La vagina parlante y otros grandes secretos que no lo son tanto
El capítulo cinco de la primera temporada de la serie de Netflix Big Mouth (Nick Kroll, Andrew Goldberg, Mark Levin y Jennifer Flackett , 2017) lleva por título Girls Are Horny Too y pondera sobre la sexualidad femenina, desde una óptica tan directa, novedosa y realista que terminó convirtiéndose no sólo en motivo de debate en redes sino de una durísima discusión sobre la mujer, el sexo e incluso, la percepción sobre los genitales femeninos. El show medita acerca de la adolescencia y sus durísimas transformaciones a través de alegorías que analizan lo sexual y lo erótico desde un cariz burlón y satírico. Y el capítulo cinco sorprende por su sutileza e incluso por su inteligentísima combinación de elementos y reflexiones sobre el extraño universo del sexo y del deseo de la mujer. El resultado es una mirada hacia algo más que la comprensión del sexo por el sexo, la masturbación o la curiosidad sexual femenina, todo bajo la apariencia de un inofensivo chiste de ocasión. Pero por supuesto, se trata de algo mucho más complejo y los productores del show lo saben: El capítulo termina con un pequeño monólogo en el que se ensalza ese gran misterio del sexo de la mujer, su búsqueda de significado y, sobre todo, la inquietud y desconfianza que suele provocar. Y es que nada parece ser más peligroso que una mujer sexualmente libre, que asume el poder del deseo, que reconoce su capacidad personal para comprender el erotismo como parte de su identidad.
En el capítulo también se debate sobre el tema de anonimato y la vergüenza femenina. En una escena de antología, uno de los personajes contempla sus genitales a través de un espejo y tiene una curiosa conversación con su vagina: “Somos mucho más que un secreto”, le comenta, y añade: “Vuelve por aquí siempre que quieras”. La escena entera parece resumir el debate sobre la mujer y el anonimato de su sexo, que se ha extendido en todos los ámbitos posibles y que continúa siendo motivo de debates. ¿En cuántas oportunidades no se censura el cuerpo de una mujer por considerarlo inmoral? ¿Hasta qué punto la sexualidad de una mujer se discrimina por un supuesto sesgo moral? ¿Hasta qué punto una parte del cuerpo humano — o en este caso, una característica personal — puede ser censurable? ¿Por qué los genitales femeninos se consideran ofensivos? ¿Por qué los pezones de la mujer suelen ser parte de largas e infructuosas controversias? ¿Cuál es la línea que separa la sugerencia de lo directamente ofensivo? ¿Por qué una entrepierna depilada es mucho más inofensiva que una velluda? ¿Quién decide el límite entre ambas cosas? ¿Cuál es la disgregación entre ambas percepciones con respecto a lo que debe ser censurado y en qué se basa esa noción sobre la censura? ¿Por qué el cuerpo de la mujer se asume censurable y “tentador” mientras que el cuerpo del hombre tiene una percepción por completo distinta? El razonamiento parece sugerir que ya no se trata del hecho de la desnudez — asunto debatido durante siglos y que aún continúa sin tener respuestas — o las implicaciones que puede tener o no, un cuerpo desnudo, sino algo más sutil y desconcertante. ¿Hay partes del cuerpo que pueden resultar visualmente peligrosas y provocativas por simple interpretación? ¿Por qué el pezón es mucho más ofensivo para la moralidad pública que la amplitud generosa de un seno? ¿Por qué el pubis afeitado sugiere una puberta inocencia mientras que el velludo ocasiona la inmediata censura? El cuestionamiento puede continuar indefinidamente, construir toda una serie de ideas y prejuicios que al parecer coinciden en un punto en común: ¿Qué es lo que hace ofensivo al cuerpo humano? ¿Que lo hace directamente una ofensa a esa percepción de la moral que parece tan relacionada con la sexualidad? ¿De qué hablamos cuando hablamos de censura?
La vagina femenina jamás ha sido un tema sencillo de abordar en ningún momento histórico y bajo ningún matiz. Se trata claro está, de un juego de poder que se expresa a través de símbolos muy claros: el genital masculino ha representado poder y fuerza. Con la mujer, la cosa es distinta: tal vez sea deba a un asunto meramente práctico: los genitales femeninos son poco visibles, ocultos y mucho menos evidentes que su contraparte masculina. Y más allá de eso, su connotación parece la simple ironía de guardar — bajo puertas casi secretas — el deseo femenino. Y aunque las diosas de todas las épocas han sido representadas con exuberantes pechos desnudos, muy pocas muestran algún anuncio de la vagina, como no sea una pequeña insinuación de carne rosa más alegórica que realista. Tal pareciera que en el esquema de las cosas, el genital femenino se resume a ese pudoroso pliegue de piel que los artistas de todas las épocas representaron en dulces metáforas. Los pechos espléndidos y altivos demostrando belleza, y la cintura cubierta por telas transparentes, esa enigmática puerta al mundo del placer. De manera que la mujer — como figura, identidad y expresión — siempre pareció estar protegida por su propia naturaleza.
Una vez leí que por mucho tiempo el peor castigo que la sociedad cristiana patriarcal había esgrimido contra la mujer había sido el anonimato, cubrir su cuerpo, esconder sus genitales, tachar su sexo de “pecador”. Encontré la frase en un interesante libro sobre la mujer y la liberación intelectual y jamás la olvidé, aunque me llevó unos buenos años comprenderla. No es fácil, aceptar que la sociedad donde vives mira a la mujer de reojo, tiene una opinión sobre ella que parece superar y sobrepasar tu individualidad. Y tampoco es fácil notarlo, aunque los indicios parecen estar en todas partes: desde niña, te educan — te presionan — para amoldarte a un rol social tan especifico que resulta asfixiante, restrictivo. Y esa obligación del deber ser, del eres-una-mujer-y-eso-implica-un comportamiento está en todas partes. Recuerdo las ocasiones en una de mis vecinas me preguntó muy seriamente si mi madre no me reprendía por llevar el cabello suelto y sin peinar, pero la crítica llevaba aparejada una idea más profunda. Una idea relacionada con mi libertad, con mi necesidad de expresar con mi cuerpo cierta independencia. Por entonces, tenía unos ocho o nueve años y nunca, que yo recordara, había tenido la necesidad de peinarme otra manera que no fuera con los dedos, para quitarme los mechones de cabello enredado de la cara. Por supuesto, eso a mi vecina, tan mujer tradicional — la que sea que signifique eso — eso le parecía incomprensible. ¿Se trata de la misma percepción que se tiene sobre el sexo femenino? ¿Se trata de un tipo de poder tan desconocido como desconcertante para nuestra cultura tan machista y obsesionada con el comportamiento femenino? No lo sé, pero el pensamiento me hace sonreír mientras los pequeños niños de Big Mouth descubren su sexualidad entre chistes subidos de tono y una profunda torpeza. ¿No es esa inocencia sugerida la puerta abierta a la lujuria? Quizás.