Las Comoras no son un grupo marbellí de los 60
Un taxi ajado se abre paso por la carretera Moroni del océano. A sus flancos un espumillón de sombrillas protege los atunes recién pescados del implacable sol del Índico. Un par de cabras sortean el tráfico para alcanzar un solar rico en plásticos y, con suerte, alguna clase de desecho orgánico. Unos cientos de metros más adelante el automóvil vira a la izquierda a la altura de un mango rebosante de fruta. Sus ocupantes descienden apresuradas y se encaminan a una nave de aspecto desvencijado acorazada de grafiti. Llegan tarde.
En el interior del edificio que antaño albergaba un matadero se esconde un centro cultural con un aire decadente que mataría de envidia a más de una galería de arte de la Ciudad Condal. Solamente se escucha el zumbido de dos ventiladores, sobre el que repica una voz dulce y grave como un oboe. Las pupilas de los asistentes están fijas en el emisor, que hila una reflexión sobre el valor universal del arte contemporáneo y su dialogo con la noción de identidad. Se trata de Simon Njami, como mínimo un alfil en el creciente tablero del arte africano, mordaz destructor de clichés en Europa y dispuesto albañil de sinergias en África. Su portafolio incluye la creación de la revista de artes africanas Revue Noire, y la dirección artística de las dos últimas ediciones de la Bienal de Dakar. Es también el invitado de honor de la IV edición del Festival de Artes Contemporáneas de las Comoras (FACC).
Las Comoras, tan desconocidas que podrían pasar por un trío musical de la Marbella de los 60 son —si bien a trompicones— un país africano. Un compendio no exhaustivo de sus azares incluye la amputación de una de sus cuatro islas por parte de su antigua metrópoli (Francia ha sido condenada por la Asamblea General de la ONU en más de 20 ocasiones a este particular); o el hito de ser el país africano víctima de más golpes de Estado, exitosos o no. Pero no todo en este archipiélago de cocoteros, volcanes, coral y mezquitas son calamidades.
Una mujer, abogada de profesión creó hace unos años en esta capital de poco más de 100.000 habitantes un festival de, por y para los comorenses. "No somos enormes, pero todo llegará", asegura Fatima Ousseni, que como Dios en el Génesis creó en sus dominios algo donde nada había. Hoy hasta el presidente de la nación —uno de esos ejemplares que no ahorran en medios dudosos para eternizarse en el sillón— se presenta para la verborrea institucional de rigor.
"Hudjidjuwa" o "conocerse" es el lema de este año. Y es que en un mundo en cambio se impone preguntarse quién es uno al menos un par de veces antes de desayunar. Más aún en un país en el que una enorme diáspora residente en Marsella —considerada a veces la ciudad con más comorenses del mundo—, la banlieue de París, Lyon o Dunquerque construye (y deconstruye) cada día una identidad dual. En Moroni, la capital, el festival permite descubrir un oasis de cultura en cada esquina a pesar de la pobreza de un lugar en el que miles viven con 1,25 euros al día.
Esta es precisamente la que lleva al caos migratorio, uno de los temas recurrentes en las pinturas expuestas en el Palacio del Pueblo. Este austero edificio financiado por China promete una conferencia soporífera sobre las subvenciones al arroz... Pero en realidad, su interior brilla con el mosaico cromático de las piezas de los artistas del FACC. Algunas de estas piezas representan los miles de ahogados y desaparecidos, víctima de travesías truncadas en kwasa-kwasa —las pateras locales—. Al drama mediterráneo se añade en este caso el agravante de la irrelevancia política y periodística. En efecto, los muertos de la isla de Anyuán, que se sitúa a solo 70 kilómetros de la UE son los más olvidados de toda la Unión.
Fuera, en las calles, una pista de gravilla de aspecto poco halagüeño lleva a un anfiteatro escondido en el que el mar es la principal estrella... aunque una exhibición de artes marciales y canción local intenta eclipsarlo. Una sala de conferencias alberga una exhibición de krump, baile urbano nacido en los barrios marginales de Los Ángeles. Y lo que sienten los jóvenes de la metrópoli californiana no es distinto de lo que, frente al antiguo matadero, sienten unos chavales que también bailan, en su propio idioma.
"El mundo comienza en uno mismo", asevera Simon Njami remontándose a un tema que ya trataba la pared del oráculo de Delfos. Y, visto que somos todos humanos, la paleta de sentimientos debe de ser universal. "Por eso yo me puedo regocijar cuando leo a García Márquez o a Mishima antes de haber estado en Colombia o Japón", explica el escritor. Se trata, siempre según sus palabras, de traducir un mundo caótico de sensaciones, en un número de representaciones y formas. Y eso es lo que han hecho los participantes de este festival.