las Enfermedades Raras. Dichos pacientes y su entorno se vuelcan por hacer más visible lo invisible.
Cada año constato que parece estar más presente este día en la mente de muchos ciudadanos, porque ciertos días mundiales son necesarios cuando el objetivo es concienciar y promover acciones. Tristemente, los pacientes observamos que estas últimas no se materializan. Son varios años siguiendo de cerca las campañas que se ponen en marcha durante este mes y las promesas que se lanzan.
La percepción es que la esperanza se mantiene por la voluntad de quienes están al lado de cada paciente: familias, asociaciones y comunidades científicas, que saben bien que solos no pueden.
Pensando en la realidad de las familias y el entorno de quien padece una enfermedad rara, me surgen varias cuestiones. ¿Dónde queda el sufrimiento, a menudo callado, de quien está junto al enfermo, el de esas otras caras o miradas de la enfermedad? ¿Cómo se sienten y cuáles son sus miedos?
Parece que desempeñen un papel de actores secundarios, pero hoy desearía darles el protagonismo que merecen. Las repuestas recogidas en varios testimonios de familiares de este tipo de enfermos coinciden en lo relativo al miedo, una intranquilidad constante y el manejo de la inseguridad.
Vivir con una enfermedad rara que, en demasiadas ocasiones causa un dolor crónico incapacitante, supone manejar un día a día incierto, que viene sin manual de instrucciones.
Los testimonios de los familiares —las otras caras de la enfermedad— confirman el océano, que no mar, de emociones que les acompañan y que algunos prefieren callar, porque duele demasiado.
En mi condición de paciente de neuralgia del trigémino, la primera voz que recojo es la de Maialen Almiñana, de 19 años (Valencia), hija de Lidia Martínez, una enferma de la citada neuralgia. Maialen ha madurado y ha forjado su personalidad conviviendo con el dolor de una madre a la que adora. Sus palabras me han traspasado ese sufrimiento.
Maialen cuenta con dolor que no recuerda bien cuándo supo que su madre estaba enferma, pero sí cuándo lo comprendió. Cuando haces este ejercicio, duele doblemente. “De repente mi madre ya no nos llevaba a mi hermano y a mí al cole por las mañanas, ni íbamos al banco por las tardes —Lidia trabajaba en una sucursal bancaria— para que nos recogiera. Íbamos y veníamos con los diferentes abuelos. Es complicado asumir que alguien tan esencial para ti en tu vida no está bien y que además nadie consigue acabar con su dolor”, relata.
Lo peor es lo que se va añadiendo, ya que no se ve un final ni al dolor ni a la enfermedad. “Observar que no puede hacer cosas que todos damos por hecho en nuestra cotidianidad”. Maialen sí le pregunta a su madre por su dolor y trata de acogerla. Se aprecio su madurez, pues lleva años conviviendo con la enfermedad. “No todos tenemos los mismos tiempos y no todos enfrentamos la enfermedad de la misma manera. Yo pregunto por su dolor, le doy validez y me duele también a mí, pero no todo el mundo lo hace”, reconoce.
Añora poder hacer cosas junto a ella como acompañarla a un concierto, al cine —actividades que son casi imposibles en una neuralgia porque incrementan el dolor— o simplemente, a caminar por la montaña. Solo espera que pueda ver el final a tanto sufrimiento.
En el papel de los padres, he recogido dos testimonios. En este caso con otra enfermedad rara, que acarrea también un importante dolor crónico incapacitante, como son los quistes de Tarlov.
La madre de Silvia Gómez, presidenta de la Asociación de Quistes Tarlov, es Loli Iniesta. Tiene 68 años y vive en Palencia. Igualmente trasmite la pena y la tristeza con la que vive la enfermedad. “Cuando nos dijeron que era algo para toda la vida, se me vino el mundo abajo y pareció que la vida se me acababa”, asegura.
Como cualquier madre, trasmite que hubiera preferido que le sucediera a ella, pero recalca que su hija saca las fuerzas necesarias para seguir, algo que le alivia. El hecho de ver “las ganas que tiene de vivir, ayudar y luchar. Tiene una fuerza increíble para seguir hacia delante”. Los miedos están presentes, ya que Loli tiene 68 años y no sabe cómo evolucionará la enfermedad y teme no poderla ayudar lo necesario. La enfermedad trae consigo otros problemas como la depresión, y ya ha pasado por dos episodios.
Otra mirada es la de Emilio Bravo (86 años), padre de Ana José, que padece igualmente los quistes de Tarlov. Se halla también preocupado, pero con esperanza. “Hay que hablar de la enfermedad y los sentimientos que ello implica, algo necesario para normalizar la relación entre padre e hija”, afirma. Emilio también traslada ese miedo, esperando una cirugía que, aunque retrasada por el coronavirus, se prevé próxima, pero ante la cual se muestra “preocupado, por cómo va a salir”.
Asimismo, deseaba recoger la opinión de una pareja. Este es el caso de Diego, esposo de Marta Merno, una paciente valenciana del síndrome de dolor regional complejo, una enfermedad rara conocida como Sudeck. Lo describe muy claro: “siente pena, impotencia y rabia”. Aunque se muestra más reservado a la hora de manifestar sus sentimientos. “No porque no quiera, es mi forma de ser”, relata.
Diego no alberga un miedo a la enfermedad de su mujer como tal, ya que este “estuvo al principio, ahora sabe a qué se enfrentan y lo hacen juntos”. En la memoria de ambos quedan muchos episodios de la enfermedad. “Los viajes a Madrid, las esperas y, lo peor, los tratamientos fallidos”, cuenta.
Sus testimonios son importantes, porque cuando cargas con una enfermedad de por vida, sus historias cuentan tanto como el paciente. Hoy volveremos a escuchar lo que es de sobra conocido por los protagonistas de una enfermedad rara, porque, aun repitiéndose como un mantra, las acciones, los planes, acuerdos o compromisos, que son lo decisivo, no tienen el esperado desarrollo.
Sabemos que no somos una prioridad para la ciencia. Hace unos días lo escribió magníficamente Ana Castro, pues siguen faltando los denominados Centros, Servicios y Unidades de Referencia (CSUR). A esto se suma la falta de una política nacional con unos objetivos claros y una incuestionable apuesta por la investigación.
De poco le sirven los actos conmemorativos a una familia, si aún espera para un diagnóstico que no se logra. El miedo y la incertidumbre se adueñan de sus vidas.
Vivimos una etapa provocada por esta crisis sanitaria en la que se repite una y otra vez, este vocablo, la incertidumbre. Muchos no son conscientes que cuando convives con cualquier enfermedad rara, esta se prolonga sin fin y surge la pregunta: ¿cómo manejarla?
No cabe duda de que es una emoción que desgasta, paraliza y aboca al enfermo y a su familia a enfrentarse, no solo a una enfermedad a la que quizá aún no le han puesto nombre, sino también al conjunto de emociones, dudas y una esperanza anclada a una ciencia que se ralentiza en estos casos.
Al mismo tiempo, es preciso cambiar el enfoque centrado solo en el paciente por uno multifactorial, en el que la familia y el entorno desempeñan un papel decisivo.
Dar visibilidad a las enfermedades raras debe ser un compromiso de todos. Como escribe Ildefonso Falcones en La catedral del Mar: “¿Qué escondía aquella mirada?”. Pregúntatelo de vez en cuando.