‘Las canciones’, una obra para escucharla, bailarla y vivirla en el teatro
Una obra contemporánea, que a diferencia del arte contemporáneo no ofrece experiencias, sino vida.
¿Qué podría contar una crítica para hacer que los espectadores fueran en masa a ver un espectáculo? Es la pregunta que uno se hace tras ver Las canciones de Pablo Messiez en el Pavón Teatro Kamikaze. Estamos a principios de temporada y todos los teatros, desde el más grande al más pequeño, muestran sus mejores galas. Demasiada oferta interesante. El que no tiene un actor popular, tiene un texto conocido, trata un tema polémico, o todas las cosas a la vez. O promete risas o efectos espectaculares.
¿Qué ofrece Las canciones frente a todo esto? Tan solo un autor y director que se ha rodeado de varios de sus colaboradores habituales. Tan solo un equipo comprometido con una historia. Una historia para ser contada, escuchada y bailada, para otros, y hecha, como un medley, de palabras y canciones de otros. Hecha para usted que está harto de escuchar la misma historia y de ver los mismos personajes. Para usted que quiere escuchar y ver como la palabra y la música le llegan no sabe muy bien donde, pero le llegan al cuerpo, se hacen físicas, y al alma (sea lo que sea esto).
Tras un arranque raro, que rompe todo tipo de credulidad y de certidumbre, que bien pudiera haber firmado el directo de escena Christoph Marthaler, las cosas se van aclarando. Un grupo de seres humanos, hermanos a la fuerza debido a la adopción, se reúnen para escuchar canciones y observar que les hacen esas canciones, qué les producen. Una actividad laboral, pues ellos llaman a esto trabajar, que se ve interrumpida por la vida. La vida que sucede fuera de ese estudio insonorizado que irrumpe torrencialmente, en forma de la esposa de uno de ellos y de unos cantantes, encantadores de serpientes, para descolocar su costumbre de escuchar juntos. Su hábito de oír y dejar hacer al cuerpo con lo que oye.
La selección musical es apabullante. No falta el soul, el blues, la chanson fancesa, el flamenco, la bossa nova, el pop de Enrique Iglesias, las jotas de Logroño, el folclor de la voces búlgaras y la voz de Cecilia Bartoli cantando esas canciones barrocas que tanto le gustan. Tampoco faltan los grandes escritores como Pessoa. Y allí está Chéjov, el incombustible Chéjov, con sus tres hermanas mostrando la necesidad de trabajar y de huir. En el siglo XIX era una necesidad de fugarse a Moscú, a la ciudad, mientras que en el siglo XXI, la necesidad de fugarse persiste, pero es la de fugarse al mar, a un mundo más natural. La ciudad, entonces, y la naturaleza, ahora, mundos soñados, imaginados y vividos fuera de lo posible. Ensoñaciones para ensimismarse.
Aunque lo que realmente hay, si es que hay algo concreto, algo aprehensible y que se pueda decir, es la presencia de una necesidad de amar y ser amado. De querer y de ser querido. Y un miedo indecible a conseguirlo. Un temblor y mucho pánico, que el deseo empuja a afrontar y que se convierten en dolor cuando se sabe que no es correspondido. Frente a la que los adultos han aprendido que la única opción es trabajar y trabajar, (re)tomar la costumbre y volver a empezar y si no funciona, tal vez fumar, tal vez beber. En este caso, volver a buscar en las canciones eso que la vida no da, o escatima. Mientras el tiempo pasa, time goes by.
Es poco más lo que se puede decir de esta obra ya que es inefable. Es una obra hecha para sentarse en la butaca y vivirla allí, que exige presencia y estar presente. Hecha para sentirla, entendiendo sentir como la forma de pensar que no se reduce a argumentos claros, concisos y concretos. Más poesía que filosofía. Ojo, la obra tampoco está hecha para emocionarse. Aunque es muy emocionante.
Una obra teñida de tristeza a la que no le falta humor que, curiosamente, ponen los personajes que se identifican con los más vivos de la obra. Esa canaria que interpreta con muchísima gracia, una gracia almodovariana, Carlota Gaviño, y los vivos y algo bobalicones cantantes catalanes que llegan por sorpresa a esa especie de aquelarre musical que celebran los hermanos.
Todos, extrañísimos personajes en los que el espectador de hoy se encontrará a sí mismo, como seguramente pasaba con los mitos y los antiguos griegos. Y por encima de todos, está Olga, la que Rebeca Hernando interpreta con una increíble verdad humana. Una verdad que lleva a preguntarse dónde estaba escondida esta actriz en vez de haber estado llenando salas de teatro. Ella tiene el personaje más fuerte y, por ello, el más vulnerable y el más sensible a la música. Una música que la puede hacer envejecer tanto como rejuvenecer. Mujer, persona, consciente del riesgo que conlleva escuchar y sentir con lo que escucha.
Puesto que no es una obra para hablar de ella, poco más se puede escribir sobre ella. Es, como ya se ha dicho, una obra para vivirla. Una obra contemporánea, que a diferencia del arte contemporáneo no ofrece experiencias, sino vida. No, esta propuesta no es experimental, ni es teatro de la experiencia. Es un montaje que solo se puede vivir, y eso significa escuchar y bailar, en el lugar que nuestra sociedad se ha dado para ello. Ese lugar es un teatro. Por eso, querido espectador, si quiere jugar y, por tanto, vivir Las canciones, tiene que salir de casa e ir al teatro. La vida no espera. La vida pasa. El tiempo (se) le pasa.