La vida en defensa propia
Todos esos mecanismos de supervivencia que se disparan sin que nuestra voluntad intervenga resultan preciosos.
Sagaces investigadores descubrieron, hace algunos años, que las ratas no distinguen el japonés del holandés si se hablan al revés.
Tal resultado es, sin duda, una reducción al absurdo de conclusiones más pertinentes a las que llegaron los científicos, pero valga su bizarro hallazgo (que recibió un merecido premio Ignobel) como ejemplo de que todo, absolutamente todo, es investigable. Seguramente, usted (y yo con certeza y sobradas razones) haya ejercido ya de cobaya sin saberlo, y ahora forme parte del censo de los que duermen de lado, de los que prefieren afeitarse con la mano izquierda, o de los comparten ducha.
Y eso significará algo.
El último de estos estudios que ha merecido un hueco en la prensa constata que, tras una catástrofe, un cataclismo o una severa amenaza, el nacimiento de niñas supera al de niños en un rango que desarma cualquier argumento estadístico. Y, por lo que se ve, compartimos con otras muchas especies la preeminencia de las hembras en los malos momentos.
Borges me susurra que algo que no se nombra con la palabra azar rige estas cosas.
Y yo, a Borges, casi siempre le hago caso.
Igual que los peces que se reúnen para formar un banco gigantesco que amedrente a los depredadores, los humanos, como especie, adivinamos de manera inconsciente cuando el futuro se presenta hostil y nos proveemos de la primera arma a nuestro alcance: la capacidad para repetirnos en el tiempo.
Si alguien piensa que estoy reclamando que las mujeres sean consideradas exclusivamente paridoras, y que para ello me agarro a un retorcido argumento ecológico, más le vale callar y marcharse dejando pagados unos vinos. Las mujeres son mucho más que la mitad del cielo del proverbio chino; son la mitad injustamente preterida de la especie humana; la mitad que atesora inteligencia, sagacidad, valor y fuerza para enmendar los reiterados errores que milenios de dominio testicular han mantenido y magnificado.
Son el futuro que nos queda, si acaso nos queda alguno.
Lo que me hace fijarme en el humilde suelto del periódico es la voluntad de perdurar, “de permanecer en su ser” (gracias, Espinoza) que mantenemos como especie, lo que no sería destacable si no fuera porque sabemos que no somos eternos.
Paradójicamente, en mi aldea, las reses heridas que, en la noche implacable, se habían salvado de las fauces del lobo, eran marcadas en las ancas con un brochazo púrpura (pintura obtenida de hervir amapolas, tal era nuestra la precariedad) para malvenderlas, ante la probada convicción de que ya jamás criarían. Malicié que, rehenes del terror y rumiando su desventura, las abatidas hembras renunciaban a la maternidad y al sexo para salvar a su progenie en tan duro trance.
(Ya habrán percibido ustedes el pelo de la dehesa. Ocioso aclarar que fui pastor. De cabras y ovejas; no luterano, que ya me habría gustado por la poligamia).
No lo saben los pinos sometidos al fuego verano tras verano, cada vez más largos y comburentes; pero algunas especies han mutado sus piñas para que se abran al sentir el calor y así puedan esparcirse las resistentes semillas por las cenizas que, una vez frías, han de nutrirlas.
Otros árboles han sabido engrosar su corteza para que el fuego se alimente de ella hasta el hartazgo sin llegar a dañar su corazón de savia.
Debo estos ejemplos a mi hija Yedra, a quien ya les presenté, que pasa sus días por los bosques de Canadá investigando las estrategias de defensa que desarrollan las plantas frente a los incendios.
También sobresaltando osos y entregada al sirope de arce, tan dulce como caro a la báscula.
Fue ella la que me habló de Jacques Monod, el biólogo francés que sostuvo que la vida es un accidente químico que ocurrió una vez en el universo y que, a su juicio, no se ha repetido ni se repetirá. Un accidente sin finalidad ni sentido.
El mismo Monod fue dirigente destacado de la Resistencia (el nazismo jamás fue accidental), incapaz de resignarse a la tiranía por más que ya anduviera pensando que nuestra presencia no es más que una jugada del cubilete que agita un loco.
Súmenle los millones que, desde siempre, han optado por el futuro en vez de someterse al miedo.
Si Monod tiene razón, todos esos mecanismos de supervivencia que se disparan sin que nuestra voluntad intervenga resultan aún más preciosos: la interminable pelea que sostenemos desde el principio no tiene más objetivo que mantener un rescoldo mínimo en un dominio vasto y helado.
Lo poco que entregamos a cada nueva generación adquiere de repente un valor incalculable.
Algo nos dice que no hay un más allá, salvo el que queda del lado de acá, pero nos conjuramos y pugnamos para que suceda lo que no llegaremos a saborear. Saber que todo está perdido nos impulsa a preservarlo. Nos defendemos de nuestro propio negativo, y lo hacemos insuflando vida, no restándola.
Esa determinación en defensa propia es, quizás, lo mejor de nosotros mismos.
Y duele saber que es, precisamente, lo que no está bajo nuestro control.