La revuelta de los zánganos
Lo ocurrido en Ecuador es una lucha a muerte contra la pérfida racionalidad neoliberal.
Cuando el sentido común de la clase política muere, surge la revuelta. La filosofía de la rebeldía planteada por Camus puede ayudarnos, en parte, a comprender la revuelta de los zánganos que se ha producido en Ecuador, porque su concepto de rebeldía, aunque ambiguo en el texto camusiano, advierte desde un frente que solamente aquellos quienes han sentido desesperación ante la injusticia, desesperanza frente a circunstancias reales, y quienes han temblado de impotencia frente a una imposición que denigra la condición humana, pueden comprender lo que motiva a rebelarse y levantarse.
La revuelta ha nacido gracias a este perverso espectáculo de la sinrazón. El ‘hombre rebelde’ al que me refiero abarca el conjunto de los movimientos sociales, estudiantiles, sindicatos y demás gremios que se levantan contra la indolencia y el entreguismo de un gobierno. Por eso, la revuelta es un acto de resistencia y reivindicación. No es una revuelta metafísica, sino política, social y moral. El ‘hombre rebelde’ ha escogido «la libertad al mismo tiempo que la justicia» y, a partir de ese momento, ya no se puede escoger la una sin la otra, porque cuando «alguien niega el pan al mismo tiempo aniquila nuestra libertad». Consciente del poder de destrucción que posee, el ‘hombre rebelde’ se levanta contra sí mismo para volverlo-en-sí.
Observemos lo que sucedió en Ecuador. El Gobierno decidió, entre otras cosas, reducir el 20% del salario de los contratos temporales del sector público; reducir las vacaciones a la mitad, de 30 a 15 días a los trabajadores del mismo sector; descontar mensualmente un día de trabajo a cada empleado público, eliminar el subsidio a los combustibles (lo que ocasionó un incremento del 120% y el costo del transporte aumentó); a esto en Ecuador se conoce como paquetazo económico. El efecto dominó de estos ajustes se trasladó directamente al costo de vida que se incrementó mientras el salario básico permanece igual. Frente a esto, ¿qué hacer? Contra la miseria y el sufrimiento que provocan determinadas acciones que atentan directamente contra la existencia misma, hay que ser ciegos o cobardes, dice Camus en La Peste, para someterse a ellas.
Frente a una clase política que no ha logrado encontrar los mecanismos para solventar las necesidades populares, pero sí beneficiar a una élite económica codiciosa en complicidad con organismos internacionales que promueven la «buena gobernanza» y frente a la enorme desigualdad social donde «el 20% del sector más rico percibe el 50% de los ingresos nacionales, mientras el 20% más pobre recibe un 5%», la válvula de escape es la revuelta. La revuelta como una lucha existencial, como un acto moral de combate no sólo contra un gobierno que se ha inclinado a los grupos de poder, sino que la lucha va más allá de lo económico, porque se ha trasladado al campo social y político. Es una lucha a muerte contra la pérfida racionalidad neoliberal. La revuelta es un combate histórico y obstinado contra la opresión, el cinismo y el oportunismo económico y político.
La revuelta surgió con los indígenas, históricamente oprimidos, explotados e invisibilizados, pero contra el perverso espectáculo que desató el Gobierno también se sumaron a las manifestaciones otros sectores como el Frente Unitario de trabajadores (FUT), el Colectivo Unitario Nacional de Trabajadores, Indígenas, Organizaciones Sociales y Populares, etc., que se reconocieron como víctimas y se tendieron el hilo de Ariadna. La revuelta se convirtió en evidencia de su compromiso social. Solo ahí, en la lucha, se puede decir: «Me rebelo, luego existimos». Hay una causa, nos reconocemos en ella, por tanto, nos revelamos. En esta complicidad, según Camus, se produce un reconocimiento mutuo: «Para ser, el hombre debe rebelarse, pero su rebeldía ha de respetar el límite que descubre en sí misma y en que los hombres, al unirse, empiezan a ser».
La revuelta se fortalece por la solidaridad extendida entre las comunidades y los sectores sociales, lo que un hombre puede llegar a sufrir puede desembocar en una peste, por lo tanto, la revuelta se transforma en una lucha colectiva. Un hombre que ha decidido levantarse y arriesgar incluso su vida a costa de la libertad es el hombre que dice: «Prefiero morir de pie que vivir arrodillado». Morir en la calle o vivir sometido a la obstinación política se han convertido en las únicas alternativas. Para los movimientos, el gas lacrimógeno no obnubila la razón, fortalece la lucha. La rebeldía no es un resentimiento estancado que ha esperado explotar en las calles. Para Camus, en ella se encuentra «un principio de actividad superabundante y de energía» que impulsa a levantarse, de manera que: la indignación, la rebeldía y la conquista de un nuevo modo de vida forman la tríada de esta revuelta.
La revuelta asusta. El Gobierno anunció el paquetazo, declaró estado de excepción, trasladó la sede gobierno de Quito a Guayaquil, decretó el toque de queda en instituciones estratégicas y la policía desató la violencia. La calle fue un campo de batalla, la Policía y las Fuerzas Armadas se olvidaron que son «instituciones de protección de los derechos, libertades y garantías de los ciudadanos». Bastó la declaración del ministro de Defensa: «No se olvide que las Fuerzas Armadas orgullosamente tienen experiencia de guerra», y la violencia contra los zánganos, como los llamó el presidente, se desató.
El que baja de la montaña inquieta a las clases dominantes y delicadas que han preferido ignorarlos. El que baja de la montaña sacude el status quo. El que baja de la montaña perturba los acuerdos firmados a costa de su trabajo, de su existencia. El que se rebela dice: «¡Ya basta! Está en juego nuestra vida», y en la revuelta encuentra oxígeno. El que se rebela puede cambiar el curso de la historia. Encausar la falsa democracia y sacudir gobiernos que se esfuerzan en beneficiar a lo más ricos. Lo cierto es que la política y la economía deberían someterse a la vida, no al revés.
No será la última vez que el ‘hombre rebelde’ consiga cambios atravesando el humo de las bombas y el sonido de las balas con las que los gobiernos intimidan y reprimen las revueltas. A la injusticia no se vence en silencio. Cuando los gobiernos dejan de escuchar al pueblo y levantan la oreja a los poderosos, parece que la calle es el único camino.