Las jesuitas: de Isabel Roser a Juana de Austria y de Portugal
Cuatro siglos después de la canonización de Ignacio de Loyola viene a cuento exponer por qué no es un santo de nuestra devoción.
Cuatro siglos después de la canonización de Ignacio de Loyola viene a cuento exponer por qué no es un santo de nuestra devoción.
Cien años antes había estado en Manresa y después en Barcelona, antes había pasado por Montserrat. No se puede hablar de su estancia en Cataluña sin mencionar la multitud de benefactoras que gastaron sus fortunas en Ignacio de Loyola y su Compañía: Agnès Puyol Pasqual, Paula Amigant, Catalina Molins, Jerònima Claver, la viuda Canyelles, Joana Serra (yñigas de Manresa), así como Isabel (Ferrer) Roser, Estefania de Rocabertí, la condesa de Cardona, Estefania de Requesens, Eleonor Çapila, Guiomar Gralla i Desplà, Isabel de Jossa, Teresa Rajadell, Elena Setantí Sapila... Mujeres que sostuvieron incondicionalmente tanto al santo como a su misión económica y personalmente. Le subvencionaron sus estudios en Barcelona, París y Venecia, y le apoyaron en Roma para la fundación de la Compañía de Jesús.
Isabel Roser, amiga y mecenas barcelonesa, a quien Ignacio de Loyola decía en una carta escrita en Roma en 1533: «Os debo más que a cuantas personas en esta vida conozco», fue más allá y quiso ser jesuita. Loyola mareó la perdiz durante dos años. Ante tal reticencia, Isabel Roser se dirigió directamente al Papa Pablo III, de quien depende la Compañía, para pedirle que exigiera al santo que le permitiera hacer votos solemnes para entrar en la Congregación.
Ignacio de Loyola obedeció y el día de Navidad de 1545, Isabel Roser, su criada Francisca de Cruylles, y Lucrecia Bradine pronunciaron (Roser en catalán y seguramente también Cruylles) ante Loyola los votos que las vinculaban a la orden, lo que abría la fundación de la rama femenina de la Compañía.
A pesar de que le debía más que a nadie, nueve meses más tarde las tres jesuitas serían expulsadas de la Compañía. A instancias del propio Ignacio de Loyola, Pablo III les revocó los votos y cercenó la posibilidad de crear una rama femenina en la congregación. La masculinización quedaba institucionalizada, confirmada por la bula Licte debitum en 1549. Los biógrafos jesuitas han pasado de puntillas de una prohibición de tal envergadura a pesar de que en la época muchos estaban a favor de la rama femenina.
En verano de 1554, fecha no muy alejada de la muerte de Isabel Roser, Juana de Austria y de Portugal (1535-1573) —infanta de Castilla y Aragón y archiduquesa de Austria, hija de Isabel de Portugal y de Aragón y de su esposo el emperador Carlos V—, logró formular los votos como jesuita. Al enviudar, no llegó a ser reina de Portugal pero su hermano Felipe II la designó gobernadora de sus reinos en su ausencia porque cuando él enviudó se casó con María Tudor y ello implicó que tuviera que irse a vivir a Inglaterra.
Mujer de una profunda religiosidad, se sentía atraída por la orden y a toda costa quería ser jesuita. Ignacio de Loyola movió Roma con Santiago para que ello sucediera, seguramente el altísimo rango y el mucho poder y caudales de la infanta obraron muy a favor. Eso sí, tuvo que profesar en secreto y bajo el seudónimo Mateo Sánchez (que a ojos de un jesuita, es mucho más un plebeyo que una regenta). Esto no quita que, para siempre, haya una jesuita incrustada en la Compañía.
Es un lugar común (y equivocado y hace mucho daño) admitir y justificar los machismos de tiempos pasados con la excusa de que qué podían hacer, pobrecillos, si lo llevaba la época. Como si el machismo fuera una nebulosa omnipresente y omnipotente ajena a la acción humana de la que no hay forma de escapar. Pues no. La masculinidad (con máculas) y el machismo de los jesuitas, y por extensión del mundo, no son fruto de ninguna nebulosa sino resultado de las decisiones machistas que en esta caso decidió libremente Ignacio de Loyola. Podía haber elegido lo contrario; una prueba es que temporalmente optó —seguramente en lo que él consideró después un momento de (muy femenina) debilidad—; otra prueba contundente es que existe una jesuita. Es ese cúmulo de concatenaciones de causa-defecto lo que impone el machismo y provoca esta supuesta nebulosa, y no al revés.
¿Que qué podían hacer, pobrecillos? Pues mucho. Tan rompedores, progresistas y rebeldes que son en otras ocasiones, que parece que todo lo puedan, tanta iniciativa que muestran, y, oye, en cuanto a las injusticias contra las mujeres se diría que les han atado de pies y manos. Sufren el síndrome de Charles Michel, el individuo que presa de la parálisis ni tan siquiera abrió la boca cuando el tirano turco Recep Tayyip Erdogan insultó a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dejándola sin silla en una reunión en abril de 2021. Michel habría tenido que cederle el asiento si más no por galantería, que seguro es un concepto que entiende y practica cuando no le perjudica ni le quita un ápice de privilegios.
Ya que hablamos de jesuitas, el pasado mes de julio, el papa se quitó el solideo (es decir, se quitó el sombrero) y se cubrió respetuosamente con el tocado de plumas para pedir perdón por los crímenes cometidos por su Iglesia en Canadá. Poco antes había concedido una entrevista a la agencia argentina de noticias Télam en la que literalmente dijo:
Si fuera mínimamente coherente y por pura lógica, Francisco habría tenido que seguir así:
¡Pero ca!, al callar como un muerto respecto a esa universal explotación, Francisco decide contribuir al machismo de nuestra época.
Ignacio de Loyola impidió que hubiera una Compañía de Jesús en femenino. Ahora el Papa Negro, que tantas lecciones da siempre sobre cuestiones que no dependen de él, tiene la oportunidad de saldar esta vieja cuenta pendiente, que eso sí que está en sus manos y de nadie más.