La sopa de Navidad en Catalunya
Parangonando a mi amiga Pilar Rahola que ha escrito sobre su madre trajinando entre los cazos humeantes preparando la comida de Navidad, yo también elevo a la mía a categoría de diosa. Los aromas y recuerdos de la infancia se entremezclan con las comidas, que en días señalados, hacía mi madre sin querer la ayuda de nadie. Entonces las progenitoras eran así. Y, aunque yo la machacaba siempre con el mantra de mis dietas, "mamá yo solo quiero verdura, no me gusta la Navidad y odio el turrón", ella hacía oídos sordos.
En Catalunya se come ese día la escudella y carn d'olla. Una especie de cocido, para entendernos. Precedido de la famosa sopa de gallets. Cada mano le daba su toque, su secreto generacional transmitido de madres a hijas, mientras que el amor y el cariño con el que se dedicaban hacía el resto.
Como también me contaba cada Navidad, mi amigo y maestro Manolo Vázquez Montalbán, la sopa de gallets es lo más importante por su contundencia alimentaria y la cantidad de componentes que necesitaba. Ergo, en todas las casas catalanas se rendía culto a ese manjar casi atávico. ¡Y ay de ti como tus comentarios no fueran tan repetitivos como positivos! En cada cucharada que nuestro paladar degustada con un placer casi rozando lo sensual, debías añadir una frase distinta. Mi madre se alimentaba más de nuestras expresiones que de aquel caldo que llevaba fraguando dos días y que había perfumado toda la casa. Aquellos dulces despertares con su aroma casi en mi almohada jamás los olvidaré.
Todo estaba reglado y no existía el desglose social. El día de Navidad en casa de las madres comida con la familia y el menú de toda la vida. De todas las vidas anteriores.
El día siguiente de Navidad en Catalunya, y también en Francia, es fiesta. Un santo potente, San Esteban. Y ese día, que se va rotando según haya aumentado la parentela, casamientos, bautizos, nuevas adquisiciones o familias llamadas políticas, apelativo que siempre me produce risa.
San Esteban y los canelones van unidos como un dogma. Los canelones en un principio se hacían con lo que sobraba de la carn d'olla del día anterior. Pero con la llegada de los nuevos poderíos económicos se refinaron. Los excedentes se trocaron en delicias que también nos hacían tambalear emociones y gulas. Ritual y dogma se juntaron y adornaron las mesas de generaciones enteras. Todo el mundo que conozco une el adn materno con los canelones. "Como los de mi madre ninguno".
Como todo y creo que por bien, las cosas han cambiado. Se sigue la tradición en algunas familias con madres costumbristas, pero las nuevas olas pasan muy mucho.
Los hogares, en su mayoría, ya no amanecen con esa marea llena de fragancias cronificadas. Las familias alquilan comida hecha o se van a los restaurantes en sus diferentes tonalidades económicas.
La actualidad, las nuevas formas de vida y las necesidades sociales arrasan con una tradiciones que siempre tendremos y nadie nos quitará.
No quiero ponerme sentimental porque una vez lo has vivido ya forma parte de ti. Mejor no mirar atrás con nostalgias falsamente estimuladas. Ojo, que la Navidad es una teoría psicoanalítica inductiva y llena de trampas, que como la familia unas veces va y otras viene. Según una amiga mía muy sabia, la familia es una enfermedad sexual que se cura con las amistades. Creencia a la que me apunto sin fisuras.