Las nuevas amenazas contra los derechos humanos
Cuando llegué al Parlamento Europeo, en 2014, los derechos humanos me parecían algo sencillamente incuestionable. Por supuesto, millones de personas en todo el mundo veían los suyos vulnerados, pero existía un consenso que afirmaba que esto no debía permitirse. Si entré en la Subcomisión de Derechos Humanos -de la que soy vicepresidenta- fue precisamente para ayudar a proteger a quienes todavía padecían dichas vulneraciones.
Hoy, cinco años después, la situación es preocupante. Todavía no leemos ni escuchamos con frecuencia que se cuestionen abiertamente los derechos humanos, pero hay un discurso que ha ganado terreno y que, de hecho, está muy cerca de negar su existencia. Se trata de un discurso profundamente nacionalista en el que se marcan mucho las diferencias entre el nosotros y el ellos y en el que se defiende una suerte de indiferencia ante el destino de los demás, cuando no un rechazo abierto. Los que así se expresan no creen, por ejemplo, que los europeos debamos hacer nada ante las crisis de refugiados. Su respuesta ante los problemas migratorios no pasa de levantar muros cada vez más grandes. Sí, estoy pensando en Trump, en Salvini o en Orbán. En muchas ocasiones enmascaran su discurso de realismo, hasta que se descuidan y aparecen caricaturas grotescas de los inmigrantes y de los refugiados. Similares, por cierto, a las que usan dirigentes independentistas catalanes para referirse a los castellanohablantes o simplemente a los ciudadanos de Cataluña que no les votan a ellos.
Esto ya es bien conocido. Se ha criticado con dureza (y con razón) a estos nacionalpopulistas que agitan pasiones muy bajas y muy arraigadas para ganar votos. Incluso se inventan problemas que no existen, como en Hungría, un país con muy pocos inmigrantes y refugiados. Todos ellos desafían a las organizaciones supranacionales y cuestionan el orden multilateral, ya sea en la UE, en la OTAN o en la OMC. Pero yo quiero centrarme hoy en otros políticos que, aunque supuestamente apoyan la causa humanitaria y actúan bajo el paraguas e incluso en nombre de organismos supranacionales, están haciendo el mismo daño, o tal vez mayor, a la defensa de los derechos humanos.
Una parte importante del descrédito de las organizaciones internacionales se debe a su escasa eficacia y a su doble rasero. Las acusaciones de que ven vulneraciones en unos regímenes y no en otros tienen más fundamento del que desearíamos. El caso más sangrante de los recientes es el de Michelle Bachelet, Alta Comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos, y su actuación en Venezuela.
El régimen chavista ha abusado de su poder desde que Hugo Chávez llegó al poder, hace ya dos décadas. Pero la situación se ha agravado bajo la tiranía de Nicolás Maduro y con la catástrofe humanitaria de la que él y su régimen son responsables. Hay cientos de muertos en represiones brutales, cientos de presos políticos, miles de casos de torturas. Los llamados “colectivos” -bandas paramilitares amparadas por el régimen- actúan a sus anchas y a plena luz del día. Consta la presencia de militares cubanos y rusos para el trabajo más sucio (y a algunos todavía les preocupa la hipotética injerencia estadounidense). Tras la jura del presidente encargado, Juan Guaidó, se llegó a detener de forma ilegal a menores de edad y a personas gravemente enfermas. Los venezolanos sufren hambre, enfermedades y todo tipo de carencias, aparte de una evidente falta de libertad. El régimen ha utilizado la crisis humanitaria para someter a la población del mismo modo que ahora usa la ayuda humanitaria, que incluso se está vendiendo por las calles. No puedo sino lamentar la carta que una responsable de la Cruz Roja envió a Iris Varela, una de las ministras más duras de Maduro (y vinculada a los colectivos) alabando el trabajo del régimen hasta caer en el servilismo. Un organismo histórico como éste no puede blanquear una dictadura criminal.
El papel de la señora Bachelet en esta cuestión ha sido muy decepcionante. Ha tardado en intervenir y cuando lo ha hecho ha sido para poner en duda los hechos y para adoptar una pose equidistante que sume en el desamparo a quienes esperaban de ella que defendiera sus derechos. Al actuar de esta manera, la expresidenta chilena no sólo falla a los venezolanos, sino que inflige un enorme daño a la causa de los derechos humanos. Y no simplemente porque permite que se perpetúen las vulneraciones, sino porque envía el mensaje de que no existe tal causa, que sólo existen los derechos que en cada momento te reconoce el Estado en el que te encuentras, lo cual te deja a merced de los poderosos.
Los derechos humanos tienen una estirpe liberal. Su raíz se puede rastrear hasta la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, donde se sostiene que existen unos derechos inalienables por el simple hecho de haber nacido. El desafío siempre ha sido conseguir que estos derechos se garanticen en todos los casos. Para ello se creó un tejido de organizaciones y leyes internacionales cuya aplicación siempre ha sido compleja, un trabajo que nunca se termina.
Desafiar al orden internacional es equivalente a socavar los derechos humanos, y viceversa. Resulta evidente que los nacionalistas y populistas lo están haciendo, forma parte de su política. No es tan evidente que en demasiadas ocasiones encuentran sus mejores aliados en quienes, desde posiciones políticas muy diferentes, son incapaces de defender la causa humanista con la determinación y la eficacia que exige. Si queremos que la era de los derechos humanos no termine siendo un breve paréntesis en la historia de la humanidad, debemos protegerla desde los valores liberales que están en su origen.