La Semana Negra cumple treinta años
Dentro de unos días, la Semana Negra, el festival de novela negra más longevo, importante y variopinto de España arranca de nuevo en la maravillosa ciudad de Gijón.
Donde hace unos meses no había prácticamente nada, en un muelle no muy alejado del centro urbano, en un par de semanas surge una ciudad provisional con sus carpas blancas (que acogerán presentaciones de libros, debates, tertulias, exposiciones de fotoperiodismo, talleres para jóvenes y mayores... todo gratuito y al alcance del deseo y el capricho de cualquier visitante); sus puestos de libros –nuevos y de segunda mano-, de comidas, de cócteles...; su mercadito de artesanías; su feria (con la noria más alta de España, el túnel del miedo, los tiovivos...) y su escenario central donde, por la noche, se celebran los conciertos multitudinarios). Un lugar que parece imposible, lleno de alegría, de luces, de olores, de colores, de libros y libreros, de lectores y escritores... de vida en estado puro.
Cuando yo me encontré por primera vez con esa ciudad efímera, en 1996, la llamé "laberinto de prodigios", y cada año que regreso –este será el vigésimo primero si las cuentas no me fallan– me reafirmo en la idea y en el nombre. La primera vez que me invitaron, yo había escrito tres libros, y ninguno de ellos era novela negra, pero fue el momento en que la Semana había decidido abrir una puerta a otros géneros como la ciencia ficción, primero, la novela histórica, después, y poco a poco, algunos más que fueron sumándose año tras año.
Para una escritora que comenzaba por entonces a hacerse un nombre, la Semana Negra significaba la entrada –puro deslumbramiento– a un mundo cosmopolita, variopinto, loco en el mejor sentido de la palabra. En aquel Tren Negro de 1996 –un tren completo para los invitados a la SN– íbamos más de cien escritores y cien periodistas, fotógrafos, editores, agentes... de un montón de países europeos y americanos. Desde el principio, por pura fuerza de la alegría y de la pasión, se establecía una increíble y rapidísima camaradería en varias lenguas –español, inglés, francés, italiano eran las más frecuentes–, se hablaba de libros, surgían proyectos comunes, colaboraciones, encargos, ideas para el futuro.
Como decía uno de los organizadores, el desaparecido Justo Vasco, gran escritor y gran amigo a quien tanto añoramos, la Semana Negra era para cualquier escritor la "inyección de oxígeno" que muchos de nosotros necesitábamos para aguantar un año más. En aquella época, sobre todo, era muy cierto: en un mundo sin internet ni redes sociales, yo, que vivía en Austria, estaba aislada todo el año hasta que llegaba el maravilloso momento de acudir a Madrid para tomar el Tren Negro que me llevaría de nuevo a Gijón con un centenar de colegas.
Paco Ignacio Taibo II –junto con su esposa Paloma Saiz y su hija Marina, y el esforzado equipo de la Semana Negra, con Ángel de la Calle a la cabeza– fue el creador, impulsor y casi el demiurgo de aquella gran máquina durante más de dos décadas. Ese excelente equipo fue el que levantó el edificio lúdico-literario que permitió que varias generaciones de poetas y escritores de diferentes géneros tomaran contacto, se hicieran amigos y, por unos días, se sintieran pertenecientes a una gran familia.
Sin la Semana Negra, yo, como escritora, no sería quien soy. Allí conocí a algunos de los grandes amigos que me han acompañado durante los últimos veinte años; allí surgieron proyectos que me hicieron muy feliz y me abrieron nuevas vías; allí encontré al editor de mi primera novela que no era de ciencia ficción y de la primera que fue traducida a otras lenguas, Javier Azpeitia, y sobre todo, allí me sentí –como muchísimos compañeros escritores de varios países– perteneciente al "honrado gremio de escritores", como siempre lo llamó Paco Ignacio Taibo II, en lugar de sentirme aislada y perdida lejos de España escribiendo mis historias en soledad.
Desde hace unos años es Ángel de la Calle quien lleva el timón de la nave. La Semana Negra ha evolucionado como todos los seres vivos; ha tenido que luchar contra la hostilidad de ciertas instituciones; ha tenido que reinventarse para sobrevivir. Pero sigue viva.
Y este año de 2017, como siempre, el 7 de julio abrirá sus carpas hospitalarias y, como siempre, acogerá la fiesta de la literatura, nos acogerá a todos los que la amamos –escritores y lectores– y de nuevo, como siempre, se abrirá el laberinto de prodigios frente a nuestros ojos maravillados, y se producirá el milagro.